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Había esclavos de todo y para todo, pero el más divertido era Uriel. Le decíamos ladra y él ladraba, le decíamos anda en cuatro patas y él andaba. El más temido era Lautaro y su mujer, eran –según decían- los ojos y los oídos del amo. También el látigo. No deben temernos, nos decían ellos, somos los que mantenemos a raya a todas esas bestias. Pero igual les temíamos. Solo había que verles los ojos. Cuando llegó la revuelta, nos escondimos en la parte de arriba del granero. Desde ahí vimos como sacaban a la mujer de Lautaro y la azotaban en el patio de piedra. A Lautaro lo trajeron desde el río, amarrado a un caballo. Que lo habían atrapado intentando escapar, gritaban. No lo perdonaron a pesar de que suplicaba y decía que él era un esclavo más, como todos ellos. Mis padres andaban por Europa y, al parecer, allá se quedaron cuando les llegaron las noticias. Nos descubrieron porque mi hermana se orinó y el líquido cayó al piso de abajo, donde dormían los pequeños con los que jugábamos. No los maten, son solo unos niños, gritaba Emérita, la esclava que nos había cuidado desde que nacimos. Uriel nos salvó. Déjenlos, dijo, quiero ver cómo ladran estos perritos. Desde esa noche, cada vez que Uriel se acuerda, nos hace ir a su cabaña para que ladremos un rato. Mientras ladren bien, estarán a salvo, dice Uriel, y se ríe con esa risa loca que nos sigue divirtiendo tanto.