Susan Sontag o la curiosidad desbordante como materia prima

Carla Badillo Coronado

Desbordante. 

Es esa la primera palabra que se me viene a la mente para describir a Susan Sontag (1933-2004), una mujer que quiso conocerlo todo —todo lo que le resultaba urgente— y a través de la escritura entender el mundo, conocerse, transformarse. «Solo estoy interesada en gente comprometida con un proyecto de autotransformación». 

Novelista, intelectual, directora de cine y teatro, pero sobre todo ensayista excepcional; su obra se caracteriza por haber renovado la reflexión sobre el arte, la cultura, el dolor, la guerra, la enfermedad, el eros y el lenguaje. No en vano Contra la interpretación —su primer libro de ensayos, publicado en 1966— se convirtió de inmediato en un clásico contemporáneo, debido a la enorme influencia que tuvo en el pensamiento sobre el arte y la cultura. Godard, Beckett, Sartre, Nathalie Sarraute, Simon Weil, Ionesco, Nietzsche, Artaud, Camus, Kafka, son algunos de los nombres que desfilan por sus provocadoras y originales páginas, donde reflexiona —con pasión y lucidez— sobre la crítica literaria, la ciencia ficción, el cine, el psicoanálisis, el pensamiento religioso, el arte marginal y la fotografía. 

«Muchas cosas en el mundo carecen de nombre; y hay muchas cosas que, aun cuando posean nombre, nunca han sido descritas». Así inicia Sontag uno de sus ensayos más notables del libro: Notas sobre lo camp, por el cual se volvió un referente innegable de la contracultura del siglo XX. Básicamente, el camp «es el amor a lo no natural: al artificio y la exageración»; de ahí que esté vinculado con una cuestión de estética, de estilo, de extravagancia; lo desviado. 

Según la autora, aparte de un perezoso bosquejo de dos páginas en la novela de Christopher Isherwood The world in the Evening (1954), el concepto de camp apenas había trascendido a la imprenta, por lo que asumió el desafío de registrarlo. Según su biógrafo, Benjamin Moser, el borrador de este postulado —compuesto por 58 puntos (y dedicado a Oscar Wilde)— se llamaba originalmente Notas sobre homosexualidad. Sin embargo, es posible que Sontag haya preferido el último título, ya que le interesaba, sobre todo, apelar a una sensibilidad sin categorización de género; a la estética, más que a un tipo de orientación sexual, y con ello dinamitar el statuo quo y las élites.

«Las experiencias de lo camp están basadas en el gran descubrimiento de que la sensibilidad de la alta cultura no tiene el monopolio del refinamiento. (…) El descubrimiento del buen gusto del mal gusto puede ser muy liberalizador. (…)»

Carlos Monsiváis, en su ensayo: Susan Sontag. La imaginación y la conciencia histórica —cuatro décadas más tarde—, señala que Notas sobre lo camp suscitó «críticas feroces y desdenes elitistas», pero también fue aclamado por un sector que nunca fue tomado en cuenta por «los críticos serios». De esa forma, su escritura llegó a simbolizar la nueva actitud liberal hacia la sexualidad, la política y la sociedad, por lo que su propósito de revolucionar la forma de entender el arte y la cultura comenzaba a dar sus frutos. 

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Susan Rosenblatt nació el 16 de enero de 1933, en la ciudad de Nueva York, en el seno de una familia judía. Fue la mayor de dos hermanas, que durante su primera infancia vivieron con sus abuelos, mientras sus padres tenían un negocio de exportación de pieles en China. Cuando tenía cinco años, su padre murió de tuberculosis y su madre regresó a Nueva York; hecho que la marcaría profundamente, no solo por la ausencia paterna, sino también por la distancia y frialdad de su madre. Los libros fueron su refugio. Aprendió a leer a los 3 años de edad y entre los 6 y 8, Susan ya escribía historias y poemas que ella misma editaba; sintiendo que ese mundo era donde podría aliviar su orfandad. Cuando cumplió 12 años, su madre contrajo matrimonio con Nathan Sontag, de quien las pequeñas adoptaron su apellido. 

En el documental Recordando a Susan Sontag (Nancy D. Kates, 2014) SS cuenta una anécdota: un día, su padrastro, al verla sumida en la lectura, le dijo: «Susan, si sigues leyendo tanto, no encontrarás nunca un marido». «Tal afirmación me pareció absurda», confiesa. «No me imaginaba casada con alguien a quien no le gustara leer». 

Solitaria, la niña padeció de asma, así que su familia decidió trasladarse a Tucson, Arizona, para ver si mejoraba su salud. Allá cursó el colegio y, debido a su avanzado conocimiento respecto a los otros chicos, se graduó a los 15 años. Un año después fue admitida en la Universidad de Chicago, y se matriculó en Filosofía, Historia Antigua y Literatura. Como alumna de segundo año, Sontag entró un día en un aula donde estaba explicando Kafka un profesor de sociología. Al final de la clase preguntó por su nombre, era Philip Rieff. Diez días después se casaron. Susan tenía 17. Un año después nacería su hijo, David Rieff (quien también llegó a ser escritor y quien llegó a publicar, póstumamente, los diarios de su madre: Renacida (Diarios tempranos 1947 -1964) y La conciencia uncida a la carne (Diarios de madurez, 1964 -1980).

Berkeley, Oxford y Harvard fueron otras Universidades en las que Sontag estudiaría, y en varias de ellas fue docente de filosofía. En 1958, consiguió una beca para estudiar en París durante un año. Allá conoció a la escritora y modelo americana Harriet Sohmers Zweling, con quien tuvo una relación amorosa tormentosa, y gracias a quien conoció gran parte de la escena gay de San Francisco en París, incluyendo algunos poetas de la generación beat. 

Un año más tarde, Sontag le pidió a su marido el divorcio. 

Jamás se declaró abiertamente bisexual, pero tampoco lo negó. Algunas de sus relaciones más importantes fueron con la dramaturga cubana-estadounidense María Irene Forbés, el poeta ruso Joseph Brodsky, el pintor Jasper Johns, la actriz Nicole Stéphene, la coreógrafa Lucinda Childs y —sus últimos 16 años de vida— con la fotógrafa Annie Leibovitz, considerada la mejor retratista de personas de la historia, con quien, además, llegó a publicar WOMEN (1999), un libro de retratos de mujeres de distintos sectores sociales,  para el cual Sontag escribió el prólogo. 

Enemiga de la complacencia e intransigente con lo trillado, Sontag escribió más de lo que llegó a publicar. Entre sus obras El benefactor (1963), El amante del volcán (1992), En América (1999); Estilos radicales (1969), Bajo el signo de Saturno (1980), La enfermedad y sus metáforas (1978) y Sobre la fotografía (1975), entre otras. Llegó a dirigir cuatro filmes: Dueto para Caníbales (1969); Hermano Carl (1971); Tierra prometida (1974) y Unguided Tour (1983); y llevó a las tablas la icónica obra de Samuel Beckett: Esperando a Godot, en 1993, durante su estancia en Sarajevo, en plena guerra. 

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El activismo por los Derechos Humanos fue otro de sus pilares fundamentales, siendo una de las voces más críticas frente al régimen de su país. De hecho, tras la tragedia del 11 de septiembre de 2011 en Estados Unidos, la autora publicó un ensayo, en The New Yorker, donde decía: «¿Dónde se reconoce que este no fue un ataque “cobarde” a la “civilización” o a la “libertad” o “humanidad” o “el mundo libre” (como lo calificó el gobierno de George W. Bush), sino un ataque a la autoproclamada superpotencia mundial, emprendido como consecuencia de las acciones y alianzas específicas estadounidenses?». 

Una avalancha de críticas le cayeron encima. Sontag no se retractó.

«Mi ensayo no fue radical, apenas una cuestión de sentido común.» 

Daba igual si las injusticias venían de izquierda o de derecha. 

En 1999 criticó al escritor austríaco Peter Handke, por su defensa de las posiciones serbias en los Balcanes, y más tarde arremetió contra Gabriel García Márquez, a quien recriminó en la Feria del Libro de Bogotá, en 2003, por su silencio respecto de las ejecuciones y condenas de disidentes en Cuba. 

«Yo —dijo Sontag— apoyé a Cuba contra Estados Unidos, pero pronto me di cuenta de lo que suponía Castro. Ahora he visto que un hombre como José Saramago, que aún hoy se declara comunista, rechaza la monstruosidad que ha ocurrido en Cuba. Pero me pregunto: ¿qué va a decir Gabriel García Márquez? Temo que mi respuesta es: no va a decir nada. Creo que su obligación como gran escritor es salir a la palestra. No puedo excusarlo por no hablar. El valor de su voz pudo ayudar a muchos individuos que luchan.»

Cuando en 2001 recibió el Premio Jerusalén de Literatura, el más prestigioso de Israel para escritores extranjeros, aceptó el galardón pese a las presiones para que lo rechazara. La escritora —judía no practicante— aprovechó la oportunidad para condenar la política de ocupación israelí en los territorios palestinos y advirtió que la única solución sería la creación de un Estado binacional con la desaparición del Estado de Israel.

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Feroz, elegante y combativa, como lo fue siempre su sola presencia —mirada profunda, cabellos oscuros y, posteriormente, un blanco mechón— Sontag también fue militante feminista (aunque sus temas jamás se limitaron a un enfoque de género). Una experiencia memorable sucedió durante la celebración de la reunión del PEN en Nueva York, en 1986. Varias mujeres, miembros de la asociación, protestaron ante su presidente Norman Mailer, por la ausencia virtual de mujeres en los jurados, a lo que el escritor replicó: «Teniendo en cuenta que la formación de los jurados es, en buena medida, intelectual, no hay muchas mujeres que sean como Susan Sontag, es decir que en primer lugar sean intelectuales, y en segundo lugar poetas y novelistas. Hay más hombres que son primero intelectuales, así que hay una tendencia a escoger más hombres que mujeres». A pesar del «elogio», Sontag manifestó su solidaridad con el grupo feminista que decidió abandonar el congreso, y asistió a los encuentros que dieron lugar al PEN de mujeres. En la votación siguiente fue elegida presidenta del PEN. 

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En una entrevista memorable con el escritor británico John Berger, para su programa Voices, en 1983, Susan Sontag habla sobre su proceso creativo a la hora de escribir ficción. 

—Cuando algo me lleva a escribir una historia es porque escucho lenguaje en mi cabeza. Escucho una oración; escucho una voz; escucho voces; y de ahí parto.

—Como un dictado —interviene Berger. 

—Sí, un dictado al que después puedo revisar muchas veces. (…) Aunque en realidad se trata más bien de una inducción. Es decir: tengo estas líneas reales sobre la página, ¿qué puedo hacer con ellas? (…) Una vez llegué a escuchar la última línea: Yo, Sísifo. Me aferro a mi roca, sin necesidad de que me encadenen. Por lo tanto, para mí es un proceso de invención íntimamente conectado al lenguaje, con el tono, con la voz.

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Susan Sontag vivió muchos tipos de guerra, pero nunca bajó la guardia. Ni siquiera —o sobre todo— frente a la enfermedad, que acabó por dinamitarla. Tres cánceres la atacaron en diferentes épocas; a dos de ellos sobrevivió, pero el tercero acabó con su vida el 28 de diciembre de 2004. Tenía 71 años. 

—Las preguntas interesantes son aquellas que destruyen las respuestas —decía. 

¿Será eso la vida?

¿O la muerte?

En 2012, la visité en el cementerio parisino de Montparnasse, a pocos metros de Man Ray, Joseph Proudhon y Samuel Beckett, cuya tumba —recuerdo— era de mármol gris y muy sencilla, nada de adornos ni de flores, apenas dos tickets de metro bajo un par de piedrecitas. Igual de sobria y elegante era la tumba de Sontag, tan impecable que su negra superficie acababa siendo el espejo de dos árboles. ¿Qué mejor homenaje que su frondoso reflejo meciéndose? 

«Escribir bien es la mejor revancha», dijo alguna vez. 

Ahora lo sé, incluso la muerte la escuchaba.


TOMADO DE:

Revista Rocinante 134

Diciembre 2019

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