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Uno de los gestos más interesantes de la literatura contemporánea —por lo menos desde cierta perspectiva— es aquel que pone en duda los límites entre los diferentes géneros, entremezclándolos, reinventándolos al fusionarlos. Y, más desafiante aún, aquel que pone en entredicho los límites entre ficción y no-ficción. El discurso literario, desde sus lógicas eclécticas, se ha nutrido siempre de las investigaciones —formales o informales— realizadas por los escritores para sus obras. Que un autor literario tenga que «investigar» —que es lo mismo que decir tenga que «conocer el mundo»— para escribir, no es una novedad. Sin embargo, siempre vale revisar algunas novelas memorables que, construyendo un artificio, han presentado a la investigación como uno de sus recursos literarios más importantes, develando dicho mecanismo, incluso, desde la primera línea de la narración.
Emmanuel Carrère o la información que perturba
En el año 2002, este escritor francés publica la novela El adversario, una pequeña obra maestra. Las apenas 120 páginas de la novela breve relatan la vida de Jean-Claude Romand, un célebre mentiroso que termina por asesinar a su esposa, hijos y padres cuando estos descubren sus constantes farsas. El personaje edificó su máscara desde los 18 años, haciéndose pasar por médico durante algunas décadas, malgastando el dinero que sus padres y suegros han ahorrado durante toda su vida en ciertas inversiones falsas; y, cuando es descubierto, prefiere asesinar a quienes tienen la certeza de sus imposturas. Carrèrre crea un lenguaje frontal que parodia al del periodismo, tratando de convencer al lector de que se encuentra frente a un testimonio que pone en duda las diferencias entre lo «real» y lo «imaginario».
Durante todo el proceso de lectura, se debe volver al inicio para recordar que lo que se está leyendo es ficción. Poco a poco, se va presentando información que configura toda la psicología de este personaje que, de a poco, se va desbocando. Lo interesante de El adversario es la presentación del malhechor como un personaje cotidiano —no se trata de un psicópata ansioso de venganza, violencia y sangre—, que podría convivir en nuestras ciudades, que podría ser cualquiera de nuestros vecinos. Romand, según el relato de Carrère, es un tipo ordinario que, como único defecto, ostenta el arte de «mentir» —y, sobre todo, de mentirse a sí mismo— hasta las últimas consecuencias. De allí su elemento perturbador.
Ahora, lo fascinante del método del escritor es la profunda investigación que realizó para la novela, pues llegó a interesarse tanto por el caso que hasta logró acceso a Romand, y lo entrevistó en varias ocasiones. Sus miedos, cuando el asesino le contacta desde la cárcel, también están presentes en la narración, dejando ver que la separación entre realidad y ficción es solo una ficción más. La editorial Anagrama, como estrategia de publicidad, realza este hecho: «Yo entré en relación con él, asistí a su proceso, dice el autor. He intentado relatar con precisión, día tras día, esta vida de soledad, de impostura y de ausencia. Imaginar lo que bullía en su mente a lo largo de las horas vacías, sin proyecto ni testigos, cuando se suponía que estaba trabajando y en realidad pasaba el tiempo en parkings de autopistas o en los bosques del Jura. Comprender, en fin, lo que en una experiencia humana extrema me ha tocado tan de cerca y que nos afecta, creo, a cada uno de nosotros».
Truman Capote o el cronista embustero
A propósito de este contacto entre Càrrere y Romand, de este intercambio de correspondencia y de las visitas que el escritor realiza al asesino, se desprende una pregunta: ¿qué tan ético —en función de la literatura, por supuesto— supone el tener como «informante privilegiado» justo al responsable de los acontecimientos relatados? Dentro de la mitología de la literatura, está la historia de Truman Capote con su novela A sangre fría, publicada por primera vez en 1966.
En ella, el narrador sigue, paso a paso, el brutal asesinato de una familia en Kansas por parte de Dick Hickock y Perry Edward Smith. Capote fue asignado para «cubrir» periodísticamente el suceso pero, ya en el «campo», se entusiasmó con la historia, y se tomó unos años para escribir una potente novela. Se supone que Capote inagura el Nuevo periodismo, que consiste en llevar a cabo una exhaustiva investigación de hechos reales que son relatados de forma literaria, utilizando recursos de la literatura y, además, con sus posibilidades de ficcionalizar.
Ya desde los años 60 del siglo pasado, esta tendencia empieza a ganar adeptos, entre lectores y escritores, en el mundo entero. Sin embargo, volviendo al caso concreto de Capote, se debe recordar que el escritor tuvo acceso —muy parecido al de Carrère— a los dos criminales. ¿Cuál es exactamente la justificación de Truman Capote para entrevistarlos?, ¿les anunció que su punto de vista los describiría como brutales asesinos?, ¿mentiría para poder acceder a información más precisa y delinear así la psicología de sus personajes?, ¿mantendría a sus informantes al tanto de lo que pretendía hacer? Tal vez el cronista embustero aprovechó su relación con Hickock y Smith para descubrir los detalles que harían de su relato uno de los clásicos contemporáneos. Y por ello es que, aún ahora, 53 años después, se continúa promocionando la novela de la misma forma que la definió el New York Times cuando apareció: «Un “relato verdadero” extraordinario, escalofriantemente emocionante, increíblemente escrito».
Tom Wolfe o la maldad de la vita cotidiana
En su vida, relacionada siempre con el periodismo y con la posibilidad de innovar dentro de ese oficio y de la literatura, Tom Wolfe publica cuatro novelas. Cada una de ellas —siendo tal vez La hoguera de las vanidades la más conocida— acude a la investigación como método literario de creación. El autor ha investigado muchísimo alrededor de una temática y, a partir de esas impresiones, construye mundos contemporáneos que retratan la vida ordinaria dentro de la cual él mismo se encuentra inmerso.
Sin embargo, será en Soy Charlotte Simmons, publicada en 2004, donde se ponga a prueba este método de escritura. La novela relata la vida de una brillante estudiante de Carolina del Norte que obtiene una beca para acudir a la prestigiosa Universidad de Dupont. Wolfe, ya desde el inicio, conflictúa la migración académica al presentar a esta inteligente muchacha teniendo varios problemas para adaptarse a un nuevo contexto. En la universidad —en contraste con su forma puritana de mirar el mundo—, lo más importante son el sexo, las drogas, el alcohol; pero, sobre todo, la opinión que sobre uno construyen los demás, y no el conocimiento y los libros, tal como imaginaba la protagonista. La muchacha, que además es menospreciada por venir de un «pueblo pequeño», vive el conflicto de estar expuesta a una serie de maldades que la vuelven un objeto de burla general. Una de ellas —que parece tan contemporánea y tan cercana— es emborracharla para, justamente, dejarla expuesta en una reunión en el campo de fútbol. No es que la desnuden por completo sino que, menos escandalosamente, la dejan en «posiciones comprometidas». Según se puede leer la novela, no hay crimen, y sin embargo Wolfe describe la maldad de la que somos capaces los seres humanos si tenemos la oportunidad. Pero, volviendo al tema central, cada uno de los personajes, cada uno de los acontecimientos de esta novela, ¿pertenece a ese Nuevo periodismo? El lector ya no lo sabe. La ficción y la no-ficción han terminado por confundirse.
TOMADO DE:
Revista Rocinante
#130
Agosto 2019