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Zaid es un poeta que, en prosa o en verso, habla con honestidad y no teme pronunciar las verdades incómodas, un ejercicio que realiza incluso consigo mismo. Las continuas reescrituras de sus poemas y los ensayos críticos sobre su propia obra perfilan un tipo de lector que la poesía actual necesita.
Gabriel Zaid cumple noventa años y no es difícil reconocer que se trata de un escritor excepcional que nos ha guiado a varias generaciones en el difícil camino de entender el lugar y la función de cada quien en la vida pública, pero también en el no menos arduo sendero de escribir y de leer poesía. Desde siempre nos ha ofrecido una ruta de higiene que lo mismo nos muestra si somos o no somos intelectuales o nos dice, con toda claridad, que nuestros libros no son más que “brizna de papel que se arremolina en las calles, que contamina las ciudades, que se acumula en los basureros del planeta. Es celulosa y en celulosa se convertirá”. Para todos, pero para los poetas en particular, tal franqueza es difícil de asimilar. La claridad, a veces, no es más que un golpe de verdad: esa, la incontestable joven que aparece en medio de la fiesta como una visita inesperada.
Zaid ha dedicado su vida a decirnos muchas veces lo que no deseamos escuchar y lo hace de manera que no tengamos dudas sobre su propósito. Un ensayo sobre el estilo de Zaid, sobre las palabras que usa, el tipo de argumentación que prefiere, etcétera, sería muy necesario para comprender cómo las formas de su elocuencia se traducen, asimismo, en disparos de verdad y lo digo a sabiendas, citando aquella frase suya donde nos recuerda que “contra un disparo de verdad no hay defensa posible”. Sin embargo, y pese a sus incisivas críticas al mundo político, cultural y literario, desde 1963 ha pensado que el poeta es esencial para la polis: es el fundamento de la ciudad. ¿Cómo separar, entonces, el trabajo del poeta de la obra del intelectual?
Este poeta que –en prosa o en verso– le dice sus verdades al poder desde hace tantos años; que nos las dice a nosotros, poetas o lectores, ¿se las ha dicho a sí mismo? Si se revisa su obra hallaremos, aquí y allá, muestras de su autocrítica. En el caso de la poesía es notable un artículo suyo, “Poemas fallidos”, que yo utilizo en todas mis clases de creación literaria. No quisiera referirme a él sin antes recordar otra frase suya que me sirve de guía y que, aunque no lo parezca, tiene mucho que ver con la lectura y la escritura de poesía. En El secreto de la fama, nos habla de un personaje que podemos encontrar en cualquier área. Todos podemos ser el mediocris habilis, cuyo único deseo es ser aprobado, cuyas artes de presión le permiten llegar a la cima y “muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. Y luego un pobre diablo, aprobado por compasión, cansancio, irresponsabilidad, se convierte en su jefe, su juez o su verdugo”. Hasta en su presidente –yo agregaría.
Debo admitir que me produce una enorme angustia ser aquel primer verdugo cuando llega un muchacho y me enseña un poema que jamás podrá serlo de veras, aunque en él haya puesto toda su ilusión. Entonces aparece la frase de Zaid en mi cabeza y, como soy de quienes piensan que se aprende mejor con el ejemplo, le doy a leer “Poemas fallidos”, donde el poeta nos muestra, sin aflicción alguna, cómo y por qué se deshizo de algunos poemas que no tenían remedio, aunque le gustaran. Ese ensayo es ejemplar no solo porque nos enseñe, verso por verso, las razones que dieron lugar al descarte, sino porque apunta varias características de la escritura de poesía que son obligatorias cuando uno quiere dedicarse a ello. Apunto las tres que más me gustan:
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1) “El desahogo puede ser terapéutico, pero no es un poema.”
2) El primer lector de un poema es el poeta mismo, pero es necesario el ojo de otro lector.
3) “El oficio puede estorbar.”
Escribir poesía deja de ser, entonces, un asunto de buenas intenciones, ebullición de sentimientos, lirismo exacerbado o factura intachable y requiere, forzosamente, del acto de la lectura. Bien si somos el poeta atribulado que pergeña unos versos o aquel que los lee para publicarlo o ayudar al poeta –así sea él mismo–, leer poesía es un ejercicio crítico y muchos años antes de “Poemas fallidos”, en “La chica de Ipanema”, Zaid ya nos había mostrado cómo ejercía la autocrítica al escribir un poema. El lector Zaid –es decir, el crítico Zaid– desmenuzó ante nuestros ojos la manera como fue deshaciéndose de imágenes, palabras e incluso versos completos en un poema que había escrito como una efervescencia dictada por el asombro y por la mitificación de un lugar donde los milagros desfilaban “con naturalidad”. Es necesario, entonces, que el poeta sea, a la vez, lector y crítico: su propio y primer editor.
En el prólogo a su Asamblea de poetas jóvenes de México, publicado hace más de cuarenta años, Zaid hacía énfasis en la falta de autocrítica de los poetas de mi generación, es decir, los nacidos entre 1950 y 1962. Aunque tenían oficio, advertía en su escritura un “desplome histórico” que explicó de esta manera: “hasta los poetas más mediocres de las generaciones anteriores sabían hacer cosas que hoy parecen esotéricas, por ejemplo, rimar, acentuar, medir. Lo cual es sorprendente: mientras el oficio estuvo a cargo de la bohemia, de los aficionados, de los que habían estudiado otra cosa pero no letras, estuvo mejor que ahora que está en manos académicas”. Si hoy hiciera ese ejercicio –improbable dado el número de poetas que han publicado más de un poema– Zaid comprobaría que los poetas académicos son legión y que desde allí se leen, escriben y alimentan corrientes de poesía que muchas veces son ejemplo de un pensamiento único, aunque convenientemente piensen lo contrario. Esto es muy desafortunado, pero por lo general en México la crítica de poesía ya solo se ejerce entre las paredes sacrosantas del cubículo y son contadas las revistas que publican poesía y, muchas menos, su crítica. Esta ocurre también en las redes y revistas electrónicas, pero generalmente no es verdadera crítica sino desolladero o complacencia.
Zaid nos ha enseñado que el análisis de la poesía no es otra cosa que una “lectura despierta”. Mucho antes de que los inspectores universitarios lo pusieran de moda, nos mostró de manera práctica que la poesía es “una obra de todos” y –para nuestra fortuna y contra las enseñanzas del cubículo– nos ha obligado a mirar “los juegos de espejos entre el personaje y su autor”, la forma como “el autor crea siempre en la obra al Autor y al Espectador”, es decir, al lector. Aun cuando debemos desconfiar de la “academia legisladora”, en su lectura también se nos hace evidente la necesidad de conocer las reglas poéticas incluso (o sobre todo) si vamos a desobedecerlas.
Leer a Gabriel Zaid es atestiguar que la poesía es la creadora de la lengua y que a ese milagro podemos sumar otros. Para nuestro poeta hay versos que son milagros y muchas veces me pregunté por qué lo eran. Encuentra milagrosos algunos versos de Paz, Pessoa, Cernuda o Gorostiza; halla algunos momentos de “libertad milagrosa” en Renato Leduc, “expectativas milagrosas” en algún libro de Montes de Oca, “pasajes milagrosos” en la obra de Isabel Fraire…, pero también “exactitudes milagrosas” en la prosa de Farabeuf. ¿Dónde reside el milagro? En “La ambición de una poesía total”, Zaid se preguntaba si hacer “milagros de verdad” era el fin de la poesía y allí mismo contestaba: “Es el fin de una aventura grandiosa, que algunos, anacrónicamente, seguirán intentando o deplorando.”
La respuesta –o lo que yo decidí que era la respuesta– está en un ensayo de La poesía en la práctica donde nos dice que “a nadie le sucede un milagro para el cual no tiene capacidad de lectura”. Es decir, los milagros suceden, pero no le suceden a cualquiera. Las computadoras pueden hacer versos, pero no tienen la “capacidad de una lectura concreta”, ni ojos “para leer un milagro”, de modo que los versos milagrosos no serían, entonces, una intervención divina favorable sino el encuentro concreto entre el lector competente y el poema: esa experiencia irrepetible y tan viva, como la vida misma.
Para Zaid la verdadera vida literaria no ocurre en el trato social, sino en la lectura. No se trata de la lectura mediada por las reglas no escritas de la vida literaria o de la pretendida notoriedad que supone el hecho de que alguien nos lea. Leer poesía es un acto íntimo que puede volverse público cuando damos a conocer una crítica o cuando editamos poesía. Sus ensayos dedicados al tema de la edición de poesía, por ejemplo, e incluso su Asamblea o el Ómnibus de poesía mexicana, nos permiten advertir que el trabajo del editor –que es, en primer lugar, un lector– debería ser un servicio público y no una forma de ejercer el poder. Un poder que, pienso yo, resultaría más bien ridículo y es a veces muy ingrato.
Sin embargo, así como hay poemas fallidos, hay lecturas fallidas y la crítica de poesía puede volverse una interpretación absurda. Hay que saber leer para que ese acto se convierta en un hecho concreto, en una experiencia en verdad irrepetible, condición intrínseca del milagro.
Hace casi diez años, en 2014, apareció una antología bilingüe de la poesía de Zaid, The selected poetry of Gabriel Zaid. Yo lo leí y con temor escribí una reseña del libro sin ocuparme de las traducciones. El meollo de mi lectura era responder a una primera pregunta, de la que surgieron varias más. No quién era Gabriel Zaid sino qué deseaba decirnos el libro, pues lo verdaderamente importante no se encuentra en lo que sabemos del autor como persona, sino en los textos mismos; en el ejercicio de la libertad que supone su escritura, pero también en la recreación que de esa libertad ocurre en el lector, en ese caso: yo misma. Para hacerlo elegí un cifra concreta: los 42 poemas que lo integran. El texto se llamó “Elegir: lectura de Gabriel Zaid”. Mi elección me daba confianza pues mis padres fueron físicos y los números me dan certeza: un cierto apego a algo aparentemente concreto que me permitía discurrir sobre los poemas, sobre la figura de Zaid en el mundo cultural y sobre lo que más me interesa casi siempre –la construcción, el armado de un libro–. Recuerdo que hice mil conjeturas, cálculos, ahora creo, disparatados, como encontrar que si restábamos 1934 (el año en que Zaid nació) a 1976, cuando apareció su libro Cuestionario, el resultado era 42.
“Todo sería milagroso si tuviésemos ojos para verlo”, dice nuestro poeta y yo pensaba que había hallado la fuente del milagro en la cifra elegida por Zaid para la construcción de su libro. Estaba realmente feliz, porque al tiempo de encontrar aquellos datos iba recorriendo la historia de sus libros de poesía y la temida reseña iba construyéndose, creía, sobre bases firmes. Después de los que yo consideraba geniales cálculos, tuve que preguntarme si ese dato importaba para el entendimiento de su poesía y si era más importante entender la poesía o la vida y cité nuevamente al poeta: “la cuestión de la vida es más importante que la cuestión de los versos, los negocios, la política o la filosofía. La cuestión de los versos, como todas, importa al convertirse en una cuestión vital”.
Días después de publicado mi trabajo, con gran generosidad Zaid me escribió para agradecer y comentar mi nota. Allí me explicó muchas cosas. Lo que guardo como revelación fundamental –que ahora comparto con ustedes– fue una frase: “No elegí el número de poemas (42): resultó de las preferencias de mis lectores traductores.”
“Cualquiera puede juntar sílabas y palabras, hasta una máquina amaestrada”, nos dijo Zaid en “La lectura concreta”. Como el amor, “lo que requiere ‘genio’ es leer”. Espero, en esta ocasión, no haber cometido otra lectura fallida.
TOMADO DE: https://letraslibres.com/revista/de-la-autocritica-lecturas-fallidas/01/01/2024/