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¿Cómo definir una ciudad?¿Cómo dibujar su contorno y su esencia, sus días de gloria o sus peores vivencias? ¿Cómo alcanzar el conocimiento de todas sus caras, sus gentes?¿Su pasado y su futuro? Tarea imposible, sin duda. Los optimistas dirán que, como siempre, conocer el pasado nos dará claves para interpretar el presente o adivinar el futuro, pero quizá sea el entorno, el momento histórico el que mejor permita entender una sociedad. Para visitar el pasado recurrimos a relatos de quienes allí vivieron, a interpretaciones de historiadores y cronistas que, aunque no vivieron ese tiempo ni ese lugar, creen tener la información suficiente para trazar con mano firme el perfil preciso. Sin embargo, ¡qué experiencia es poder formarse una impresión de primera mano, directa, sin intermediarios! ¡Qué oportunidad acercar nuestra nariz curiosa a las calles, a las plazas y a los patios, a las gentes y sus ropas, a los comercios donde compraban y a los vehículos en los que se movían!. La fotografía permitió, desde finales del siglo XIX, recopilar toda esta información, en muy variados estilos. Desde las fotografías organizadas aún al modo de escenas pictóricas, a los retratos oficiales, cargados de artificiosidad; desde las fotografías más naturales, a las más solemnes que perpetuaban un momento relevante (una boda, un bautizo, o un retrato para la apenada esposa antes de partir a una guerra). Pero sólo pasados varios decenios, perdido el recuerdo del mundo retratado, estas imágenes van adquiriendo un significado diferente. Es entonces cuando comienzan a publicarse los primeros volúmenes de fotografías antiguas, de imágenes de época. Es sólo entonces cuando esas fotografías dejan de ser miradas para recordar y comienzan a observarse para comprender, para asimilar. No basta leer que a finales del siglo XIX las calles se llenaban de fango en cuanto llovía, que los adoquines escondían charcos que salpicaban continuamente el pantalón de los caballeros y las puntillas de los trajes de las damas. No basta con saber que hubo un tiempo en el que sólo un harapiento podía admitir salir a la calle sin portar un sombrero, espléndido o miserable, lustrado o sucio; constatar ese hecho, verlo con los propios ojos es la mejor forma de acercarse a un tiempo que ya no existe. Contrastar la imagen del pasado con la del presentes es parte del encanto de dichas fotografías: las calzadas abriendo sus carnes a los raíles de los tranvías, los toldos de los comercios tapando totalmente los escaparates, el adoquinado frente al simple asfalto de nuestros días, una fuente en el centro de una glorieta, hoy desaparecida a mayor gloria del tráfico infernal, … Sin embargo, La perdida Ciudad Judía de Praga es un libro de fotografías (también algunos grabados) que trata de acercarnos a un mundo que ya no existe, no sólo porque su tiempo pasó, sino porque sus edificios, sus calles y recovecos fueron destruidos pocos años después de la fecha en la que su imagen fue congelada para la posteridad. Tan sólo la silueta del Ayuntamiento Judío (donde Kafka hizo su vibrante lectura de su texto a favor del idioma y teatro yiddish) o de la Sinagoga Staranová (en cuyo ático se esconden los restos del Golem), surgen como sombras fantasmales aún reconocibles. Como parte de un programa de saneamiento, algunos judíos se opusieron alegando que se trataba de destruir su comunidad, prácticamente todos los edificios (algunos de la época barroca o anterior, de cierto valor arquitectónico) fueron demolidos y sus tortuosas callejas reconstruidas al modo racional del cuadrilátero, allí donde ello fue posible. Fachadas modernistas ocuparon el lugar de antiguas casas con patios por los que corrían niños harapientos y en los que descansaban carros tirados por caballos. Asomarse a estas imágenes es observar un barrio, un estilo de vida e incluso una concepción de las ciudades y del modo en que se organizan sus diversas comunidades, de las que ya no tenemos memoria (quizá por ello, los centros de muchas de nuestras ciudades comienzan a parecerse a alguans de esas imágenes en sepia). Esas fotografías se amoldan perfectamente al mundo reflejado por Gustav Meyrink en El Golem. Las casas apiñadas, los callejones cortados, las buhardillas construidas donde ya no parecería posible asentamiento arquitectónico alguno, balcones corridos en patios de vecinos, casi al estilo de las corralas; todo parece coincidir con lo descrito por el autor que, sin embargo, escribió su obra cuando el Barrio Judío sólo era un recuerdo y cuando ni siquiera él residía en Praga, alejado por oscuros episodios de su vida praguense. Por contra, nada encontraremos que nos evoque a los personajes de Kafka, hijos más bien de la ciudad nueva y de su burócrata diseño. Esta obra es una adaptación de otra mayor, dedicada a la ciudad de Praga publicada por Katerina Beckova y que trata de reflejar, casi enciclopédicamente, la imagen pasada de Praga. Esfuerzo encomiable que debiera servir de ejemplo para otras ciudades, tan preocupadas por su futuro que apenas logran despegarse de su pasado.