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Debe de ser muy duro nacer en una familia judía ortodoxa, crecer llevando un yarmulke o kipa, cuidar lo que se come y hacer complicados cálculos para saber qué está permitido y qué no durante el largo e interminable sabbath. Y todo ello se vuelve aún más duro cuando vives en los Estados Unidos, el paraíso del consumo y de la televisión, donde todo, y digo todo, parece específicamente orientado a ofender a un alma kosher, desde las grasientas hamburguesas a la pornografía más depravada.
Así que no es de extrañar que el joven Shalom se revelara desde joven contra tales imposiciones. Comer perritos calientes o donuts, masturbarse en la habitación de sus padres (ojeando revistas que su propio padre ha escondido) o acudir a un centro comercial en taxi la tarde de un sábado (lo que implica al menos seis o siete violaciones del sabbath) son los pilares de esta rebelión en la que Dios, cómo no, tiene todas las de ganar.
Porque lo realmente sorprendente es que Shalom Auslander cree realmente en Dios a pies juntillas, y no en cualquier Dios, sino en el Dios terrible del Antiguo Testamento, el que sólo para poner a prueba a Abraham arriesga la vida de su hijo Isaac, el que tiene el capricho de condenar a los vecinos de Noé a una muerte atroz o el que fulmina a su más seguro servidor, Moisés, justo antes de que pueda pisar la Tierra Prometida.
Un Dios aún más terrible y menos misericordioso que aquel al que rezan la mayoría de los judíos; un Dios más parecido a las deidades griegas, dotadas de una ironía y arbitrariedad propias de pequeños demonios. Porque el Dios de Auslander es capaz de hacer que se cumplan sus deseos sólo para tirarse de los pelos de la barba muerto de la risa cuando, en un giro de los acontecimientos, pone al pequeño rebelde en su sitio. Este papel de Dios como gran irónico hace creer a Shalom que cualquier acontecimiento positivo que le pueda ocurrir no tiene otro fin que hacer más duro el golpe que Dios le reserva.
Así que la vida de Auslander es un pequeño poema (sacro, por supuesto, aunque algo irrespetuoso). Cuando su mujer le informa de que está embarazada, el primer pensamiento no es para la vida que se avecina sino para el Dios que ha ideado semejante plan para hacerles concebir falsas esperanzas y poder seguidamente acabar con la vida del bebé. Sí, Auslander conoce perfectamente a su Dios y no le quita ojo.
Por eso, trata de negociar con él, como ha hecho desde niño. Si quemo las revistas porno (una muy buena acción), no me castigarás por robar en el centro comercial (una mala acción). Claro que no es patrimonio de Auslander acordarse de Dios cuando se le necesita: haré una peregrinación si salvas mi vida, cuidaré a mi padre si salvas a mi hijo. Muchos lo hacen; negociaciones puras y duras en las que se echa mano de Dios cuando truena. Pero Auslander no, él no le quita ojo a Dios en ningún momento, siempre atento y preparado para hundirle. No debe darle tregua.
Siguiendo la estela de judíos psicoanalizados (Shalom también pasa por el diván sin saber muy bien para qué, ¿otra ironía que Dios ha maquinado contra él?), podríamos verle como un maníaco egocéntrico capaz de concebir el Holocausto como la disculpa de Dios para tener algo con que remorderle la conciencia mientras divaga sobre la conveniencia o no de circuncidar a su hijo.
Porque éste es otro gran problema. Ha huido de su familia y de su ciudad para buscarse un entorno seguro en el que Dios no esté siempre presente (salvo en su cabeza, por supuesto) y ahora teme que el bebé sea la puerta de entrada, el caballo de Troya en el que su pasado se infiltre nuevamente en su vida. Por eso trata de oponerse a la circuncisión al tiempo que teme ofender a Dios por no sacrificar el prepucio de su hijo.
No lo dudemos, decide circuncidarle pero, ante el escándalo de su familia, lo hace en el propio hospital sin dejar pasar los ocho días reglamentados en el Deuteronomio, y a manos de un médico, sin la presencia de un hombre justo que bese la herida. Auslander no puede volver a la Comunidad, ni siquiera cuando actúa como judío. ¡Qué ironía de Dios para con este su creyente más díscolo pero más ferviente!
Y en esta continua tensión entre el Dios en el que cree, al que teme y respeta (pues le cree en el poder de otorgarle o no la felicidad) y la vida que desearía llevar, se mueve la narración eminentemente autobiográfica en la que Shalom repasa su infancia y adolescencia, su paso por las escuelas judías o su estancia en Israel.
Las escenas cómicas se suceden continuamente. Uno de los pasajes más cómicoses el concurso de bendiciones para las comidas que tiene lugar en su escuela y en el que el rabino grita el nombre del alumno y seguidamente un alimento, debiendo acertar la bendición (o bendiciones, si el alimento en cuestión es mezcla de varios, como un helado en cucurucho) apropiada según los Sabios.
Este libro es el segundo escrito por su autor y el primero publicado en España, gracias a la editorial Blackie Books, con traducción de Damià Alou. Actualmente Auslander continua trabajando en varios medios estadounidenses destacando por su visión irónica, tanto de su religión, como de los propios Estados Unidos.
No vamos a ser originales comparando Lamentaciones de un prepucio con El mal de Portnoy (salvando las distancias, fundamentalmente en cuanto al mérito literario) pero los paralelismos son evidentes: una tensión sexual oprimente, un rechazo a la familia, la visita a la Tierra Prometida y una huida en la que ambos protagonistas (más acusadamente Auslander) se llevan consigo a su Dios.
Y ésta es una pregunta que surge casi de manera natural al leer estas obras. En el caso de los gentiles, el rechazo a Dios suele manifestarse de manera más explícita como rechazo a la institución que lo encarna, por ejemplo, la Iglesia. En el caso de los judíos, parece más bien que el rechazo a la opresión familiar y de las instituciones religiosas no genera una visión alternativa más benigna y liberadora, pero tampoco parece llevar a un ateísmo que resuelva la tensión. La solución parece la peor de todas, porque rechaza y se enfrenta a un mundo en el que realmente siguen creyendo. En fin, haciendo un chiste de judíos al estilo de Ángel Wagenstein, Freud era judío y conocía lo suficientemente bien a su grey como para establecer un floreciente negocio para los siglos venideros.