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La aparición de dos libros sobre el Duce en los últimos años no parece casual: se acompaña de la llegada al poder de nuevos gobernantes de ultraderecha. La novela de Antonio Scurati y el ensayo biográfico de Maurizio Serra no solo suman una mirada contemporánea sobre la figura de Mussolini, sino que ayudan a tener presente de dónde surgen los totalitarismos.
Por Christopher Domínguez Michael
No es del todo casual que el nombramiento de Giorgia Meloni, el 22 de octubre de 2022, como primera ministra de Italia, se haya visto precedido por la aparición de las dos primeras entregas del ciclo novelístico que está escribiendo Antonio Scurati (Nápoles, 1969) sobre Benito Mussolini (ya aparecieron, también, en español, M. El hijo del siglo y M. El hombre de la providencia), y que el historiador y biógrafo Maurizio Serra (Londres, 1955) haya publicado, primero en francés, Il caso Mussolini.
Aunque en la política italiana puede pasar cualquier cosa –empezando por Mussolini, quien fuera jefe de gobierno de una monarquía–, ha sido esa península la primera nación europea en elegir, en el siglo XXI, un gobierno de extrema derecha, aunque hasta ahora el gabinete Meloni se haya comportado solamente –constreñido por la Unión Europea y la debilidad italiana en el seno de esta– como un antipático régimen de centro-derecha. Y en este par de libros pareciese que, tanto para Scurati como para Serra, el fantasma de Mussolini ha de ser exorcizado pues Meloni se formó en las juventudes del Movimiento Social Italiano –reconocido legalmente como heredero del fascismo desde 1946 como otra excentricidad democrática italiana– antes de fundar su propio partido, los Hermanos de Italia. Todo ello en un sombrío panorama, el nuestro, donde el deterioro de las democracias es patente y progresivo, desde España hasta la Argentina, con el regreso de Donald Trump en el horizonte.
Antes de comenzar propiamente la reseña, debo decir que, tal como lo dicen sus autores, ni la saga de Scurati es propiamente una novela, ni el libro de Serra verdaderamente una biografía. M. Los últimos días de Europa no es, como afirman algunos renombrados entusiastas llamados a promocionar el libro, ningún “género literario nuevo”, sino un atractivo ejemplo de la llamada “novela sin ficción” o crónica novelada –que no son exactamente lo mismo– en la que destacaron el argentino Rodolfo Walsh y el mexicano Vicente Leñero, junto a Truman Capote (nativo de Nueva Orleans), el alemán W. G. Sebald o el neoyorquino Norman Mailer. Serra, a su vez, biógrafo de Curzio Malaparte y de Gabriele D’Annunzio, y estudioso de los escritores comprometidos con los totalitarismos en la segunda posguerra del siglo XX, escribió Il caso Mussolini para volver a preguntarse si el fascismo fue, en comparación con los Estados hitleriano y estalinista, una suerte de “tumor benigno”, el cual puede ser extirpado del cuerpo de aquel totalitarismo. Esa preocupación palpita también en M. Los últimos días de Europa, que cubre solo el trienio 1938-1940 y narra coralmente la manera en que Mussolini, meses después de la invasión de Polonia, se decidió a ir a la guerra.
Estuvo lejos de las pretensiones de Serra –también antiguo embajador de Italia ante la unesco en París– escribir otra vida de Mussolini y en su lugar escribió un ensayo de interpretación biográfica e histórica, donde no duda del “camaleonismo” (tal cual lo definió Curzio Malaparte) del dictador, tan distinto a Lenin, Stalin o Franco, quienes forjaron personalidades inescrutables, con una tesitura ideológica aparentemente inalterable.
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“El Duce del fascismo”, como a su vez lo llama Scurati, fue, sin duda, “un cleptómano ideológico”, pero también –y en ello insiste mucho Serra– un hombre de Estado que “racionalmente” llevó a Italia a la catástrofe regido por el (mal) cálculo y un pragmatismo que pudo, por lo menos hasta que permitió que Hitler le impusiera las infames leyes raciales antisemitas, tener un destino distinto para su régimen. Mucho teatro, ma non troppo. En cuanto a la cleptomanía mussoliniana, esta es, me parece y ello deduzco de la lectura de Serra, el corazón de la teoría, siempre puesta en solfa por los poscomunistas, que hermana a ambos totalitarismos, el soviético y el hitleriano.
Son conocidos los orígenes ideológicos de Mussolini, que lo llevaron a dirigir el periódico del Partido Socialista Italiano hasta que la Gran Guerra lo exaltó y se hizo nacionalista virulento en 1914; se recuerda menos que, al volverse antibolchevique y anticomunista, no dejó de concebirse a sí mismo como socialista y como revolucionario.
Tras hacerse de rogar con consignas más periodísticas que políticas –que si la “neutralidad activa”, que si la “no beligerancia”, que si la “guerra paralela” y otras excusas–, el Duce le dio el ansiado sí al Führer el 5 de enero de 1940, permitiéndose una última advertencia del viejo maestro haciendo mutis frente al aventajado alumno. Y el tema era –nada menos– que la pureza ideológica, según le escribió a Hitler, a quien, entendiendo las razones tácticas que imponían el pacto germano-soviético de 1939, le pedía que no olvidara “los principios de vuestra Revolución a las exigencias” de la política, ni “abandonara la bandera antisemita y antibolchevique que habéis hecho ondear desde hace veinte años”.
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No habiendo sido nunca un iluso, aclara Serra, el Duce era del todo consciente de que Italia no estaba preparada ni militar, ni económicamente, para entrar a la conflagración, como lo pudo comprobar en el desastroso costo, en vidas, pertrechos y dinero, que significó para el fascismo su apoyo a la sublevación franquista de 1936. Mussolini desoyó a su supuesto maestro Maquiavelo y se lanzó a la guerra sin tener el camino para salir de ella.
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La influencia de su nostalgia revolucionaria revivió, en Mussolini, con ese episodio que para algunos solo remite a la sardónica caricatura de Pier Paolo Pasolini –Salò o los ciento veinte días de Sodoma, 1975– que fue la República Social Italiana (1943-1945).
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Al frente de ella, Mussolini fue, como Gauleiter, un títere de los alemanes, pero otra vez –explica Serra– todo en él muestra un semblante de Jano. Un poco como Napoleón Bonaparte llegado por sorpresa de la isla de Elba en 1815 para regresar al espíritu de 1789, el Mussolini de Salò quería volver a los orígenes revolucionarios del fascismo, ofreciendo la nacionalización de empresas y una política firmemente obrerista.
Hitler dijo no: la Italia del norte, que se había librado de lo peor de la guerra y ofrecía un aspecto festivo o vacacional que indignaba a la Wehrmacht, era una reserva industrial financiera de la que los alemanes empezaron a servirse de inmediato. Durante lo que duró la República de Salò, como en el París de la Ocupación, los teatros permanecieron abiertos, hubo vida literaria y exhibiciones de pintura, y dada la debilidad del régimen, tiempo y lugar para las conspiraciones antifascistas y las de los propios mussolinianos, cada día más divididos.
En ese par de años, insiste Serra, hubo una guerra civil entre Salò y el llamado Reino del Sur, ocupado por los estadounidenses y aún a cargo, nominalmente, de la Casa de Saboya; las principales víctimas de esa guerra fueron, desde luego, los partisanos antifascistas, pero también los judíos, arrojados al fin al infierno antisemita al cual el fascismo se había abstenido de hacerlos descender por dejadez o negligencia, realizando deportaciones a los campos de exterminio en Alemania y abriendo, cerca de Trieste, un campo propio, habilitado con horno crematorio.
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Simultáneamente, en un episodio poco conocido más allá de la península, J. B. Tito, el jefe comunista serbocroata, a quien Serra llama “sátrapa oriental”, desató la limpieza étnica contra los italianos en Istria y Dalmacia. Entre las miles de víctimas estuvo Guido Pasolini, el hermano menor de Pier Paolo. El cineasta y poeta hubo de guardar silencio al respecto durante décadas, como todos los militantes y amigos del Partido Comunista Italiano, pues en 1944-1945 Tito y Palmiro Togliatti eran uña y carne.
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Extrañamente, el fascismo italiano, a diferencia de todos sus semejantes del siglo pasado, carecía en su origen del furor antisemita y el héroe de M. Los últimos días de Europa es precisamente el abogado Renzo Ravenna, podestà de Ferrara, ejemplo del buen e influyente judío fascista humillado por las leyes de 1938. A principios de los años treinta, el propio Mussolini había tranquilizado a la prensa internacional y al sionismo con declaraciones muy firmes contra el racismo, reivindicando el carácter “multicultural” de su empresa. En noviembre de 1934 les dijo a los dirigentes sionistas que les trasmitiesen a los judíos “que no deben tener miedo. Todos le sobreviviremos” a Hitler, a quien tildó de “sinvergüenza fanático”. Dos años antes le había asegurado, en entrevista, a Emil Ludwig que, “en Italia, el antisemitismo no existe.”
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Cuando le recordaron aquellos dichos, declaró en 1938, como todos los políticos cínicos, que los tiempos habían cambiado y había que hacer de la necesidad, virtud. Mussolini pudo ser un mal político y un pésimo estratega militar –Hitler, que tanto apoyo le pidió para hacer de su alianza un verdadero Eje, se arrepintió cuando vio en acción a los atrabancados italianos en Albania y Grecia– pero nunca fue un fanático ni “un idealista”, sino, al decir de Serra, un oportunista a veces genial que tuvo en el bolsillo a Winston Churchill un buen rato y al que, en la víspera de la invasión de Polonia, F. D. Roosevelt le pidió que cambiara de bando. ¿Por qué? Porque en Washington y en Londres lo creían capaz de hacerlo y la mitad de los fascistas (como la mayoría de los italianos del norte, víctimas históricas de los austríacos) eran antigermánicos, como nos recuerda Scurati.
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Porque le convenía y sin el menor escrúpulo (al igual que su rey, Víctor Manuel III), Mussolini adoptó la legislación antisemita que le pidieron desde Berlín; Serra cuenta que, sobre el terreno, las tropas italianas solían proteger, cuando podían hacerlo, a los judíos del acecho nazi.
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La aplicación de las leyes, finalmente, destapó que “el Estado ético”, que según Mussolini él tripulaba, resultó una ficción picaresca donde las familias judías, deseosas de borrar su ascendencia e “italianizarse”, enriquecieron a los burócratas fascistas, quienes montaron un lucrativo mercado negro de documentos falsos. Careciendo de los medios “totalitarios” para impedir ese espectáculo tan “latino”, Mussolini, como solía hacerlo cuando sentía impotencia, miró para otro lado.
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De mucho interés es el asunto de la diarquía, para mí desconocida, aunque, al ser instruido por Serra, algo entendí. El Duce, hombre leído y viejo periodista, conocía la teoría de los dos cuerpos del rey, de Ernst Kantorowicz, un historiador judío alemán conservador, ya entonces asilado en los Estados Unidos. Mussolini ansiaba concentrar esa doble naturaleza en su propia persona, desde luego, pero no tuvo tiempo para resolver el rompecabezas.
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Víctor Manuel y su corte, subordinados al Duce, no eran solamente un símbolo arrumbado en el desván para guardar las apariencias, como algunos pensábamos. Tan es así que en el momento cúspide de la dictadura, acaso tras la cruenta victoria de 1936 en Abisinia, los fascistas más radicales le insinuaron a Mussolini que quizá había llegado la hora de deshacerse de la monarquía e instaurar una república fascista, sueño que se tornó pesadilla, más tarde, en Salò. Al Duce, ese pragmático que tan bien dibuja Serra –por cierto, junto a Mario Vargas Llosa, uno de los pocos extranjeros en haber ingresado a la Academia Francesa–, no le faltaban ganas de deshacerse de los Saboya. Pero más que estorbarle, le ayudaban. El pueblo era monárquico y esa falsa subordinación legitimaba la humildad de propósitos atribuida increíblemente al Duce; además, el rey, al seguir estando constitucionalmente facultado para destituirlo, le daba a Mussolini una salida de emergencia.
Y así ocurrió, paradójicamente, el 25 de julio de 1943. El Gran Consejo Fascista votó la destitución del Duce de todos sus cargos y el rey, como a cualquier ministro en una de aquellas monarquías, lo echó de su palacio. Lo arrestaron los carabineros, la rama más “realista” del Estado, y tuvieron que rescatarlo de su cautiverio, como se sabe, los paracaidistas alemanes hasta septiembre. Solo dos cosas se conocen con certeza de Hitler: su determinación genocida contra los judíos y su amor por Mussolini, a pesar de los pesares.
Amor del bueno, pletórico en equívocos, mentiras piadosas o infernales, humillaciones rutinarias. Quien se dejaba amar –Mussolini– sufrió la peor de las afrentas cuando Hitler se anexionó Austria –el bocado más apetecido por Italia entera– sin decirle nada a su aliado, quien se enteró cuando todo estaba consumado. Las venganzas del Duce parecen cosas menores –“Hoy Hitler es el maestro; Mussolini, el discípulo”, comentaba The New York Times el 30 de octubre de 1938–,
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como negarse durante años a hacer un tiraje millonario de Mi lucha e imprimirlo al fin en 1934, mientras, aconsejado por Giovanni Gentile, su filósofo de cabecera, asilaba a los intelectuales perseguidos por el nuevo Reich, quienes, encabezados por Karl Löwith, recibieron hospitalidad académica en Roma.
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La “cohabitación” entre aquel rey y el Duce, infiero de la lectura de Il caso Mussolini, algo dice sobre las relaciones entre el fascismo y sus descendientes populistas; incluso Serra comenta que los Orbán y los Erdoğan practican hoy una política internacional típicamente mussoliniana.
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Mussolini necesitó de la democracia para adherirse a ella como una rémora y acabar por dominar Italia; se sirvió de aquel aparato, sin duda vetusto, para emprender una modernización que nunca pudo completar, dada la escasa velocidad de la economía italiana y la ausencia, en su proyecto, de un totalitarismo a la vez salvaje y monolítico, como los de Stalin y Hitler. Y, como con algunos otros populismos, fue la propia institución capturada la que finalmente logró librarse de él, utilizando herramientas que Mussolini creía caducas. Una lección esperanzadora, desprendida del libro de Serra.
Me topé con M. Los últimos días de Europa en la librería, cuando ya estaba leyendo Il caso Mussolini por otro motivo, así que llegué venturosamente bien armado para disfrutar –si es que esa es la palabra adecuada– su lectura. De hecho, descubrí en mi biblioteca una versión condensada del diario del conde Galeazzo Ciano de Livorno (L’Europa verso la catastrofe, Mondadori, 1948) que nunca había yo abierto y que sin un Scurati me habría resultado ilegible. Es estremecedor, gracias al profesor de literatura contemporánea de Milán, toparse de improvisto con los diarios de Joseph Goebbels, la correspondencia entre el Duce y el Führer, las quejas de madame Mussolini, los recortes de los periódicos londinenses o neoyorquinos y, sobre todo, con el diario precisamente del conde Ciano (1903-1944), un personaje digno lo mismo de Marcel Proust (o de Romain Gary, en su defecto) que de D’Annunzio.
Galeazzo era hijo del almirante Costanzo Ciano, héroe de la Gran Guerra y uno de los primeros camaradas del Fascio. Al casarse con Edda Mussolini y llevar con ella un escandaloso matrimonio abierto, pleno en alcohol, campos de golf y drogas duras, más propio de una novela de Francis Scott Fitzgerald que de la “ética” y autárquica Italia fascista, el conde Ciano se convirtió en el pretendido delfín del dictador.
Ministro de Propaganda y luego canciller del Duce, el conde Ciano tenía luz propia. Junto a todos los defectos del señorito, que acabaron por hundirlo, veía el mundo con lucidez y desencanto. Su Diario –del cual hay una edición anotada por Serra– está escrito para la posteridad, comparte las ilusiones del Duce del fascismo y cuando es necesario las contradice, oscilante entre la fascinación hitleriana y la fantasía de D’Annunzio, el san Juan Bautista del fascismo –cuya muerte lloraran Ciano y Mussolini en 1938–, de que la verdadera alianza era latina, con Francia. El conde Ciano tenía derecho de picaporte con el canciller Joachim von Ribbentrop y hasta con el Führer, pero a partir de Stalingrado y El Alamein, junto con el rey Víctor Manuel y un número cada vez más numeroso de fascistas… entre los cuales estaba Mussolini, empezó a temer que la derrota nazi hundiría a Italia, a la cual había que desvincular del Eje, firmando una paz por separado con Churchill, a quien la idea seducía.
Sin embargo, Mussolini, pese a sus fantasías de recuperar un protagonismo que nunca tuvo, era incapaz de romper con Hitler y no lo haría por un vigoroso (y en verdad sufriente) sentido del honor: el de nunca traicionar a quien era su vástago y a quien llegó a temer, también, como el mismísimo demonio. Le ofrendó, como millones, su vida al Führer. El conde Ciano, en cambio, a quien Scurati describe como “el joven presuntuoso”, el “aguilucho atado”, “el chico imposible”, “el mantenido moral de Edda”, “el yerno del régimen y el yernísimo”, en fin, como “el Duce de complemento”,
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tenía otros planes. Respetuoso en público del hitlerismo oficioso, sus dubitaciones privadas se volvieron públicas gracias a sus orgías y borracheras; en 1943 su suegro se hartó y lo destituyó como ministro de Asuntos Exteriores. Bajo estricta vigilancia de la policía secreta lo nombró, como consuelo y para tenerlo cerca, embajador ante la Santa Sede, donde su Santidad Pío XII fingió un resfriado para no recibir las cartas credenciales de aquel vicioso.
Aún miembro del Gran Consejo Fascista, el 25 de julio el conde Ciano votó a favor de la destitución de su suegro el Duce y escapó inocentemente rumbo a Alemania, donde Hitler, furioso, lo hizo prender, pese a que el exdelfín confiaba en comprar su libertad con informaciones confidenciales de escaso valor. La Gestapo lo entregó, una vez liberado Mussolini por los nazis, a la República Social Italiana, la cual montó el proceso de Verona en enero de 1944 y apenas el 11 de enero el conde Ciano fue fusilado. Mussolini fue inclemente, pese a las numerosas peticiones –algunas de ellas, las de Francisco Franco y de Ramón Serrano Suñer, el cuñadísimo español– que lo llamaban a un gesto de amor casi filial que lo reconciliaría ante la humanidad.
Por única vez en su vida más fiel a su disoluto marido que a su padre, Edda salvó los Diarios, sacándolos clandestinamente rumbo a Suiza, donde se publicaron poco después. Rica mina historiográfica, retrato de un joven aristócrata que dedicó su dudosa virilidad a incendiar el mundo, los Diarios no suplen la necesidad de una gran novela sobre el conde Ciano, de la misma manera en que –no habiendo leído los dos primeros tomos de lo que hasta ahora es una trilogía– creo que M. Los últimos días de Europa es una magnífica obra documental, pero ello no basta para considerarla gran literatura. Es tan poderoso el flujo histórico que a Scurati le queda poco que hacer, más allá de hilar y coser. Los documentos allí reunidos parecen profecías de Nostradamus atadas al potro de una gramática siempre escrita en tiempo presente. Pero en las pocas veces en que Scurati toma la pluma y sigue a la Historia, y a sus protagonistas, no pasa de ser un eficaz escoliasta, ensordecido por el ruido de la guerra. Es demasiada realidad –parodiando a T. S. Eliot– para que una novela pueda contenerla. Scurati es un eficaz mediador, pero no un Lev Tolstói o un Vasili Grossman. Los blurbs no siempre tienen la última palabra.
De todos los dictadores de su tiempo, Mussolini fue el único en ser fusilado por sus compatriotas, concluye Serra. Habrá que esperar hasta 1989 para que Nicolae Ceaușescu sufra la misma suerte. Fue también el único en esa frígida legión que conoció el amor-pasión, por Clara o Claretta Petacci, quien, de haber sido asesinada por los partisanos –porque hay la versión de que se interpuso voluntariamente entre los fusileros y su amante–, fue víctima de una injusticia nunca reparada, aunque su familia clamó por su inocencia en 1957. Ella no ocupaba ningún cargo público ni había cometido ningún crimen según el derecho de guerra, si cabe invocarlo en semejantes circunstancias. Y es que ese destino tan propio de un pendenciero (o tan vulgar, si se prefiere la palabra), o humaniza a Mussolini o lo coloca en un nivel más abajo entre los autócratas y los totalitarios, disyuntiva que Serra, en Il caso Mussolini, deja abierta. A pesar de que tuvo herederos involuntarios (el diplomático italiano resalta lo mucho que del Duce hubo en Fidel Castro),
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Mussolini queda del todo opacado por el mal absoluto encarnado por Hitler y Stalin.
Serra subraya su soledad histórica. El fascismo italiano de 1922-1945, de la Marcha sobre Roma al esperpento de Salò, imantó maléficamente al mundo, pero sus jefes no merecieron un juicio de Núremberg –si los aliados dejaron morir a Mussolini en manos de la turba partisana se debió a que un juicio público habría revelado los coqueteos anglosajones, aun in extremis, con el Duce– ni la resonancia mundial del victorioso estalinismo, al cual, a partir del XX Congreso de 1956, la difusión de sus crímenes tornó aún más omnipresente y omnipotente. Entre su gente, el aviador Italo Balbo, amigo de los judíos y persistente antihitleriano, solo merece un recuerdo misericordioso y el conde Ciano, ya lo he dicho, espera a su novelista. Los intelectuales fascistas saltaron por la borda tarde o temprano y Giovanni Gentile, el más respetado, murió en una emboscada partisana en 1944. Curiosamente, el único gigante literario del siglo XX, el que vivirá su eternidad asociado a Mussolini, es y será Ezra Pound, a quien el Duce consideraba un loquito.
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Termino con un tercer apunte que tomé de Il caso Mussolini, de Maurizio Serra. La fidelidad del Duce a su pasado antiliberal, antidemocrático y anticapitalista, de la camisa roja a la camisa negra, siendo un Napoleón que se vuelve Bonaparte, me parece una prueba a la que hay que regresar, gracias a Serra, en Il caso Mussolini, para recordar el origen común de los totalitarismos. Socialista y obrero se apellidaba el partido nazi como revolucionario siempre se jactó de serlo Mussolini; Ribbentrop, canciller de Hitler, regresó encantado de la urss –mientras regía el pacto entre los dictadores– y afirmó, según lo cita Antonio Scurati, que entre los estalinistas “se sentía en su casa”, como “entre los viejos camaradas del partido” nacionalsocialista.
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TOMADO DE: https://letraslibres.com/revista/christopher-dominguez-michael-exorcismos-mussolini/