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Era un tipo melifluo y mentiroso. Se agarraba como una garrapata a la gente de poder. Era obsequioso, diligente y oportuno con los jefes. Y villano y arrogante con los demás. A los jefes los sorprendía con serenatas en sus cumpleaños, les servía el café, soplaba el polvo de sus solapas y si era necesario frotaba con su pañuelo los zapatos del mandamás. Era un encanto de burócrata, la mejor ficha del dominó siempre útil en manos de la autoridad. Prestaba su firma, su lengua, su espléndida sonrisa a sus superiores y no le importaba, con tal de guardar su trabajo, inventar una calumnia o callar una verdad. Todo por sus hijos, su familia y su credo evangélico. Todo por todo o quizá por nada. Y la primera vez que echaron del empleo a su mejor amiga por su delación solo intentó hacerse el desatendido y ahogarse entre papeles, no fuera que vaya a delatarse cuando compungido le dijera adiós. Después el jefe se enteró “casualmente” de lo que hablaban los secretarios en la oficina y uno a uno fue saliendo con su carta de despido y él ni se inmutó. Servil y eficiente, andaba de prisa, miraba a todas partes, siempre atento como policía de seguridad. Ahora es el director ejecutivo del Ministerio, desconfiado, siempre temeroso al atisbo de una traición, de una huella, de un mal despiste, convencido de que el mundo trabaja contra él. Tiene gastritis, dolor de cabeza, estrés y en la última visita el médico le confirmó la amenaza de un infarto. Pero él desde el lustre precioso de su sillón de ejecutivo proclama que está orgulloso de lo alto que ha escalado y por sus propios méritos.