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¿Qué ocurre cuando las prácticas y los principios del discurso, la deliberación, la ley, la soberanía popular, la participación, la educación, los bienes públicos y el poder compartido que conlleva el gobierno del pueblo se someten a la organización económica?
Wendy Brown
En un siglo cargado de ironías políticas, quizá no haya una más grande que esta: al final de la Guerra Fría, mientras los especialistas clamaban un triunfo mundial de la democracia, se desataba una nueva forma de razón gubernamental en el mundo auroatlántico que inauguraría la demolición conceptual de la democracia y su evisceración sustantiva. Habiendo transcurrido treinta años, la democracia occidental se tornaría adusta, fantasmal, y su futuro sería cada vez más elusivo e improbable.
Más que solo saturar el significado y el contenido de la democracia con valores del mercado, el neoliberalismo ataca los principios, las prácticas, las culturas, los sujetos y las instituciones de la democracia entendida como gobierno del pueblo. Antes que solo arrancar la carne de de la democracia liberal, el neoliberalismo también menoscaba las expresiones más radicales de la democracia, aquellas que estallan ocasionalmente en la modernidad euroatlántica y que compiten por su futuro presentando formas más robustas de la libertad, de la igualdad y del gobierno popular que aquellas que podría presentar la versión liberal de la democracia.
La aseveración de que el neoliberalismo es profundamente destructivo para el carácter y futuro de la democracia en cualquiera de sus formas tiene su premisa en un entendimiento de este, el neoliberalismo, como algo más que un conjunto de políticas económicas, una ideología o una reconfiguración de la relación entre el Estado y la economía. Más bien como un orden normativo de la razón que a lo largo de tres décadas se convirtió en una racionalidad rectora amplia y profundamente diseminada, el neoliberalismo transforma cada dominio humano y cada empresa —junto con los seres humanos mismos— de acuerdo con una imagen específica de lo económico, Toda conducta es una conducta económica, todas las esferas de la existencia se enmarcan y miden a partir de términos y medidas económicas, incluso cuando estas esferas no se moneticen directamente. En la razón neoliberal y en los dominios que gobierna, solo somos homo aeconomicus, y lo somos en todos lados, una figura que por sí misma tiene una forma histórica específica. Alejado de aquella figura de Adam Smith impulsada por un deseo natural de «permutar, trocar e intercambiar», el homo aeconomicus actual es un fragmento de capital humano intensamente construido y regido al que se le asigna la tarea de mejorar su posicionamiento competitivo y hacer uso de él, así como de mejorar su valor de portafolio (monetario y no monetario) en todas sus iniciativas y lugares. Están, también, los mandatos —y por consiguiente las orientaciones— que delinean los proyectos de los Estados neoliberalizados, las corporaciones, los pequeños negocios, las organizaciones sin fines de lucro, las escuelas, las consultorías, los museos, los países, los académicos, los artistas, las agencias públicas, los estudiantes, los sitios web, los atletas, los equipos deportivos, los programas de posgrado, los proveedores de salud, los bancos y las instituciones legales y financieras globales.
¿Qué ocurre cuando ese orden de razón y gobernanza reconstruye los preceptos y los principios de la democracia?, ¿cuando el encomio de incrementar el valor de capital y mejorar el posicionamiento competitivo y las calificaciones de crédito desplaza el ideal del autogobierno individual y colectivo, así como las instituciones que lo respaldan? ¿Qué ocurre cuando las prácticas y los principios del discurso, la deliberación, la ley, la soberanía popular, la participación, la educación, los bienes públicos y el poder compartido que conlleva el gobierno del pueblo se someten a la organización económica? Estas son las preguntas que animan el presente libro.
Plantear estas preguntas implica ya desafiar las nociones, bastante difundidas, de que la democracia es el logro permanente de Occidente y, por lo tanto, no es posible perderla; de que solo está compuesta de derechos, libertades civiles y elecciones; de que la protegen las constituciones en combinación con los mercados libres de obstáculos; y de que se puede reducir a un sistema político que maximiza la libertad individual en un contexto de orden y seguridad proporcionados por el Estado. Estas preguntas plantean también un desafío a la idea democrática liberal de que los seres humanos tienen un deseo natural y persistente de democracia. En su lugar, supone que el autogobierno democrático debe valorarse conscientemente, culturizarse y estar al cuidado de personas que buscan practicarlo, y que debe resistir de modo vigilante una miríada de fuerzas económicas, sociales y políticas que amenazan con deformarlo o infringirlo. Presuponen la necesidad de educar a la mayoría para la democracia, una tarea que crece conforme aumenta la complejidad de los poderes y los problemas a tratar. Por último, estas preguntas presuponen que la promesa de un gobierno compartido por el pueblo vale la pena como un fin en sí mismo y como un medio potencial, aunque inseguro, para otro bienes posibles, que van de la prosperidad humana a la sustentabilidad planetaria.
La democracia, que difícilmente es el único valor político destacado y está lejos de ser un seguro contra trayectorias oscuras, puede ser aún más importante para un futuro habitable de lo que reconocen los programas de izquierda centrados en la gobernanza mundial, el gobierno de los expertos, los derechos humano, el anarquismo, o que postulan versiones no democráticas del comunismo.
Ninguno de estos supuestos debatibles tiene fundamentos divinos, naturales o filosóficos, y ninguno se puede establecer a través del razonamiento abstracto o de la evidencia empírica. Son convicciones animadas por la contemplación erudita de la historia y el presente, y por la discusión, y nada mas.
TOMADO DE:
Revista Rocinante
132
Octubre 2019