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El día de la onomástica de mi vecino y aristocrático compañero el conde, se celebró durante su estancia en la Alhambra, con cuyo motivo hubo una fiesta familiar, congregando a su alrededor a los miembros de su familia y a toda la servidumbre, además de los mayordomos y viejos servidores que vinieron de sus distantes posesiones para felicitarlo y participar en el espléndido festín con que seguramente obsequiaría. Aquello representaba el símbolo, aunque algo desvanecido, de las costumbres de un noble español en otros tiempos.
Siempre se mostraron grandiosos los españoles en sus ideas relativas a las formas y usos sociales. Grandes palacios, pesados carruajes de lacayos y palafreneros, séquitos pomposos y holgazanes subalternos de todo tipo. La dignidad de un noble parece proporcional al gentío que vaga por sus salones, alimentado a sus expensas, dando la impresión que van a devorarlo vivo. Esto, sin duda, tuvo su origen en la necesidad de mantener huestes de partidarios armados durante la guerra contra los moros; luchas de incursiones y emboscadas, en las que un noble estaba expuesto a verse inesperadamente atacado en su castillo por una correría del enemigo, o a ser llamado por su soberano al campo de batalla.
Esta costumbre se conservó después de que terminaron las guerras; y lo que surgió por necesidad fue continuado por pura ostentación. Las riquezas que afluyeron al país con ocasión de las conquistas y descubrimientos fomentaron esta pasión por las regias instituciones. De acuerdo a esta magnífica y vieja costumbre española, en la que el orgullo desplegado está en relación directa con la generosidad, en ningún caso es despedido un criado imposibilitado, sino que se convierte en una carga durante el resto de sus días.
Todavía más: sus hijos, los hijos de sus hijos e incluso sus parientes de a diestro y siniestro, van vinculándose gradualmente a la familia. Y de esta forma se explica la existencia de esos enormes palacios de la nobleza española, que tiene un aspecto de vana ostentación por la magnitud de sus dimensiones comparado con la mediocridad y escasez de su mobiliario, y que fueron absolutamente indispensables en la Edad de Oro de España, dadas las costumbres patriarcales de sus propietarios. Eran poco más que inmensos cuarteles para las hereditarias generaciones de parásitos que medraban a expensas de cada noble español.
Estos hábitos patriarcales de la nobleza española han ido declinando de acuerdo con sus ingresos, si bien el espíritu que los inspiraba aún se conserva en triste lucha con sus menguadas fortunas. El más pobre de los aristócratas tiene siempre algún zángano hereditario que vive a costa suya y lo empobrece todavía más. Algunos que, como mi vecino el conde, conservan algunas de sus antiguas posesiones regias, mantienen una sombra del antiguo régimen, y tienen invadidas sus fincas y consumidos sus productos por generaciones de ociosos parientes.
El conde poseía ricas propiedades en varias partes del reino, algunas de las cuales abarcan pueblos enteros, si bien las rentas que percibían de ellas eran relativamente exiguas e incluso insuficientes, según me manifestó, para alimentar a las hordas de criados que vivían en ellas, los cuales se creían con derecho a vivir sin pagar tributo y a seguir disfrutando de aquella ganga, porque así lo habían venido haciendo sus antepasados desde tiempo inmemorial.
La onomástica del viejo conde me proporcionó una magnífica oportunidad de conocer la mentalidad de un español. A lo largo de dos o tres días se llevaron a cabo los preparativos previos para la fiesta. Fueron traídas de la ciudad viandas de todas clases que regalaban el olfato de los viejos e inválidos guardias, al pasar ante ellos por la puerta de la Justicia. Los criados iban oficiosamente presurosos por los patios, y la vieja cocina del palacio andaba otra vez animada por el ajetreo de cocineros y pinches, y en ella se encendía un fuego desacostumbrado.
Cuando llegó el ansiado día vi al anciano conde en actitud patriarcal, rodeado de su familia y servidumbre y de los funcionarios que administraban deficientemente sus lejanas propiedades y consumían su hacienda; mientras numerosos viejos criados caducos y protegidos vagaban perezosos por los patios y se contentaban de momento con el olor que procedía de la cocina; fue aquélla una jornada de fiesta en la Alhambra.
Los invitados se dispersaron por el palacio antes de la hora de comer, gozando del placer de sus patios y fuentes y de sus cerrados jardines; y la música y las risas resonaron por sus antes silenciosos salones.
La fiesta, ya que un señalado banquete en España es literalmente una fiesta, se celebró en la hermosa sala morisca de las Dos Hermanas. La mesa aparecía repleta de todos los exquisitos bocados de la estación: una serie interminable de platos, notoria demostración de cómo las bodas del rico Camacho, en Don Quijote, representaban el cuadro de un banquete a la española. Una franca alegría reinaba en torno a la mesa, pues, aunque los españoles son generalmente sobrios, se vuelven frecuentemente alegres en exceso, sobre todo los andaluces, en ocasiones como aquella. Por mi parte sentía cierta excitante sensación ante aquel festín que se desarrollaba en las regias habitaciones de la Alhambra, ofrecido por quien podía reclamar una remota afinidad con los reyes musulmanes, y que era heredero representativo de Gonzalo de Córdova, uno de los más famosos conquistadores cristianos.
Concluido el banquete, pasaron los invitados al salón de Embajadores, donde todos trataron de contribuir al entretenimiento general, cantando, improvisando, narrando cuentos maravillosos o bailando danzas populares con el acompañamiento de este talismán de la alegría española, que todo lo penetra, que es la guitarra.
La deliciosa hija del conde era, como solía suceder, alma y vida de la reunión y me sorprendió más que nunca su fácil y maravillosa versatilidad. Participó con algunas de sus compañeras en dos o tres escenas de una elegante comedia, representándolas con exquisito primor y cabal gracia; imitó los cantos populares italianos, unos en serio y otros en broma, con una rara calidad de voz y, según me aseguraron, con singular fidelidad; imitó, asimismo, con igual acierto, el habla, bailes, canciones, movimientos y ademanes de los gitanos y campesinos de la vega; y todo lo hizo con una gracia, donaire y delicado tacto verdaderamente fascinadores.
El mayor encanto de todo lo que hacía residía en su falta de pretensiones o de ambiciosa exhibición, en su feliz espontaneidad. Todo en ella brotaba del impulso de un momento, o del deseo de complacer una petición. Parecía no darse cuenta de lo peregrino y variado de su propio talento, y era como una niña que goza en su hogar con la alegría de su inocente e ingenuo espíritu. Me enteré, efectivamente, de que nunca había dado a conocer sus gracias en público, sino tan sólo, como en el caso presente, en el círculo familiar.
Su facultad de observación y su penetración de carácter debían ser muy agudas, ya que pocas y fugaces ocasiones se la habrían presentado de presenciar las escenas, maneras y costumbres imitadas con tanta gracia y veracidad.
–Realmente representa un enigma para nosotros –decía la condesa– de qué modo haya aprendido la niña estas cosas, pues se ha pasado casi toda la vida en casa, en el seno de la familia.
La noche se aproximaba; empezó el crepúsculo a tender su sombra por los salones, y los murciélagos a salir revoloteando de sus escondrijos. A la joven y a algunas de sus compañeras les vino el capricho de ir a explorar, guiadas por Dolores, los lugares menos frecuentados del palacio, en busca de misterios y encantamientos. Así conducidas, se asomaron medrosas a la oscura y vieja mezquita, pero retrocedieron en seguida al decirles que allí había sido asesinado un rey moro. Se aventuraron por los misteriosos rincones de los baños, asustándose con los ruidos y murmullos de los ocultos acueductos, y huyeron con fingido pánico ante la supuesta alarma de unos fantasmas moros. Emprendieron la aventura de la puerta de Hierro, lugar de triste recuerdo en la Alhambra. Se trata de una puerta trasera que da a un sombrío barranco, al que conduce un angosto pasadizo cubierto, utilizado con terror por Dolores y sus compañeras de juegos infantiles, y en el que, al parecer, sale algunas veces del muro una mano sin cuerpo que se apodera de los que pasan.
El pequeño grupo de buscadoras de hechizos se aventuró hasta la entrada de este pasadizo cubierto, pero nada las animaba a entrar en él a aquella hora de intensa oscuridad; les infundía pavor el estirón del brazo espectral.
Se decidieron, finalmente, a regresar corriendo al salón de Embajadores, en un cómico arrebato de miedo, pues habían visto en realidad dos misteriosas figuras totalmente vestidas de blanco. Las muchachas no se detuvieron a examinarlas; pero no podían haberse equivocado, pues brillaban claramente a través de la lóbrega oscuridad que las rodeaba. Pronto llegó Dolores y resolvió el problema. Aquellos espectros resultaron ser las estatuas de dos ninfas de mármol blanco, colocadas a la entrada del pasillo abovedado. Al enterarse de ello, un grave, pero también algo socarrón anciano caballero que estaba presente, abogado o asesor legal del conde, según creo, dijo que estas estatuas se relacionaban con uno de los mayores misterios de la Alhambra; que existía una curiosa historia relativa a ellas, y que, además permanecían en aquel lugar como un vivo monumento, tallado en mármol, a la reserva y discreción femeninas. Todos los presentes le rogaron entonces que contara la historia de las estatuas. El caballero hizo una breve pausa a fin de recordar detalles y refirió, en esencia, la leyenda siguiente.
TOMADO DEL LIBRO “CUENTOS DE LA ALHAMBRA”
AUTOR: WASHINGTON IRVING
EDITORIAL ESCUDO DE ORO, S.A. 1ª Edición, Marzo 1981 – en Español