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Una sabia mezcla de historia y actualidad permite amenizar cualquier texto viajero que se precie. En ocasiones, el peso de la obra se apoya más en la Historia en la medida en que el viajero se limita a rememorar mediante la visita de los lugares correspondientes, los hecho o personajes que los han situado en el mapa geográfico, iconográfico o sentimental del lector. En otras ocasiones, el recurso a la Historia es un simple aderezo para centrar al lector en las peripecias de quien escribe. Por último, cuando éstas carecen de interés (o el autor no es capaz de transmitirlo) el texto únicamente tiene de interés su faceta rememorativa.
Creo que es esta última categoría en la que puede ubicarse la obra de Kapuscinski, Viajes con Heródoto. No diré que la vida del célebre periodista y escritor polaco carezca de interés, sólo que éste brilla por su ausencia en la obra. Kapuscinski visita la India, China, Egipto, Irán o el Congo, en momentos clave de su historia, pero nada de ello aflora en las líneas que leemos. Es cierto que el autor ya nos ha dejado espléndidos textos sobre estos países con anterioridad, pero uno no puede dejar de pensar que algo le ha sido negado.
A cambio, Kapuscinski se centra en la obra de Heródoto, cuya lectura le acompañó en la solitaria vida de corresponsal extranjero. Como él mismo afirma, el personaje del historiador griego se le hizo tan familiar como el de muchas personas a las que había tratado en vida, llegando a identificarse con su forma de pensar y sentir el mundo. De ahí, que gran parte de su interés se centre, no sólo en las narraciones recogidas en la Historia sino en la propia vida y persona del hombre que la alumbró.
Quién era, cómo vivía, si viajaba solo o acompañado, si tomaba notas o poseía una extraordinaria memoria, son las preguntas que, perdido en la selva en medio de una guerra tribal o en la desvencijada habitación de un hotel chino, se hace Kapuscinski. También se interesa por los silencios del griego, por ejemplo se toma su tiempo para dilucidar cómo pudieron los babilonios matar a la mayoría de sus mujeres e hijos para reducir el número de bocas a alimentar antes del asedio de la ciudad por el rey persa Darío, o qué se sufre cuando se es empalado o cuando se pierde el favor de los dioses.
Y es que Heródoto, pese a la monumentalidad de su obra, es un narrador brillante y conciso. No se detiene en detalles, salvo aquellos que resulten imprescindibles para la comprensión del texto. Tampoco le importan los sentimientos, no escribe para una sociedad que desconoce el significado del dolor físico o del hambre o de la muerte violenta. Para los lectores (u oyentes) contemporáneos, no era información relevante la brutalidad de la guerra o los sentimientos de un padre que debe ver morir a sus hijos. Sólo aquellos comportamientos propios de los bárbaros merecen una cierta atención por parte de Heródoto, sobre el resto: silencio.
Convivir con dioses brutales, arbitrarios y caprichosos es habitual, el sentido de Justicia no se basa en la equidad, la explotación del trabajo humano mediante la esclavitud es el motor de la sociedad. Nada de ello sorprende a Heródoto y por nada de ello se explaya. A su público le importan más las grandes gestas, la heroicidad de los reyes y la vida de sus antepasados, las miserias cotidianas las encuentran de continuo y no necesitan de pregonero.
Para Heródoto, lo fundamental resulta conocer al vecino, entenderlo. Nunca juzga ni enjuicia los comportamientos ajenos; sólo investiga y trata de dilucidad lo que es real de lo que no lo es de entre las innumerables informaciones que le llegan. Precisamente, este afán por la verdad es una de las mayores lecciones que Kapuscinski extrae de la Historia. Heródoto trata de comprobar y contrastar todas sus fuentes. Cuando puede, realiza comprobaciones personales, cuando no, lo indica en su texto (“según dicen, así he oído, al decir de muchos”). Esta actitud le lleva a emparentar su tarea con la del periodista moderno que debe mantenerse objetivo y describir lo que ve sin juicios añadidos.
Otra de las enseñanzas de Heródoto es el concepto de otredad. El extranjero, el bárbaro, el otro, lo es en contraposición a nosotros. Sólo existe el otro porque existe el nosotros. Nos definimos en relación a otros. Tal tribu come a sus muertos, tal pueblo los entierra, tal otro los quema. Nada es mejor ni peor, sólo diferente en relación a lo que nosotros hacemos. El mundo mediterráneo, diminuto y cerrado hoy en día, encapsulado en el tiempo, era en tiempo de Heródoto, una aldea global como pueda serlo hoy nuestro planeta. Internet no existía pero las comunicaciones marítimas a través de cretenses, fenicios o egipcios hacían las veces. La inmigración era una realidad más contundente que en nuestros tiempos, los inmigrantes fundaban ciudades en territorios extranjeros, regidas por las mismas leyes del país del que provenían sus habitantes.
Ante esta realidad, el anciano historiador griego muestra el camino del respeto y la aceptación del otro como único modo para evitar una lucha fraticida como la que enfrentaba a griegos y persas o a atenienses y espartanos. Kapuscinski no responde a la cuestión de si Heródoto era un relativista moral, aunque con toda seguridad, admitiría límites a la tolerancia.
Tras pasar la última página, se llega a la convicción de que Kapuscinski leía a Heródoto porque al plantearse cuestiones que siguen siendo de actualidad, obtenía enseñanzas duraderas. Un escritor polaco del siglo XX y un historiador griego anterior a Cristo se encuentran en la misma encrucijada y ante las mismas cuestiones, con más de dos mil años de diferencia. De sus reflexiones no obtendremos la respuesta definitiva (¿existe acaso?) a muchas de ellas, pero sí que avanzaremos en nuestra comprensión de los problemas.