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Conozco a muchos amantes de la pintura que disfrutan de este arte profundamente, pero no me imagino a ninguno de ellos llorando ante un cuadro.
Conozco a infinidad de ávidos lectores que devoran cuanto pasa bajo sus ojos con ansia irracional, pero creo que de prácticamente ninguno de ellos podría decir que leer la primera línea de una novela les estremezca o arrebate hasta el punto de ser víctimas de sus propios sentimientos.
Pero lo que parece imposible o improbable con libros, cuadros, esculturas o arquitectura, está al alcance de cualquiera a través de la música. Porque sí conozco a muchas personas que aún sin estar dotadas musicalmente, sin ser capaces de cantar y acertar una sola nota de la canción más trivial, sin poder distinguir un bajo de un piano o sin poder apreciar la diferencia entre dos personas que cantan al unísono o en armonía, pueden emocionarse hasta las lágrimas o excitarse hasta el paroxismo con una determinada canción.
Y todo esto es ajeno a la apreciación de un arte como tal. Nadie queda libre del influjo de la música. Quien la estudia y domina escalas y armonía podrá disfrutarla de un modo diferente a quien sólo es capaz de dejarse llevar y tararear en la ducha. Pero no me atrevería a apostar por quién disfruta más.
La música nos afecta de un modo que ninguna otra actividad creativa humana consigue, estableciendo una conexión directa entre nuestros sentimientos y lo que escuchamos, pero también entremezclando nuestras vivencias con los sonidos que nos rodean y que, posteriormente, permiten a nuestro cerebro recuperar lo vivido como una llave a un tiempo pasado y tal vez olvidado.
Tradicionalmente el primer aspecto, la conexión entre música y sentimientos, ha sido explotada a conciencia. Desde el movimiento romántico a los cantantes melódicos más histriónicos, la música ha modelado nuestros sentimientos y ha sido su más eficaz vehículo de expresión.
Solo en épocas más recientes se ha estudiado de manera sistemática el influjo de la música en nuestro cerebro. Los primeros psicólogos y neurólogos abrieron paso a través del estudio de casos singulares. Posteriormente, la tecnología ha permitido radiografiar la actividad cerebral favoreciendo un acercamiento más científico y evitando los casos más extremos y llamativos, creando una neurología de la normalidad.
El reputado neurólogo Oliver Sacks ha dedicado su último libro a recopilar gran parte de la información disponible sobre el cerebro y la música, el modo en que nos influye pero también los infinitos modos en que la música se adueña de nuestras mentes, no siempre para bien, y de qué modo la música puede acudir en ayuda del enfermo.
Resulta sorprendente que haya esperado al final de su carrera (Sacks nació en 1933) para escribir esta obra ya que la música forma parte de su vida del mismo modo que la neurología o la química. Buen pianista, aprendió de sus padres el amor por la música y ha vivido siempre rodeado de partituras e instrumentos. La música le ha servido para aumentar su disfrute de la vida y para salir airoso en momentos difíciles. Pero tal vez por todo ello, cuando ya no es esperable un nuevo gran trabajo, es concebible que Sacks haya preferido esperar a escribir este libro como testimonio de su pasión.
Como es habitual en toda su obra, Musicofilia (Ed. Anagrama, 2009 traducida por Damián Alou) se compone de diversos capítulos alrededor de casos clínicos descritos con la delicadeza y cercanía que hacen de sus libros un goce continuo pese a lo arduo del tema o lo espantoso de las situaciones descritas.
Porque también la música engendra monstruos. La primera parte del volumen (Poseídos por la música) describe cómo en ocasiones la música puede convertirse en una obsesión. Es el caso de Tony Cicoria, un médico totalmente ajeno a cualquier interés por la música más allá del silbido camino del trabajo pero que, tras sobrevivir a un rayo, desarrolla una pavorosa afición por el piano que termina por dominar a la perfección a costa de su vida profesional y su matrimonio.
Parecido patrón siguen quienes sufren de lo que Sacks denomina “gusanos musicales”, pequeñas secuencias de apenas segundos, pocas notas, repetidas de manera insistente durante horas, hasta casi hacer enloquecer a quien las padece. Es curioso que, en muchos casos, esta dolencia sucede a músicos profesionales arruinando su carrera, incapaces de volver a tocar con normalidad o de lograr la concentración necesaria para sus tareas de composición.
Pero en otras ocasiones, estos músicos logran reconvertir su arte y explorar los sonidos de su mente para sus creaciones, un arte lunático o demente pero no por ello menos emotivo o hermoso.
En la segunda parte de Musicofilia (Una musicalidad variada) Sacks repasa casos como la sinestesia musical, en la que el sujeto identifica notas o escalas con colores o sabores, una experiencia más habitual de lo sospechado. Esto enlaza con la presencia excepcional de personas con tono absoluto, capaces de identificar una nota de manera perfecta. Pero esta perfección puede perderse con facilidad lo que altera de manera definitiva la percepción musical del individuo que, en ocasiones, termina por no ser capaz de distinguir una simple armonía.
En Memoria, movimiento y música, Sacks destaca la conexión entre enfermedades como el Parkinson y la música como medio de mitigar sus manifestaciones más aparatosas o el síndrome de Tourette cuyos espasmos y tics parecen controlarse cuando el paciente se enfrenta a una actividad musical tal y como ya había relatado en obras anteriores. .
Parecida influencia parece ofrecer la música en el caso de la afasia, la incapacidad para el lenguaje (su emisión o comprensión) y que, sin embargo parece ser burlada cuando la música entra en juego. Personas incapaces de pronunciar una frase completa pueden elaborar complicadas reflexiones empleando melodías conocidas.
Por último, en Emoción, Identidad y Música, el autor reflexiona sobre la depresión, los sueños musicales y otras interacciones entre los aspectos más sensitivos de nuestro espíritu y la música.
Los archivos de Oliver Sacks se nutren no sólo de su actividad clínica profesional sino de la inagotable correspondencia que los lectores de sus libros le hacen llegar con casos propios o de familiares y que, continuada en el tiempo, permite un estudio a medio y largo plazo realmente enriquecedor.
Musicofilia lleva por subtítulo Relatos de la música y el cerebro, y nada más apropiado para definir este libro que da cuenta con pasión y amor de todas las manifestaciones que la música tiene en nuestro cerebro, en muchas ocasiones aderezadas con anécdotas personales del propio autor o con referencias a célebres músicos o compositores.
No recomendaría este libro para quienes aún creen que poner a su hijo todas las noches la Pequeña serenata nocturna de Mozart hará a sus hijos más inteligentes. Sí para quienes crean que la música se puede disfrutar con pasión y racionalidad y que, escuchen a Satie o a los Ramones, sean capaces de vibrar con la combinación de 12 doce notas.