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La literatura de viajes siempre resulta interesante en cualquiera de sus variaciones. Podemos conocer de primera mano regiones que nos eran desconocidas o tener una visión alternativa de alguna que ya conocemos. Experiencias sorprendentes, retazos de historia y geografía se combinan para hacer de la lectura un entretenimiento instructivo al tiempo.
Pero, en ocasiones, podemos disfrutar de la narraciones de viajes por el propio país y conocer cómo nos ven los extraños. Como se suele afirmar en sicología, la visión de uno mismo no es completa hasta que no se confronta con la de otros. De ahí que la conocer la experiencia de personas ajenas a nuestra cultura y tradición aporta un punto de vista alternativo enriquecedor y, sin duda, un cierto componente morboso.
También hay narraciones en las que se nos ofrece más información sobre el propio autor que sobre lo que describe. Vemos sus prejuicios, su forma de entender la vida y de actuar, contrapuesta a la que describe. Esta lectura en negativo resulta especialmente frecuente cuando el lugar descrito es conocido por el lector. Sin ir más lejos, las narraciones de los viajeros del siglo XIX por la España romántica que soñaban y que se adaptaba a sus tópicos preconcebidos.
Todas estas características se dan cita en este pequeño libro escrito mano a mano por . Dos atolondrados escritores americanos deciden emular a los personajes de su adorado Foster y abandonan su país para instalarse en Italia. Una vez saciada su ansia de historia y arte, de experiencias variopintas y de conocimiento de sus nuevos vecinos, acaban por comprar una casa en un rincón olvidado de la Toscana, en busca de una vida relajada y tranquila que les permita escribir y leer al calor de una chimenea.
Reformar la destartalada «villa», comprar los muebles, elegir las cortinas y los suelos, los árboles, flores y hierbas para el pequeño jardín se convierten en una lucha entre la idea que ambos tienen de lo que debe ser una casa toscana y la idea que los italianos tienen de lo que debe ser una casa cómoda y confortable. Unos italianos interesados en huir de su absorbente patrimonio artístico sustituyendo la madera y el mármol por el metacrilato o las baldosas de terrazo por la tarima flotante, por no hablar de una buena calefacción de gas en vez de la inútil, costosa y dificil de encender chimenea.
Ese contraste entre el sueño de Italia y la Italia real es una de las columnas que vertebran En Maremma. Sin embargo, la tendencia contraria se pone igualmente de manifiesto a cada página. Para la mentalidad práctica americana, ni las costumbres de consumo de los italianos, ni su sistema burocrático resultan comprensibles. Baste para ello seguir las peripecias de los autores para obtener un permiso de conducir italiano.
Donde parece no haber lugar a disputa alguna es en materia gastronómica dada la afición de ambos a la cocina italiana de la que son grandes conocedores, teóricos y prácticos. Amantes de la buena mesa y de la comida reposada seguida de su sobremesa pertinente. El ritmo lento de vida (quizá más propio de esta región rural apartada de las grandes ciudades) sea lo que resulta más difícil de asumir para la pareja, y al mismo tiempo lo que más acaban por valorar.
Muchas pueden ser las coincidencias entre esta Italia rural algo anclada en el pasado, y una España que aún retiene parte de su inercia agazapada en el recuerdo. Por ello, no es infrecuente interrumpir la lectura para reflexionar sobre qué habrían pensado Mark y David de este nuestro país o sorprendernos de las numerosas conexiones entre dos pueblos mediterráneos, conun pasado que en lugar de ser trampolín hacia un futuro parece ser una losa de la que no saben cómo escapar. Lean, lean y saquen su propia conclusión.