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Shakespeare es un personaje que se resiste a cualquier tipo de simplificación. Comenzando por su imagen física, todo un misterio ya que no hay ningún retrato del que podamos asegurar sin temor a error que guarde parecido con el personaje histórico retratado. De hecho, el que se considera más próximo a la realidad, el conocido como retrato Chandos, y del que ni siquiera tenemos certeza de su autor, nos ofrece una imagen algo extravagante de un Shakespeare con pendiente, más moreno de piel que lo esperado y una melena algo desbocada, todo ello más propio de un compañero de correrías de Sir Francis Drake que de un poeta venerado e inmortal.
Tampoco el nombre del autor está a salvo de polémicas. Shakespeare mostró cierta renuencia a firmar dos veces consecutivas con el mismo nombre, y otro tanto hicieron sus contemporáneos. Shakespeare, pero también Shakspere, Shakspeare, Shakespere, Shakespear, Shackspeare, Shakspere por poner solo algunos ejemplos. Hasta hoy, el prestigioso Oxford English Dictionary mantiene su entrada referida al ilustre dramaturgo bajo el nombre de Shakspere.
Como ya vimos, las incertidumbres entre las que se mueve la biografía de Shakespeare abrieron la puerta a la especulación, la fábula y el pábulo. Pero los tiempos han cambiado. Nuestro empirismo lleva a no admitir elucubraciones con la alegría de otros tiempos, por lo que durante el siglo XX una caterva de investigadores se abalanzaron sobre todo tipo de archivos y registros de la época isabelina con el fin de echarle el lazo al escurridizo Shakespeare.
Al tiempo, nuestro conocimiento sobre la época ha mejorado notablemente, ayudándonos a deshacer múltiples equívocos y, sin llegar a desentrañar todos los misterios, sí se ha logrado reducir el número de “deberías”, “habría que suponer”, etc. a que hacía mención Mark Twain.
Bill Bryson, periodista y autor de innumerables libros de viajes, históricos y de divulgación científica, pretende en esta obra recopilar de manera amena una serie de certezas sobre la vida de Shakespeare y dibujar un contexto histórico en el que encuadrar y mejor entender tanto su obra como su vida.
Sirviendo a este fin, dirige parte de sus esfuerzos a desmontar algunos de los mitos más frecuentes sobre la vida de Shakespeare. Por ejemplo, nos aclara que la mención en su testamento a que dejaba para su mujer su “segunda mejor cama” no era sino una cláusula que podría significar que le cedía el lecho conyugal ya que la “mejor cama” era usualmente la reservada a las visitas y, por tanto, la que se legaba al primogénito. Que esta cama sea la única mención en los legados testamentarios a su viuda tampoco implica necesariamente desprecio ya que, como viuda, era destinataria de su correspondiente legítima.
Igualmente, la falta de mención a libros o manuscritos en el testamento era algo frecuente en las últimas voluntades de otros literatos de la época ya que estos preciados bienes se repartían extratestamentariamente, muy posiblemente para evitar pagos de impuestos o para destinarlos a colegas del gremio que podrían obtener mejor provecho de ellos que los herederos legítimos.
Bryson también presta especial interés a la variedad de las firmas de Shakespeare para aclararnos que era muy habitual en la época que los nombres, de hecho prácticamente todas las palabras, fueran escritos de muy diversas maneras ya que la época isabelina es el punto de inflexión entre el inglés antiguo y el moderno por lo que convivían muchas y diversas grafías, pudiendo emplearse indistintamente por la misma persona en función de sus preferencias o de las necesidades de un texto concreto.
Pero donde mejor destaca el talento de Bryson es a la hora de describir el contexto histórico de la época isabelina. Su vívido retrato de la vida teatral del Londres de finales del siglo XVI es el contrapunto perfecto a la pretendida seriedad y formalidad del Shakespeare canónico. En aquellos años la escena teatral inglesa experimentó un tremendo auge con gran profusión de compañías, nuevos teatros y estrenos continuos de obras que apenas duraban en cartel unas pocas representaciones. El mundillo teatral, como por otro lado ha ocurrido casi siempre, se movía en las lindes de la buena sociedad. Los teatros se instalaban fuera de la muralla de la ciudad y los actores y autores no desdeñaban las pendencias, muy conocido en este sentido es el caso de Christopher Marlowe quien acabó sus días sin llegar a cumplir treinta años por culpa de una reyerta tabernaria
De la mayoría de las obras estrenadas no tenemos conocimiento. De otras muchas tan solo podemos tener conocimiento por referencias y citas habiéndose perdido los textos. Tan solo se han conservado doscientas treinta obras de las que, según informa Bryson, el quince por ciento corresponden a Shakespeare. Por un lado se trata de una estupenda noticia ya que se han conservado la mayor parte de sus obras, pero por otro lado, la escasez de material con que confrontar los textos de nuestro autor impiden conocer cuánto debió a otros o cómo les influyó.
Bryson hace notar con un noto irónico que Shakespeare era un gran narrador de historias, siempre y cuando alguien la hubiera contado con anterioridad. Esto solo quiere decir que en aquella época, ajena a derechos de autor y similares artificios, las ideas expresadas en una obra eran tomadas libremente por otros autores para desarrollar y completar el argumento, rebatirlo o adaptarlo sin empacho alguno. Así, no es de extrañar que pocas obras de Shakespeare escapen a ese penoso delito actual que consiste en atribuirle múltiples fuentes, antecedentes y orígenes.
Pero no echemos las campanas al vuelo y proclamar que el mérito de Shakespeare se limitó a sacar partido del trabajo ajeno. Para empezar, en el ambiente germinal del Londres renacentista, Shakespeare se abre paso componiendo sus obras, actuando en ellas y en otras muchas, siendo copropietario de dos teatros y teniendo aún tiempo para sus pequeños negocios e inversiones que le aseguraran un retiro digno. Y todo ello parece que lo hizo con bastante buen tino.
Shakespeare ya era un autor célebre en su tiempo, objeto de algún elogio y de varios ataques virulentos de algún colega envidioso de su éxito y de los que se ha conservado noticia a través de diversos libelos. Algo debían tener sus palabras que atrajeran la atención de sus contemporáneos.
Y si de palabras se trata, nuestro dramaturgo se reveló como un verdadero revolucionario. Hay estudiosos para todo y alguno de ellos se ha tomado la molestia de contar todas las palabras que aparecen escritas por primera vez en lengua inglesa en obras de Shakespeare, hasta sumar la friolera de dos mil treinta y cinco palabras. Claro es que el hecho de que la primera referencia escrita de una palabra figure en un texto escrito no quiere decir que su autor sea al tiempo su creador.
Otro campo en el que la admiración está justificada es el de acuñar expresiones que han pervivido hasta el inglés de nuestros tiempos (“hacerse humo”, “llevar al huerto” o “ser un veleta” por citar algunos ejemplos traducidos).
En aquellos tiempos la lengua inglesa trataba de reivindicar su papel frente al latín, idioma empleado por los doctos y juristas. Los esfuerzos de hombres como Shakespeare consolidaron un idioma ayudándole a alcanzar su madurez. Bryson registra la clarificadora observación de Stanley Wells que señaló cómo la partida de nacimiento de Shakespeare fue escrita en latín, pero su partida de defunción se registró en inglés, todo un signo del cambio de los tiempos al que el poeta no fue ajeno.
Otro tema interesante planteado en este libro es la diferencia entre las obras representadas y las obras que ahora leemos. Hay casos patentes en que ambas no coinciden, como Hamlet, ya que la duración del texto escrito llevaría a una representación cercana a las cinco horas. Esto implica que Shakespeare se preocupó por desarrollar sus guiones teatrales con vistas a una lectura sosegada y ajena a su representación, permitiéndole dar una profundidad a sus diálogos que la escena no permitía. Esto le convierte, sin duda, en un autor adelantado varios siglos a su tiempo.
Bryson nos detalla las diversas fuentes para el conocimiento de las obras de Shakespeare que abarca reproducciones poco fiables de los diálogos copiados por memoristas, otras más fiables, probablemente copia de libretos para actores y los textos que podemos tomar como más fiables, recogidos por compañeros de la compañía de Shakespeare pocos años después de su muerte. Del conjunto y encaje de todas ellos resulta el complicado (aunque ignorado por nosotros, apacibles lectores) fruto que manejamos como un texto acabado y canónico.
La ironía de Bryson da un repaso a las teorías que atribuyen a sus obras conocimientos enciclopédicos o dotes proféticas. Tal vez otorguemos carta de naturaleza a meras figuras poéticas y, en todo caso, quienes se sirven de estos supuestos conocimientos para denunciar al verdadero autor pasan por alto errores garrafales como hacer a los egipcios jugar al billar, a los romanos emplear relojes (no solares, por supuesto) o convertir a Milán o Verona en ciudades costeras de renombre pese a estar bien asentadas en el interior de la península itálica.
Este libro tampoco olvida un breve repaso a gran parte de las candidaturas presentadas para reivindicar al “verdadero” autor detrás de las obras de Shakespeare, rechazándolas por fantasiosas, improbables o, en algunos casos, totalmente imposibles.
En definitiva, Bryson nos presenta un Shakespeare carnal, con luces y sombras, humano hasta el punto de disgustar a quienes crean que su obra merece un mejor creador. No estamos ante un héroe, una personalidad histórica portentosa, consciente de su genialidad y preocupado por su paso a la posterioridad. Esta figura sólo llegará con el devenir de los siglos. Pero no podemos pasar por alto que sólo un Shakespeare humano pudo describir los padecimientos, la pasión, el dolor o la furia de modo que el espectador (el lector actual) fuera capaz de identificarse con ellos. No se ha visto que los dioses escriban para los hombres, ni los hombres para los dioses. Una lección más del bardo de Avon.