RUBÉN DARÍO PRÍNCIPE DE LAS LETRAS

Félix Rubén García Sarmiento, nació el 18 de enero de 1867 en Nicaragua y falleció el 6 de febrero de 1916. Conocido como Rubén Darío, es el poeta nicaragüense de mayor influencia en la poesía hispánica del siglo XX. Célebre como El Príncipe de las Letras, Darío fue el iniciador y el máximo representante del Modernismo hispanoamericano. En brillantez formal, estilística y musical, apenas hay autor en lengua española que iguale al Darío de la primera etapa modernista de Azul (1888) y Prosas Profanas (1896). Cuando se aminora su esteticismo, surge su obra maestra, Cantos de vida y esperanza (1905), en la que el absoluto dominio de la forma ya no tiene la mera belleza como único objetivo, sino que sirve a la expresión de una intimidad angustiada o de preocupaciones socio históricas, como el devenir de la América hispana. Al valor poético intrínseco de esa segunda etapa, más perdurable que el de la primera, hay que sumar el papel de Rubén Darío como núcleo originario y aglutinador de todo un movimiento, el Modernismo, que marcó un hito en la historia de la literatura: tras seguir sumisamente durante tres siglos los rumbos de las letras europeas, nace en América una corriente literaria propia cuya influencia pasará incluso a la metrópoli. Durante sus primeros años estudió con los jesuitas, a los que dedicó algún poema cargado de invectivas, aludiendo a sus «sotanas carcomidas» y motejándolos de «endriagos»; pero en esa etapa de juventud no sólo cultivó la ironía: tan temprana como su poesía influida por Gustavo Adolfo Bécquer y por Víctor Hugo; su vocación fue de eterno enamorado.

En Chile conoció al presidente José Manuel Balmaceda y trabó amistad con su hijo, Pedro Balmaceda Toro, así como con el aristocrático círculo de sus allegados; sin embargo, para poder vestir decentemente, se alimentaba en secreto de «arenques y cerveza», y a sus opulentos contertulios no se les ocultaba su mísera condición. De la etapa chilena es Abrojos (1887), libro de poemas que dan cuenta de su triste estado de poeta pobre e incomprendido; ni siquiera un fugaz amor vivido con una tal Domitila consigue enjugar su dolor. Como su familia era llamada «los Darío» (por el apellido de un abuelo), el joven poeta, en busca de eufonía, había empezado a firmar como «Rubén Darío», seudónimo que adoptó definitivamente como nombre literario de batalla. Para un concurso literario convocado por el millonario Federico Varela escribió Otoñales, que obtuvo un modestisimo octavo lugar entre los cuarenta y siete originales presentados, y Canto épico a las glorias de Chile, por el que se le otorgó el primer premio, compartido con Pedro Nolasco Préndez y que le reportó la módica suma de trescientos pesos. Pero fue en 1888 cuando la auténtica valía de Rubén Darío se dio a conocer con la publicación de Azul, cuya importancia como puente entre las culturas española e hispanoamericana ha sido brillantemente estudiada por María Beneyto.    Rubén Darío estaba llamado a revolucionar rítmicamente el verso castellano, pero también a poblar el mundo literario de nuevas fantasías, de ilusorios cisnes, de inevitables celajes, de canguros y tigres de bengala conviviendo en el mismo paisaje imposible. Trajo a un idioma que estaba en tiempos de decadencia el influjo revitalizador americano y los modelos parnasianos y simbolistas franceses, abriéndolo a un léxico rico y extraño, a una nueva flexibilidad y musicalidad en el verso y la prosa, e introdujo temas y motivos universales, exóticos y autóctonos, que excitaban la imaginación y la facultad de analogías. Y acabó siendo, en definitiva, uno de los grandes renovadores del lenguaje poético en las letras hispánicas.

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