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Imre Kertész, por encima del reconocimiento otorgado por el Premio Nobel de Literatura, llevará siempre asociado a su nombre, a su vida y a su obra, el título de “superviviente de Auswitz”.
Sin embargo, no podemos olvidar que, a diferencia de otros muchos supervivientes, no emigró al estado de Israel ni a América, huyendo del antisemitismo. Por el contrario, el final de la Segunda Guerra Mundial y su liberación de los campos de la muerte, le llevaron de vuelta a su Budapest natal, sólo para encerrarse en otro horror, bajo las diversas etapas por las que pasó el comunismo en Hungría.
Cree Kertész que, precisamente el haber vivido bajo una dictadura, le alejó del suicidio, idea con la que ocasionalmente trataba de hacer soportable su vida. A diferencia de Primo Levy, Améry y otros tantos, Kertész no tenía que enfrentar un presente de relativa felicidad social, de democracia apacible que hiciera evidente su situación desacompasada en el mundo. La idea de la muerte de Dios tras Auswitz, de desarraigo profundo y desapego por sus congéneres que marcó la vida de otros famosos supervivientes, empujándoles a una muerte como huida de un mundo que les resultaba insoportable, no destrozó la vida de Kertész quien, bajo la opresión comunista tenía una vida lo suficientemente inquietante para que su desarraigo quedara disuelto junto con el del resto de ciudadanos que vivían bajo la “ocupación temporal” soviética.
Precisamente es la etapa final del comunismo en Hungría lo que desata la fiebre escritora de Kertész, que perdura hasta la fecha con libros como Sin destino, Fiasco, Kaddish por el hijo no nacido, Diario de la galera, Yo, otro o Liquidación. Reacio a entroncarse en la “literatura del Holocausto” y al propio término Holocausto (cuya etimología es “todo quemado”) dado que presupone la total eliminación, la muerte absoluta, lo que coloca a los supervivientes en una delicada posición. No son sino una excepción dolorosa, ajena al mito creado en torno al exterminio, la negación del propio término Holocausto. Kertész prefiere centrarse en su obra como Literatura, como expresión de su visión del mundo y no como reflejo del horror de las cámaras de gas.
El debate entre ficción y realidad, sus territorios comunes y sus variantes espurias (la historia o biografía novelada) son temas apasionantes en manos del autor húngaro quien se resiste a que su obra sea interpretada en una clave puramente biográfica. La ficción se nutre de elementos de realidad, históricos, pero crea con dichos elementos un nuevo mundo, alienta una vida independiente de la del autor.
La cartuja de Parma no adquiere la condición de testimonio real por el hecho de reflejar los campos de batalla de Waterloo; Guerra y Paz de Tolstoi no es leída como la descripción de la campaña rusa de Napoleón, al contrario, se aprecia en ella su mérito literario, su capacidad para reflejar las profundidades del alma humana expuesta a condiciones extremas. Así hay que enjuiciar sus obras, señala Kertész, que toman sus referencias del mundo del propio autor pero que no quedan encerradas por éste ni se justifican en él.
Este interés del autor por marcar una diferencia entre la ficción y la realidad se asienta en la concepción misma de Dossier K. que toma la forma de entrevista que el propio Kertész se hace a sí mismo. Aquí, la ficción (la simulación de un diálogo entre dos personas) se confunde con la realidad (el material de las respuestas del Kertész entrevistado).
La entrevista se adapta con relativa fidelidad a un esquema cronológico por el que desfila la infancia del autor, el divorcio de sus padres, su convivencia con las nuevas parejas de sus progenitores, sus cambios de domicilio, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, su viaje a los campos, su regreso, su época de periodista y escritor teatral para lograr el sustento, su creciente labor literaria, su “exilio” reciente a Berlín superada la indiferencia de la crítica de su país, sus dos matrimonios, etc.
La perfecta estructuración en el juego de pregunta y respuesta da cierta verosimilitud al formato permitiendo que las abundantes repeticiones y las abundantes referencias a las obras del autor no resulten forzadas o reiterativas. Muchos son los temas que afloran en las páginas de Dossier K. desde el papel de la Literatura bajo una dictadura en la que un funcionario dictamina la corrección de una obra, los autores que marcaron a Kertész en su juventud, su visión del judaísmo, sus ideas políticas, etc.
Pese a que el diálogo resulta fresco y el entrevistador se complace en contradecir a su entrevistado, a resaltar sus contradicciones, exigir mayores precisiones, el lector no puede dejar de ser consciente del juego al que es sometido. Es el propio Kertész quien, como un pequeño Dios, elige tanto las preguntas como las respuestas, los detalles escabrosos que quiere desvelar y, por tanto, aquellos sobre los que no desea pronunciarse. Por tanto, y coherentemente con sus ideas, se debe considerar este libro más desde el punto de vista de la ficción que desde el punto de vista del testimonio.