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Hay quienes opinan que la música es mucho más que un mero entretenimiento, que las vibraciones de las ondas de sonido no son simples fenómenos físicos. Para aquellos que así piensen, en nada puede resultarles extraño creer que la música pueda servir para la pacificación de territorios hostiles o que pueda desempeñar un papel relevante dentro de una compleja red de contactos diplomáticos.
Pero entre estos no se encuentran los militares británicos destacados en la lejana y belicosa Birmania de los tiempos de la reina Victoria. No son ellos los más apropiados para confiar en el papel de un instrumento musical, menos aún de un piano acorde para salones londinenses pero no para la húmeda ribera del Saluén. Afortunadamente, su ignorancia musical les impedirá captar la ironía de que precisamente se trate de un piano Erard, uno de los modelos más delicados.
Porque éste es el encargo que las autoridades militares reciben del doctor Anthony Carroll, responsable de un fuerte militar enclavado en los confines de la selva birmana, rodeado de tribus belicosas y acechado por las fuerzas coloniales francesas: hacer llegar un Erard desde la lejana metrópoli hasta Mae Lwin.
La encomienda es cumplida, si bien, sólo en atención al inexplicable hecho de que el doctor Carroll haya logrado mantener la aislada posición garantizando los derechos de Gran Bretaña sobre la zona y que ya estén acostumbrados a los métodos algo heterodoxos del doctor.
Poco después, el doctor Carroll vuelve a la carga con una petición no menos irritante: enviar un afinador ya que el viaje y la humedad de la selva han desafinado el piano. Nuevamente, el recado es exigente, no sirve cualquier afinador sino que ha de ser uno especializado en Erards.
Y así es como Edgar Drake recibe un encargo que le llevará desde el brumoso Londres victoriano, hasta las remotas tierras de los shan, en un viaje que cambiará, no sabe el lector cuánto, toda su vida.
Mientras Edgar surca el Mediterráneo, los recuerdos de su esposa y de la rutinaria vida de su oficio aún forman parte de su experiencia. Pero la llegada a la India comienza a sembrar el desconcierto en el afinador, que apenas cuenta con reglas para juzgar y comprender cuanto ve, a impregnarse de un sentimiento al que no es capaz de dar nombre.
Una vez arriba en Birmania el contacto con la colonia inglesa le trae de nuevo el recuerdo de su patria, que ahora le resulta violento e incluso le avergüenza. El desprecio que la guarnición británica parece sentir por los birmanos, su arte y su cultura levantan una ira sorda en Edgar que ha comenzado a conocer todos sus secretos de la mano de Ma Khin Myo, una hermosa joven que le sirve de guía y asistente.
Pero la estancia en Mandalay se prolonga sin recibir nuevas órdenes para reemprender el viaje hacia Mae Lwin, última etapa para cumplir su misión. Y, sin embargo, Edgar no tiene prisa por partir y aprovecha su estancia para conocer y empaparse de la cultura birmana, desde su religiosidad hasta el teatro callejero pwè y las explosiones de júbilo popular.
Su curiosidad por el doctor Carroll no deja de crecer. Devora cada palabra elogiosa que escucha de los pocos militares que parecen apreciarle y rechaza las de quienes desprecian sus métodos. De algún modo, Edgar se aferra a la idea de que el doctor es una figura de leyenda, con poco en común con el resto de militares, capaz de justificar y redimir la causa imperial británica, capaz en definitiva, de dar sentido a las confusas reflexiones de Edgar necesitado de encontrar un terreno firme sobre el que asentar su nueva concepción de sí mismo.
Sin embargo, las noticias de un ataque militar a Mae Lwin y la suspensión de su misión le dejan en tierra de nadie y con la previsible vuelta al hogar en el horizonte. No es extraño que acepte sin dudar la llegada de un emisario del doctor Carroll para guiarle hasta la guarnición desobedeciendo así las órdenes del gobernador militar.
Edgar parte en busca de un piano desafinado, metáfora tal vez de un espíritu sacudido por experiencias inalcanzables en su vida anterior y deseoso de encontrar las respuestas que tanto ansía. Dejamos aquí al lector para que acompañe a Edgar en su última y definitiva etapa por las selvas birmanas y recuperemos el tema del libro.
Un rutinario y grisáceo afinador de pianos, acostumbrado a la precisión y meticulosidad de su oficio y a la rígida moral del Londres de finales del siglo XIX, es sacudido por la experiencia de un viaje que pocos en su época podrían soñar con realizar.
En su periplo, Edgar se enfrentará a la exuberante naturaleza selvática tan distinta al paisaje urbano que le resulta familiar. Conocerá otros modos de relación social, más espontáneos en algunos aspectos que los suyos propios, pero mucho más ceremoniosos en otros. La sensualidad de Oriente no le será ajena, como tampoco su arte y sus tradiciones.
Pero este idílico escenario no basta para explicar el cambio. Los militares y funcionarios británicos pasan por esta tierra como lo han hecho por otras antes y lo harán después, llevando su pequeño trozo de patria consigo, despreciando cuanto les rodea. Para ellos, la experiencia, el contraste, no resultan enriquecedores, sólo sirven para cimentar su concepto de superioridad.
El viaje precisa de un viajero como Edgar, fácilmente impresionable, que apenas ha salido de Londres y cuya profesión le predispone al arte y a la atención hacia los más sutiles matices. Todo ello favorece que cuanto vea, escuche, huela y palpe, le cause una profunda impresión.
El afinador de pianos (editorial Salamandra y traducción de Gemma Rovira) fue la primera novela escrita por Daniel Mason en el año 2002 con un rotundo éxito internacional. Mason, que estudió Biología y Medicina, dedicó un año a estudiar la malaria en parte de los escenarios de esta novela. De esta experiencia personal (creemos que igual de determinante que la de su protagonista) extrae gran parte del paisaje de fondo, verdadero tesoro de la novela.
Un texto plagado de información muy documentada sobre la cultura popular birmana, sus costumbres y su historia, su flora y su geografía. La novela es exuberante y sensorial, plagada de texturas, olores y colores sorprendentes para nuestros occidentalizados ojos, al menos tanto como lo puede ser el reflejo de la madera de un Erard o el sonido de sus teclas para un birmano.
Aunque en ocasiones el doctor Carroll alcanza altura mítica, ni su figura se aproxima a la de Kurtz, ni el Saluén ofrece la majestuosidad del río Congo. Pero no por ello debemos orillar esta novela que pretende llevarnos a un terreno igual de esencial, a la pregunta de si somos quienes creemos ser y cuál es nuestra verdadera esencia. Ésta es nuestra eterna interrogación y el motivo de emprender tantos y tantos viajes, la lectura uno de ellos.