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«Como autor, Kafka fue sumamente apreciado por todo aquel que tenga criterio. Como persona, fue querido por todo aquel que lo conoció. Con toda la crítica y la envidia que reinan en el mundo de la literatura, él fue respetado. Con todo el odio que reina entre los hombres, a él no le rozó.»
Necrológica de Felix Weltsch, amigo de Kafka.
Para conocer de primera mano la vida de Franz Kafka se recurre, inevitablemente, a dos fuentes: él mismo y su amigo Max Brod.
La credibilidad de las opiniones de Kafka sobre sí mismo es escasa. Pocos autores se habrán aplicado con mayor esmero a la autobservación para encontrar motivos de rechazo, vergüenza y desdén como lo hizo Kafka. Pocas apreciaciones positivas pueden encontrarse en sus diarios o correspondencia. Todo lo contrario: a las mujeres trataba de convencerlas de que serían infelices a su lado, a sus editores de que nada traería mayor oprobio a su empresa que la publicación de sus miserables textos, a sus amigos de que poco o nada podría aportarles más allá del agradecimiento por la paciencia a la hora de soportar su presencia.
Pero si acudimos a Max Brod caemos en el extremo contrario. Un Kafka santificado, poco terrenal, que encuentra en la enfermedad su particular martirio y en la búsqueda de Dios su camino de liberación. Por si fuera poco, algunas de sus afirmaciones parecen más dirigidas a justificar la interpretación que el propio Brod propone de las obras de Kafka, que a ofrecer luz sobre el personaje real.
Por eso es tan importante tener acceso a una visión alternativa, la de aquellas personas que trataron a Kafka, que se relacionaron con él en los más diversos ambientes (académico, laboral, familiar, … ) y que, de un modo u otro, dejaron testimonio escrito de tal relación. Así es el material aquí seleccionado y publicado por Hans-Gerd Koch que nos presenta la editorial Acantilado bajo el sugerente título Cuando Kafka vino hacia mí….
Testimonios de hombres y mujeres de la más variada ideología y clase social, de diversa religión y nacionalidad sirven para componer un cuadro que nos aproxima a esa imagen requerida del Kafka real. Muchos de estos retratos provienen de vecinos, compañeros de instituto o empleadas de servicio, es decir, de personas ajenas al mundo literario y que, en la mayoría de las ocasiones, desconocían su labor literaria cuando le conocieron.
La veracidad se impone a través de este retrato colectivo a pesar de (o gracias a) las innumerables inexactitudes que pueblan estos breves textos e incluso de las imágenes contradictorias que se nos ofrecen. Inexactitudes que en la mayor parte de las ocasiones se refieren a fechas, parentescos o detalles en los que la memoria no siempre resulta fiable; contradicciones en la medida en que hay relatos que lo tildan de extrovertido y alegre frente a otros que lo muestran como reservado y observador.
«En mi recuerdo, él fue mi primer amor.»
Recuerdos de Selma Robitschek, conoció a Kafka en unas vacaciones de verano al norte de Praga.
Pero todo ello no hace sino enriquecer el conjunto. Nada hay más traicionero que la memoria y ésta se empeña en hacernos pasar por ciertos, hechos que no lo son (pero que indudablemente tienen un trasfondo veraz en cuanto a que responden a nuestras impresiones sobre las personas). Por otro lado, no somos monolitos inmunes a las circunstancias de tiempo, lugar o compañía, de ahí que podamos parecer fríos y distantes o apasionados y familiares, en función de las circunstancias en que nos hayamos conocido.
Tampoco debemos pasar por alto que la mayoría de estos esbozos fueron escritos cuando la figura de Kafka era ya reconocida mundialmente y su personalidad formaba parte del imaginario colectivo. Por ello, no es descabellado creer (al contrario, sería muy humano) que quienes fueron requeridos para dejar constancia de sus recuerdos sobre Kafka lo hicieran bajo el influjo de esa imagen pública, reorientando inadvertidamente sus recuerdos o escogiendo aquellos que mejor respondían a dicha expectativa. Tampoco falta quien se atribuye un trato casi familiar con Kafka cuando los hechos ciertos revelan que apenas pudo haber algo más que una relación esporádica; ¡presunción humana!
Pero lo cierto es que de este difuso retrato colectivo se pueden extraer unos puntos comunes e indubitados, un atisbo de verdad que contradice la estereotipada imaginería al respecto.
En primer lugar, parece que la presencia de Kafka, sus maneras y actitud, causaban una profunda impresión en aquellos que le trataban, la impresión de que estaban ante alguien especial, y todo ello sin necesidad de que el interlocutor conociera su obra. Lo primero que se suele evocar en estos recuerdos es la mirada (la discrepancia sobre el color de los ojos es notable, variando desde el negro hasta el azul oscuro) de cuya profundidad dan todos cuenta. Igualmente, su sonrisa parece ser un rasgo constante, incluso en las peores fases de su enfermedad. Esta sonrisa podía significar ironía, tristeza, comprensión, gozo, pero lo cierto es que la combinación de su sonrisa y su mirada resultaba lo bastante expresiva como para compensar la parquedad de sus palabras.
Porque también todos coinciden en su escaso parloteo, en lo que se esforzaba por escoger cada palabra (muchas con doble intención) y en la naturalidad de su expresión, tan alejada de la afectación propia de los literatos como su propia obra.
En lo que sí sobresalía Kafka era en su atención, tanto para observar como para escuchar haciendo sentir a su interlocutor (muchas veces monologuista más bien) que nada en el mundo le interesaba más al célebre autor que sus palabras. Ambos aspectos (naturalidad y observación) destacan como elementos fundamentales de la estética de sus libros por lo que no puede haber mayor coherencia entre obra y persona. De ahí también esa integridad y unidad que forman sus trabajos de ficción, sus diarios y su correspondencia.
Apenas uno de los testimonios hace hincapié en la figura del padre (inevitablemente, se trata del texto de Max Pulver, psiquiatra suizo con quien mantuvo una única charla propiamente dicha con motivo de un viaje a Múnich) lo que supone un claro toque de atención dado que tal vez, salvo en momentos puntuales más o menos prolongados en el tiempo, la rebelión contra el padre pudo no haber sido su mayor obsesión como a veces se sostiene (o tal vez, la guardaba para sí).
En otras ocasiones se nos describe a Kafka jugando con niños lo que extraña enormemente a la vista de sus diarios. Tal vez se pueda pensar que en estos sólo reflejaba parcialmente su personalidad, sólo los ángulos más oscuros, a modo de exorcismo. Dora Diamant narra también la célebre anécdota de la niña que perdió su muñeca; Kafka le informó de que realmente se había ido de viaje y, durante varios días, le escribió cartas en nombre de la muñeca para informarla de lo feliz que era viajando por el mundo. Otro Kafka.
«La mayor parte de las veces lo vi junto a la orilla del río o en los jardines públicos, entretenido con los niños o, por lo menos, observando con comprensión cómo jugaban. Varias veces le vi jugando con ellos. Le gustaban. En Riegerpark, allá por el año 1913, le vi enseñando a un grupo de niños y niñas cómo se jugaba al diábolo.»
Recuerdos de Michal Mares, anarquista de Praga
Pero en cualquier caso, la discreción general de Kafka llegaba a extremos insospechados a la hora de revelar aspectos familiares o de hablar de su propia obra. Siempre parecía más interesado por la vida de otros que por la suya, más interesado en alabar el trabajo o logro ajeno que en valorar el suyo propio, pero de un modo discreto y natural, no forzado.
«Nunca juzgó. Consignaba. Sin odio y sin temor, pero también sin caer en la sensiblería, captó de manera infalible el esqueleto de cada alma, de cada acontecimiento, de cada situación, no obstante con tanta delicadeza y precacución que incluso su fruialdad de espectador implacable jamás hacía daño, jamás estremecerse de frío.»
Recuerdos de Oskar Baum, amigo de Kafka
¿Qué puede esperar el lector de este libro? De una parte, un acercamiento a Kafka de primera mano, realista, que no pretende explicar cada acto de su vida bajo una perspectiva prevista de antemano. Pero, de otro lado, surgirá espontáneamente la reflexión sobre qué imagen dejamos a los demás y qué imagen conservan estos.
Nuestras vidas, tan importantes para nosotros, son apenas un roce para la mayoría de las personas con las que tratamos. ¿Qué recuerdos dejamos en sus vidas? A modo de un caleidoscopio, el resultado final es la suma de infinitos matices y juegos de espejo.
Benjamín Zander nos cuenta la historia de una superviviente del campo de exterminio de Auschwitz (el mismo lugar en el que murió Ottla, hermana de Kafka). En el vagón que le llevaba a ella y a su hermano pequeño al campo, éste perdió sus zapatos y, muy en su papel de hermana mayor, le reprochó el poco cuidado que tenía con las cosas. Al bajar del tren, les separaron y nunca se volvieron a ver. Al salir de Auschwitz, se lamentó de que las últimas palabras que intercambió con su hermano fueran para reprenderle y decidió que en adelante, cada frase que dijera debería poder figurar como la última que jamás pronunciase. Kafka pareció acomodar su vida a este mismo propósito. ¿Seríamos capaces de hacerlo nosotros?
«No hay en Kafka “evolución” algfuna: no se convirtió en nada, él era. Su primer libro en prosa podía ser el último. Y el último, el primero.»
Recuerdos de Kurt Wolff, primer editor de Kafka