- Clickultura
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Al sentir el frío de la nieve las ideas vinieron en tropel a su cabeza vendada. El cielo azulado lo rodea; la nieve, blanca aún, se halla regada por las últimas hojas ocres que los árboles se esfuerzan en sostener. A pesar de la inmensa venda que cubre su frente, sus ojos, su nariz y sus orejas, sabe que tras de él yace una rama destrozada por el peso de la nieve nocturna. No es que lo sepa con seguridad, más bien piensa que detrás de sí está una rama, una retorcida y oscura rama, como su cuerpo.
Un abrigo grueso, negro y viejo, cubre su desnudez, el último rezago de compasión de sus captores. Eso es lo que él quiere creer: que aun en los momentos de dolor y humillación puede existir un resquicio de humanidad; piensa que la muerte es menos cruel si creemos todavía en algún sentido humano.
Ahora se da cuenta de que los recuerdos varían cuando no se tiene visión. Por días, quizá semanas, quién lo sabe, sus ojos fueron cubiertos con vendas quirúrgicas. Sin poder mirar, el dolor de las torturas era mayor; era como si el resto de sus sentidos confluyeran en su piel, o en las zonas donde le aplicaban sus crueles técnicas. No sabe cómo salió del lugar donde estaba, pero es evidente que salió; aquí, afuera, siente el frío en la boca, única zona sin ataduras. El frío hiere más las cicatrices. Sólo puede imaginarse los instrumentos que introdujeron en su boca.
Camina, sin mirar hacia dónde, se deja guiar por el viento, como las hojas otoñales, y cae al piso, vencido, como esas mismas hojas en invierno, como esa rama retorcida y vencida por la nieve.
No se mueve. Ahora está realmente cansado. Pensaría que el tiempo se ha detenido si no sintiera, al principio imperceptiblemente, el caer despacioso de los copos, ese aviso de vida, de que el tiempo no
está muerto, de que todo continúa, de que a ella no le importa nadie ni nada. Quisiera levantarse pero sabe que ya no podrá hacerlo, que ahora él, al igual que la quebrada rama que reposa a su lado, ha quedado sin vida, que se pudrirá bajo el peso del blanco y que de su viejo abrigo, así como de sus vendajes sangrientos, no quedará más que su propio recuerdo. Ya no siente frío, sólo un peso enorme; y no es el de la nieve, es el de las miradas vigilantes que nunca se desprendieron de su cuerpo.