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PABLO MAJLUF
Ireneo había querido ser poeta. Su hijo también. Sólo el nieto materializa ese deseo ancestral. “Escribirá y realizará lo inaudito, cumplirá los anhelos de sus antecesores… conocerá y dominará, como nunca lo logró el propio Ireneo, el sutil trabajo del poeta”.
• Ángel Gilberto Adame: Siglo de las luces y las sombras. Apuntes para una historia de los liberales en México a través de las batallas, fervores, escritos y derrotas de Ireneo Paz (Aguilar, 2023).
El autor pregunta si habrá valido la pena escribir sobre los ancestros de Octavio Paz, particularmente acerca del abuelo; si algún provecho tuvo el profundo clavado hemerográfico, epistolar e histórico para documentar las batallas, fervores, escritos y derrotas de Ireneo Paz.
Uno puede pensar en muchas razones para la empresa que al autor le tomó años, pero en la presentación de su libro Siglo de las luces y las sombras, le contesté a Ángel Gilberto Adame que haber elucidado la genealogía de los Paz, su energía artística atorada de generación en generación y que por fin hace erupción a través del nieto, justifica el esfuerzo entero. El linaje artístico de Paz es un aspecto a menudo ignorado en la crítica literaria y una de las mayores virtudes del libro en cuestión.
El abuelo de Paz fue periodista, militar, polemista, político y empresario liberal en el convulso siglo 19 mexicano. Un personaje quijotesco, muy hispano, pero también digno de novela inglesa de piratas. Me recordó un poco a Sir Richard Francis Burton, el espía, aventurero y explorador inglés que tradujo Las mil y una noches.
En una de las querellas periodísticas que su periódico La Patria tuvo con el periódico del hermano de Justo Sierra, La Libertad –que después desembocó en un duelo de pistolas en el que Ireneo lo mató de un tiro en la frente–, sus adversarios describen de forma satírica a Ireneo, mofándose de él, pero involuntariamente haciéndole justicia:
Don Ireneo se adjudica los títulos de patriota, liberal, constitucionalista, revolucionario, caudillo, apóstol, mártir, poeta, periodista, diputado, epigramático, polemista, autor de proclamas, arengas, planes, hojas sueltas, boletines de campaña, etc., etc., etc.
La verdad es que Ireneo fue muchas de esas cosas y más. A pesar de llevar la energía creativa en la sangre no fue, sin embargo, un artista propiamente. Intentó escribir ficción y poesía, pero las vicisitudes del mundo –y tal vez sus propias limitaciones– le impidieron llegar al parnaso.
Después, su hijo Octavio Paz Solórzano –el papá de Octavio Paz Lozano, el poeta–, vivió una vida atribulada y trágica que retrasa una generación más la erupción del genio creativo familiar. En Pasado en claro, Octavio Paz da cuenta de la vida y destino de su padre:
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.
Mientras la casa se desmoronaba
yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza
entre escombros anónimos.
Aquellos escombros de la casa son anónimos, pero los escombros familiares no. El libro de Adame sugiere que hay una fuerza embotellada que finalmente sale destapada de forma deslumbrante en el nieto. Con esto quiero decir que Octavio Paz le debe mucho a sus ancestros, pero también ellos a él, porque termina siendo el conducto, el cauce, una suerte de médium intergeneracional.
En la presentación del libro de Ángel Gilberto, Guillermo Sheridan me dijo que la genealogía es crucial porque toda historia personal y particularmente la de un artista no se entiende sin la casa, el hogar, el ambiente, los rituales. Sheridan evocó el poema Canción mexicana de Paz:
Mi abuelo, al tomar el café,
me hablaba de Juárez y de Porfirio,
los zuavos y los plateados.
Y el mantel olía a pólvora.
Mi padre, al tomar la copa,
me hablaba de Zapata y de Villa,
Soto y Gama y los Flores Magón.
Y el mantel olía a pólvora.
Yo me quedo callado:
¿de quién podría hablar?
“Fíjate en el elemento del mantel. ¿Qué significa ese orden para la formación de una sensibilidad?”, me dijo Sheridan.
Coincidí con él, pero le dije que me refería más al aspecto metafísico, místico; la maniobra en la que una energía artística no aflora en una generación y queda pendiente para la otra hasta que encuentra salida. Ireneo había querido ser poeta. Su hijo también. Sólo el nieto materializa ese deseo ancestral. “Escribirá y realizará lo inaudito, cumplirá los anhelos de sus antecesores… conocerá y dominará, como nunca lo logró el propio Ireneo, el sutil trabajo del poeta”. Ángel Gilberto Adame la llamó “la transfiguración del linaje” y a mí me recuerda a Fantasmas de Ibsen, en la que un hijo –sin siquiera conocer a su padre–, hereda toda su carga sanguínea, sus demonios y sus proclividades.
El propio poeta esboza una explicación en El llamado y el aprendizaje. “Poco puedo decir acerca del misterio del llamado. Digo misterio porque me parece que no ha sido nunca enteramente elucidado: ¿de dónde viene, quién lo dice, es una disposición innata?… Ya señalé que la admiración es el origen; comenzamos admirando y de ahí pasamos a la emulación: queremos ser como aquel que admiramos o hacer una obra como aquella que amamos. Mis primeras admiraciones están asociadas al mundo que rodeó a mi infancia y a mi adolescencia… Yo admiraba a mi abuelo pero también, y aún más, a sus admiraciones”.
Apasiona conocer la mística mediante la cual al poeta le llegó por transferencia de esos escombros familiares toda una sensibilidad. El libro de Adame es una buena ventana de tiempo para entender cómo es que una ascendencia desembocó en algunos de los mejores versos de nuestra lengua.
TOMADO DE: https://literalmagazine.com/genealogia-del-poeta/