- Clickultura
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Si no fuera porque somos nosotros los que estamos adentro,
dijo el Capitán,
se podría pensar que todo esto es, bueno, un poco
ridículo.
Aunque la palabra clave es desafío: la palabra
que nunca oiremos pronunciar en
la cabina–
La tripulación
suele estar más interesada en otras, como por ejemplo inspiración
o fe.
Lo importante –así
de arbitraria es la poesía– es que éste
es el avión más grande concebido por
la mente humana. No tiene
asientos, ni cinturones de seguridad,
ni nada de eso. Es como un gran salón vacío
y está aquí: en Lima,
en esta parte más bien picante de
Sudamérica.
¿Que por qué está aquí?,
en verdad
no tengo idea. Supongo que desaparecer
es una forma de turismo
peculiar–
y las preguntas difíciles son servidas
siempre
luego del postre.
Los gigantes remaches de acero sobre la redondez
un poco exagerada
de las alas,
las turbinas,
el fuselaje.
Cualquiera diría que el hecho de que las ruedas giren
y aún no despeguemos
no tiene en realidad la menor importancia.
(También podríamos preguntarnos
qué puede ser equivalente a pellizcarse un brazo
cuando estamos encerrados en una pesadilla
en la que no hay tacto).
El Capitán suda, respira con fuerza,
se frota las manos
como una mosca
mientras contempla la peligrosa belleza
del tablero de mando.
El Capitán
sabe, desde luego, que podría quedarse sin trabajo
si los pasajeros se pusieran repentinamente sentimentales
y empezaran a notar
cómo de pronto les brotan unas horribles plumas
de la cara y
de las manos
o cómo el cuerpo
se les encorva en un breve
temblor
y define su postura de ave rapaz
o de carroña–
y no estamos hablando de moral
sino de apetito.
Pero ninguna de esas cosas sucede,
desde luego.
Allá están todos. El gordo Alfonso con sus gruesos anteojos
de carey
y su camisa celeste,
y esa casaca siempre demasiado delgada
para la estación.
O el vecino de la casa amarilla
que parecía existir solo para regar su metro y medio de jardín.
(Ahora camina unos pasos con las manos atrás,
y puedo ver su pelo canoso, desordenado, y sus ojos
fríos pero turbios
como una pecera de peces muertos).
O mi papá levantando la mano y protegiéndose del sol.
(Alcanzo a escuchar
que le dice algo a mi hermano acerca del volumen del aparato,
acerca del amplio recorrido
antes del despegue. O eso
me parece).
¿Y yo?, yo quiero hacerme el duro,
pero a mí también me hiere la luz. Y me hace sentir un poco avergonzado.
Y cuando pienso que el movimiento debe ser
por fin hacia arriba
la gravedad
se apodera de todo
y la inmensa masa metálica vira pesadamente
hacia la izquierda–
se abren solas unas puertas
que jamás había visto
y estamos
en la calle.
Desde los autos
y las veredas
surgen ojos que observan la escena como si observaran una hoja caída
volviendo ingenuamente
a la rama desnuda–
las alas parecen rozar
los letreros y los postes de luz.
Entonces pienso que debería escribir algo
sobre la pequeña voluntad
y el gran deseo–
pero no lo hago.
Le miro las piernas a una aeromoza y ella sonríe,
y en un susurro impostado
me dice:
Al final de la pista no hay literatura.
Diego Otero es un poeta nacido en Lima, Perú, en 1973. Ha publicado los poemarios Cinema Fulgor (Colmillo Blanco, 1998), Temporal (Solar, 2005), y Nocturama (AUB, 2009). A propósito de este libro el poeta Eduardo Chirinos escribió: «Un libro al que calificaría de brillante si no fuera porque todas y cada una de sus páginas buscan la opacidad». En colaboración con el músico Santiago Pilllado y el diseñador gráfico Goster, Otero publicó en 2006 el proyecto artístico en formato de libro «La Grabadora. The Sound Of Periferia», que se presentó como parte de la muestra antológica «Tránsito de imágenes (Puntos de fuga hacia el arte último)», en el MALI, bajo la curaduría de Jorge Villacorta. En 2018 publicó la novela corta Días laborables (Penguin Random House), sobre la cual el novelista y crítico Luis Hernán Castañeda escribió: «Casi cada párrafo contiene un hallazgo que revela epifanías». El califato de Lima (AUB, 2021) es su más reciente libro.