La brújula de Papá Noel

Era el 24 de diciembre en el Polo Norte y los elfos se apresuraban a empaquetar los últimos regalos. Papá Noel ya estaba preparado para partir en su trineo tirado por sus ocho renos y Rodolfo, el reno de la nariz roja. Comprobó que todo estaba listo, cogió las riendas del trineo y ordenó a los renos:

– ¡Levantad el vuelo, esta noche llevaremos regalos e ilusión a todos los niños del mundo!

Emprendieron vuelo entre estrellas fugaces y auroras boreales. Sin embargo, cuando Papá Noel sacó su brújula para comprobar que iban por buen camino, se dio cuenta de que se había roto.

– ¡No puede ser! – se lamentó desesperado. – ¿Cómo encontraré el camino en esta oscuridad?

Rodolfo salió en su ayuda:

– Con mi nariz roja podremos ver en la oscuridad y encontrar el camino.

Así pusieron rumbo a la primera casa, donde un niño esperaba ansioso su regalo.

A Rodolfo le costaba ubicarse en medio de la oscuridad, pero tenía tanta ilusión por llevar los regalos que dirigió el trineo sin problemas.

Empezaron a repartir los regalos. Llegaron a una casa muy pequeña donde había muchos niños, entraron por la chimenea y al mirar a su alrededor vieron un salón frío, con pocos muebles y en un rincón un pequeño árbol de Navidad casi sin adornos.

Papá Noel dio una palmada y dijo:

– ¡Que sea un salón perfecto!

Y al instante, aparecieron unos muebles preciosos y un gran árbol con adornos y luces de todos los colores. Entonces, dejó los regalos en el árbol y salió sin hacer ruido y continuó repartiendo los regalos por todas las casas de la ciudad. Entró por chimeneas grandes, pequeñas, altas y bajas, llevando la ilusión allí donde menos la esperaban.

Cuando terminó de repartir los regalos, Papá Noel miró a sus renos, les dio las gracias y le dijo a Rodolfo:

– Guíanos de vuelta a casa.

El camino de regreso se hizo muy corto y al llegar se encontró en la puerta a todos los elfos con un pequeño regalo. Papá Noel lo abrió y se rió.

– ¡Ja, ja, ja! Gracias por esta brújula tan bonita, pero tengo la mejor de todas: ¡Rodolfo!

El reno se acercó y le acarició el brazo con su gran nariz roja. Los dos sabían que a partir de aquella noche se volverían amigos inseparables.

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