El Destino, de Pedro Jorge Vera, primera novela policial ecuatoriana

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Y tres sanguinas con Palacio al fondo

            Dado que las pruebas tipográficas de un libro se imprimían por una sola cara, al legajo que aparecía sobre el escritorio del corrector de pruebas se lo veía muy voluminoso. Unos quince centímetros de alto. Cuando los preguntones se enteraban de quién era su autor, exclamaban:

            –¡Ah, el mono Vera, autor de Los animales puros! ¿Son sus obras completas?

            –No –les respondía el corrector–, son “nada más que cuentos”.

            Y así fue bautizado el libro que recogía la narrativa corta escrita hasta entonces por su autor, con el agrado de sus cómplices y encubridores, entre los que vale nombrar a Diego Cornejo Menacho, editor del libro y diseñador de la carátula –fondeada con un collage de muñequitas de trapo de Osvaldo Viteri–, y a Gonzalo Pesántez, empresario gráfico que imprimía al fío. Ya impreso el libro tuvo más de mil páginas y su colofón databa “setiembre de 1979”. Los siguientes veinte años Pedro Jorge seguiría escribiendo novelas y cuentos hasta morirse.

* * *

¿Cuántos escritores ecuatorianos habrán acuñado tantas páginas con nada más que cuentos? El prestigio de Los animales puros ha convertido a esa novela en un sucedáneo del autor y ha opacado injustamente al resto de la obra de Vera, pero, en especial, a su relatística, conformada por cuentos cortos, relatos elípticos y una novela breve. En efecto, en Nada más que cuentos, el libro primero es Luto eterno y otros relatos (1953), donde formando parte de él aparece El Destino, que no es un cuento ni un relato, sino algo más: una novela breve. Y no solo una novela breve, sino la primera novela policial ecuatoriana. (Aquí cabe una sanguina con Palacio al fondo: Un hombre muerto a puntapiés es reputado como el inicio del género policial en Ecuador. Podría serlo en términos generales, pero con dos precisiones: no es una novela y no es un trasunto de lo policial, sino todo lo contrario, es su negación conforme al talante del autor, es su sátira, enmarcada en la línea cultivada por iconoclastas del género como Carlo Emilio Gadda con su El zafarrancho aquel de Via Merulana, (nombrada por Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio y con un prólogo erudito en la edición cubana). En Ecuador esa irreverencia al género policial ha sido acolitada casi cincuenta años después por Leonardo Wild en  su novela El caso de los muertos de risa.

            El aporte de Pedro Jorge a la narrativa del siglo XX es inmenso, no sólo por discordar con la férula maniquea del realismo a ultranza a través de “personajes que piensan” (Adoum), también con el ejemplo “del escritor que piensa con independencia; y, gracias a ese anhelo de crítica en libertad, sus personajes experimentan el acto del pensar como una demanda ética despojada de verdades absolutas” (Balseca); también por las novedades formales como la circularidad (en Ya viene Rosario y en otros); o los recursos técnicos que permiten escuchar la interioridad de los personajes, escucharles pensar y no solo hablar, haciendo gala de tonalidades y ritmos.

El carácter policial

Para que una pieza narrativa tenga el carácter de policial, es necesario que haya un delito, una víctima y un investigador que, junto al lector, vaya deconstruyendo la historia para hallar al culpable. El investigador de Vera en El Destino es un joven guayaquileño, Ernesto Calderón, ex becario en Buenos Aires, donde conoció a su condiscípulo Fernando Castello, con quien comparte la aversión a los códigos y el entusiasmo por la vida donjuanesca. Ninguno termina la carrera. Calderón invita al argentino a venir al mítico trópico. “Me entusiasma tu invitación. Este Buenos Aires se halla demasiado frío para el amor y para el alma. Estoy hastiado de sus medias tintas, de su disciplina, de sus discretos colores burgueses. Quiero penetrar en regiones salvajes donde el amor es violento, infernal, primitivo; donde reina la Naturaleza y no una civilización de artificio”.

            El argentino llega al puerto y luego se adelanta a la hacienda El Destino, mientras Calderón queda en la ciudad atendiendo unos asuntos judiciales pendientes. Sin embargo, antes de que Calderón pueda integrarse al campo y brindarle su compañía al amigo, sucede algo inesperado: el joven argentino es devuelto a Guayaquil convertido en un guiñapo humano atacado de insania. Calderón acusa un complejo de culpa por haberlo invitado y decide investigar las causas de la súbita enfermedad.

            El peón que lo ha retornado desde la hacienda es sumamente parco, no le da razón de qué es lo que le ha sucedido:

            –No sé nada, patrón. Allá en El Destino nadie sabe nada”.

            Calderón tiene el pálpito de que ahí hay gato encerrado (alegoría que bien podría definir al género), “algo quiere ocultarme, algo hay que descubrir”.  Va a la hacienda a averiguar, parte de “vagas presunciones”, anida ligeras sospechas. Procede por inducción, va de lo poco que sabe a lo mucho por saber. (También en Un hombre­ muerto a puntapiés el investigador se refiere al método: “La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. (…) Hay dos métodos: la deducción y la inducción [Véase Aristóteles y Bacon}][﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ la antropofagia, dondablar, haciendo gala de tonalidades y ritmos.anda  crkde las novelas sobre la antropofagia, dond]. La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido”).  Las averiguaciones de Calderón lo llevan a enterarse de la comisión de un crimen que termina con una espeluznante escena.

            Desde el primer planteamiento de la novela Pedro Jorge Vera encara la historia con magistral dominio del género. Las interrogaciones primero y las pistas después van dosificándose en la trama a fin de inmiscuir al lector en la curiosidad de conocer, de descubrir. La contención argumental es el atributo principal en el género policial, hay que anticipar todo lo que sea incertidumbre y dejar las certezas para el final, no hay cómo violentar ese tiempo sagrado de tenerle al lector sujeto por la manga, divagando, intuyendo, cayendo y saliendo de las trampas y falsos caminos, viviendo la obsesión del investigador, y si bien los dos avanzan de la mano, el narrador debe de tener la carta escondida precisamente en la manga del lector, pues ya le ha dado indicios, que si bien no han soltado la prenda final, toman relevancia al concluirse la historia. El final siempre está latente, oculto en el meollo del asunto, permanece invisible en el transcurso de la historia, se visibiliza con sorpresa, con la sorpresa que es la cara oculta de la lógica, no un final gratuito tomado de los cabellos. En este caso, la historia avanza al punto de despejar las dudas de quién es el que cometió el crimen y por qué, pero el narrador se guarda la carta macabra: la forma cómo se ha ejecutado el crimen y la importancia que tiene este hecho en el desquiciamiento del joven huésped.

 (Una última sanguina: El narrador de Un hombre muerto a puntapiés es un estudiante. El narrador del siguiente cuento, El antropófago, en el orden del libro de Palacio, es también un estudiante, a saber, de criminología; ¿se trata del mismo narrador, del mismo estudiante? Si es así, entre el primer caso –12 de enero– y el del antropófago –23 de marzo–, transcurren apenas tres meses y medio. ¿Tenía Palacio la intención de crear un investigador tipo, un personaje detective, externo al cuerpo policial, que resolviera los casos por inducción?).

El tema de la antropofagia

            La escena macabra de El Destino es la venganza que ejerce Reinaldo Gavica, tío de Calderón y  dueño de la hacienda, contra el joven amigo de su sobrino, por celos. Decide matar a su mujer y trocearla para servirla en una cena al fortuito amante. Cuando éste se entera de qué carne es la que ha comido se vuelve loco.  Las descripciones son magistrales y por este motivo El Destino ha pasado a integrar la Antología de novelas sobre la antropofagia, donde consta, sin ser novela, El Antropófago, de Palacio, así como en otra nómina internacional consta con error El Antropófago, de Juan Montalvo, ensayo donde el ambateño habla más bien de la antropofagia social, del hombre lobo del hombre y de temas menos horrorosos como la envidia, la falta de fe, la ingratitud… Otro cuento sobre el tema de la antropofagia es Grafiti, de mi autoría, y seleccionado por Cecilia Ansaldo en  Antología del cuento ecuatoriano (Alfaguara, 2011).

            De las novelas de tema antropofágico la que me ha impresionado hasta la pesadilla es El sabor de un hombre, (Zagrev 1995, Anagrama 2001) de la novelista croata Slavenka Drakulik. De no ser porque estoy excedido del límite convenido para esta reseña copiaría unos párrafos marcados. Pero, al menos, me permito recomendarlas a que las lean si, como lectores de crímenes de papel, aún se encuentran en sus cabales.

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