La lectura como re-conexión con el placer

Juan Carlos Arteaga

Recientemente, trabajando con un grupo de estudiantes —adultos ya— sobre la escritura de crónica, uno de ellos, con muchísima seriedad, elevó su brazo y planteó su descontento. Era la primera sesión juntos. Era la primera vez que me presentaba y ya tenía a un disidente manifestando su «aburrimiento» por la lectura. Ni siquiera había revisado los textos propuestos para el trabajo —perfiles de futbolistas, políticos o artistas escritos por periodistas contemporáneos latinoamericanos—. Sin embargo, en su prejuicio existía una idea clara: «la lectura es aburrida». Terminé la clase un poco molesto pero no por la sinceridad del estudiante; sino por el tipo de profesores que él había tenido. Ninguno de ellos, ni en la escuela, ni en el colegio, logró reconectarlo con el placer de la lectura. 

No es que los libros —más allá de su soporte físico o digital— sean «aburridos» por sí mismos; sino que, en este tipo de casos —podría decir, una generalidad en nuestro país—, son los maestros quienes no incentivan a los estudiantes el explorar su faceta de lectores. Leer el Quijote por obligación, leer el Ulises por obligación, La Celestina, Las metamorfosis, En busca del tiempo perdido… no importa cuál sea el autor o la potencia de su lenguaje, siempre resultará una tarea titánica; pero, sobre todo, infértil. El papel de los docentes, por tanto, no es «dar» conocimientos sino «reconectar» con el placer. Penetrar en un libro y poder configurar, a partir de él, todo un mundo; reconstruir intelectualmente un discurso y preguntarse: ¿qué es lo que ese autor intentó decir?; para de allí, relacionarlo con mi propia experiencia vital. ¿Cómo ese ejercicio podría ser «aburrido»? 

En la siguiente clase, discutimos sobre los textos planteados y, para mi sorpresa, él los había leído. Con apasionamiento, opinaba sobre el enfoque de Jon Lee Anderson, a propósito de su perfil de Pinochet. Ese muchacho, incluso con su idea de «lectura = largo bostezo», había hecho el sacrificio de acercarse a la crónica y repasarla desde el inicio hasta el fin. «Si tú hubieras sido el periodista —le planteé en cierto momento—, ¿cómo habrías abordado al dictador?». Quedó de piedra, como si de repente estuviera planteándole una cuestión vital, una encrucijada de la que podría tener la respuesta sólo si se concentraba lo suficiente y observaba dentro de sí mismo. «Le habría molestado por el lado de los desaparecidos», dijo, grave, al fin. Más allá del debate ético alrededor de la violencia, más allá de las personales opiniones políticas enfrentadas, más allá de los supuestos, había sucedido lo trascendental: él logró hacer preguntas al texto que resonaron en su propia experiencia de vida; es decir, dejó de ser estudiante para convertirse en lector.

El lector entendido como ese público indefinido que se halla disperso en las diásporas de la escritura, que se acerca a librerías y bibliotecas con reparos o prejuicios, es fundamental para el proceso comunicativo del libro. Son ellos quienes, desde su gusto, tienen la facultad de trazar caminos intelectuales. Son ellos —o somos nosotros pues también me asumo como uno— quienes tenemos la posibilidad de descubrir realidades inimaginables que, si bien están descritas con el lenguaje, se recrean en la lectura creativa. 

Julián Marías, el filósofo español, afirmaba que la ficción existe para que los lectores puedan vivir las vidas que, de otro modo, no lo harían. Así, según él, leer concedía la posibilidad de experimentar lo que sucedería si fuera Odiseo o Rodrigo Díaz de Vivar o un Karamazov. Yo ampliaría el espectro de esa afirmación concluyendo que la lectura, más allá de la ficción, nos permite lo mismo: aventurarnos en un tipo de contexto —contemporáneo, pasado o futuro, no importa— que de otra forma no se conocería y, por tanto, no se podría comprender ni disfrutar. 

Pero, ¿qué exactamente leer? Allí la encrucijada, allí el problema y allí el daño de tantos profesores que no se preocupan por los gustos de sus estudiantes. Se debe partir de sus intereses, de lo que los convoca, de lo que los despierte. En la cuarta sesión, el estudiante ya opinaba con fluidez sobre Villoro, Guerriero o Caparrós —los autores elegidos para el curso—, afirmando o negando sus posibilidades, colocando especial énfasis en sus aciertos pero también describiendo sus limitaciones. No abandonó su papel de lector hasta el final. En la última clase, con muchísimo tacto, le pedí que se pusiera de pie y le comenté que creía que había mentido semanas atrás, cuando afirmó que la lectura era «aburrida», pues luego había leído todo lo propuesto. Asintió sin palabras y volvió a sentarse. Fue cuando le dije que el problema no era suyo sino de sus docentes, por obligarlo a leer libros que no correspondían a su edad o que simplemente tenían otras temáticas o lenguajes que le eran ajenos. 

No se trata de «facilitar» la lectura dando «resúmenes» o «versiones abreviadas» o, como sucede muchísimo en nuestro país, presentando versiones cinematográficas. Se trata de ir ascendiendo por lecturas que parten de sus intereses hacia territorios más complejos. Los lectores, una vez que se han re-conectado con su gusto estético, una vez que disfrutan del ejercicio intelectual de reconstrucción simbólica, ya se enfrentarán a desafíos más potentes y, a la vez, más placenteros. Pero si no se retorna al placer en la lectura, jamás se tendrá esa posibilidad. Es el goce lo que va empujando a un lector a penetrar cada vez más a profundo dentro del agujero del conejo. Jamás la obligación, jamás la amenaza de una prueba o de un examen final de curso hará que alguien disfrute de Shakespeare. Tal vez, justo por el miedo, tomarán Otelo y lo revisarán, hasta puede que lo memoricen línea a línea para responder las preguntas de la prueba, pero aquello no es un lector. Y, una vez finalizada la experiencia traumática, simplemente recordarán lo pesado de la tarea y lo «aburrida» que es la lectura, privándose de uno de los mayores placeres que constituyen lo humano. 

Es por ello, en resistencia a ese método, que debemos escoger los textos precisos para reconectar a las personas con la necesidad de disfrutar de su imaginación. Y utilizo el término reconectar pues esa curiosidad por imaginar es parte de nuestro goce simbólico; ¿o se conoce de algún niño que no disfrute de que sus padres le cuenten una historia? Mi hijo, por lo menos, me lo pide casi todas las noches.  


TOMADO DE: Revista Rocinante #129

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