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Nada como los viejos tiempos. Ahora corremos a todas partes, siempre pendientes de aquello que tenemos que hacer a continuación, siempre con un ojo vigilante sobre el implacable reloj. Los horarios laborales son infernales, las obligaciones familiares y sociales se multiplican sin fin. Atascos, aglomeraciones, centros comerciales, todo parece confluir para agotarnos física y mentalmente. La tecnología ha acelerado el progreso a un ritmo que dificulta el ser consciente de los cambios que se suceden a nuestro alrededor.
Sobre este abono crecen los oportunistas, los profetas y agoreros, los profesionales del engaño o las sectas religiosas, todos ellos ávidos por conquistar nuestras mentes y, normalmente, nuestros bolsillos con sus promesas de retorno a un pasado idílico sin prisas, sin obligaciones, con una vida más ajustada a la sagrada naturaleza.
Sin llegar a estos extremos, todos conocemos ejemplos de nuevos ascetas que renuncian a gran parte de las ventajas de nuestros días para refugiarse en algún negocio rural con el que conciliar vida y sustento. Tampoco nos resultan desconocidos los que se aíslan suprimiendo la televisión de sus salones o comprando solo productos naturales y cocinándolos de un modo que a nuestras abuelas les aterraría.
Algunos de estos ejemplos se plantean más bien como experiencias para compartir, verdaderos ensayos sobre formas de vida alternativa. No hace mucho se publicó la noticia de una familia australiana que no sólo apagó la televisión sino toda la electricidad de la casa. La cocina se alimentaba de leña y la vida seguía el constante aunque estacional ritmo solar. La madre redactó un opúsculo con las ventajas que este tipo de vida había traído a su familia. Sorprendentemente dicho libro se publicó digitalmente, no en pergamino de cuero curtido. Prefiero no considerar la posibilidad de que el libro fuera escrito en un ordenador a escondidas de su progenie.
También Paul Miller, periodista de tecnología en la prestigiosa The Verge se comprometió con la revista en no visitar internet durante un año y contar su experiencia. Su artículo dando cuenta de apagón digital es demoledor. Lejos de ganar tiempo para leer, estar con sus amigos, pasear y disfrutar del aire libre, descubrió que al poco tiempo de iniciar su nueva vida volvió a enclaustrarse en casa, abandonó su empeño por los clásicos y perdía el tiempo tan estúpidamente como antes lo venía haciendo con juegos o a la deriva por la wikipedia.
Que se me perdone el tono irónico de estos párrafos. ¿A qué tiempo remoto atribuimos esos valores que tanto añoramos? ¿En qué momento los hombres han estado satisfechos con su vida esquivando el deseo de la huida (o el refugio) de su presente? La respuesta no es complicada: Nunca.
Todas estas cuestiones rondaban mi cabeza mientras leía las primeras páginas de Walden el libro de Henry David Thoreau en el que recoge su experiencia de dos años (1845 – 1847) viviendo en el bosque, alimentándose de cuanto recogía o cultivaba, fabricando su casa o sus muebles con sus propias manos y recorriendo la inmensidad de la laguna, por sus orillas o en bote, mientras aún le quedaba tiempo para sus lecturas, el estudio y la conversación con cuantos se acercaran a visitarlo, intencionada o furtivamente.
Thoreau inicia el libro ofreciendo una velada censura a sus conciudadanos de Concord corroídos por las prisas, por la pasión por la prensa vociferante, preocupados por pagar las hipotecas sobre los solares en los que edificaban sus casas o por los préstamos para la compra de ganado y simiente. Critica a quienes desean viajar en ferrocarril perdiendo la belleza de los paisajes a cambio de un mero ahorro de tiempo o a quienes siguen los dictados de la moda y pretenden emplear más de una camisa por invierno. En suma, critica despiadadamente un mundo (el de mediados del siglo XIX, en un país aún por definir y conformar) que muchos podrían tomar como referencia idílica de sus anhelos presentes.
Pero volvamos al verano de 1847, fecha en la que Thoreau da inicio a su experimento. Con paciencia científica, deja constancia en el libro de cada centavo empleado y el destino del mismo: maderas, semillas, piedras para reforzar los cimientos o construir la chimenea, aperos de labranza, en definitiva, pretende cifrar el coste de vivir por sí mismo frente al de vivir con ataduras sociales.
Como si fuera una guía para futuros pioneros, Thoreau da cuenta de cada una de sus acciones, del modo en que planta sus semillas (cuáles y en qué cantidad), cómo recogerlas y cómo conservarlas. Da noticia de su espartana alimentación y da cuenta de lo inmejorable de su estado de salud.
Thoreau pretende demostrar que un hombre puede salir adelante sin mayores problemas, y a un coste mínimo, tomando las riendas de su vida, fijando unas prioridades y suprimiendo todo aquello que las aleja o difumina.
Llegamos así al punto central de Walden y, por extensión, de casi toda la obra de Thoreau. La primera de ellas es la austeridad, que se convierte en guía de vida y supremo criterio para suprimir todo aquello superfluo e innecesario. Dentro de la tradición puritana anglosajona, Thoreau exacerba este ascetismo para denunciar todo aquello que se considera imprescindible, todas aquellas comodidades que hacen de la vida algo deseable para muchos, pero un estorbo para lograr lo que pretendemos.
Porque éste es el segundo concepto clave en la filosofía de Thoreau, la idea de que todo hombre debe conocer qué desea en la vida, definir su propio destino en una tabla rasa, sin condicionantes externos y, a continuación, seguir ese impulso coherentemente, por esforzado que resulte.
De ahí que este experimento (su vida en general) tenga como primer objetivo demostrar la viabilidad del proyecto de vida propuesto. Para Thoreau, este objetivo muy bien pudiera resumirse en una vida de estudio, lectura, escritura y reflexión de cuanto le rodea, al modo de un Diógenes del Nuevo Mundo.
Pero no creamos que el Thoreau de Walden es un ermitaño huraño refugiado en su cabaña, aislado del mundo. El libro está poblado de las conversaciones que mantiene con sus amigos y con diversos personajes de toda índole con los que traba relación y a los que interroga sobre su parecer respecto de la experiencia que está llevando a cabo.
Precisamente es durante estos dos años cuando tiene lugar el célebre incidente que lleva a la detención de Thoreau por negarse a pagar impuestos dado que no quería sostener con su dinero la guerra contra Méjico. Este posicionamiento, así como su negativa a cumplir con la ley que prohibía auxiliar a los esclavos fugitivos del Sur, le llevaron a la elaboración de su teoría sobre la desobediencia civil por la que hoy es célebre y reconocido, pese a que su visión es claramente individualista.
Tampoco podemos pasar por alto que, al margen de las consideraciones reflexivas de la obra, Walden es por encima de todo un canto a la Naturaleza, un paseo por sus bosques, una visita a sus aguas y a su entorno. Unos paisajes que ya comenzaban a verse acosados por la expansión del ferrocarril o por la explotación del hielo y que Thoreau sabe describir con la pasión y detalle de un naturalista avezado. Tal vez éstas sean las páginas más hermosas de Walden y en las que el autor más haya dejado volar la pluma de su lirismo.
Thoreau se muestra sorprendido de que sus contemporáneos hayan dado la espalda a la laguna de Walden, que se refugien en la ciudad pese a los inmejorables ejemplos que la Naturaleza puede ofrecer al hombre, tanto respecto al modo de llevar una vida como sobre los verdaderos fines que todos debemos perseguir.
Es tal vez momento de destacar la labor de la editorial Errata Naturae a la hora de publicar este libro completándolo con hermosas ilustraciones de la época en las que aparecen aves, flora, herramientas de cultivo y otros muchos objetos citados en el texto. La traducción de Marcos Nava y, especialmente sus notas a pie de página, contribuyen a aclarar numerosas cuestiones, tanto históricas como biográficas que ayudan a una visión más completa del texto.
Gracias a estas notas sabemos que Thoreau no logra escapar a las trampas de esta huida hacia el idilio. Poco se dice en la obra sobre la contribución de su amigo Ralph Waldo Emerson que le prestó el terreno sobre el que construir su cabaña y a cuya casa en las afueras de Concord solía acudir la mayoría de las tardes durante su estancia en Walden para, entre otras cosas, ….¡leer la prensa que tanto criticaba!
De hecho, este tipo de experimentos y reflexiones deben servir como sano contrapunto a nuestras vidas, para darles algo de cordura y sentido. Pero, al menos en lo que a mí se refiere, en tanto no sepa de qué huir ni a dónde ir, prefiero quedarme donde estoy y disfrutar de este maravilloso libro.