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Por Iván Égüez
El cuento es un género familiar a todos los humanos, pues su origen oral se remonta a épocas perdidas en el tiempo. solo la poesía es anterior a él, pues ésta, ligada al ritmo, nace de la fiesta, de cuando los primeros hombres golpeaban rítmicamente palos secos o piedras de mano para acompasarse en el resuello, en el esfuerzo, es decir, cuando el trabajo era diversión.
El cuento comenzó con la danza, que no es otra cosa que pensar con el cuerpo; comenzó ligado al asombro, a la necesidad de contagiarle a otro el deseo, de contarle lo que ha sucedido por vez primera, lo que ha extraído de sí mismo o de su medio natural. Los que afirman que el pensamiento se articuló primero en el movimiento de la mano antes que en el de la lengua, sostienen que el origen del cuento es gráfico, rupestre. Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que los orígenes asombrosos del cuento hicieron que éste pasara de boca en boca y, por lo tanto, se constituyera en un género popular, común a toda clase de personas. La traslación oral de una generación a otra lo ha vuelto un género alquitarado (pasado por filtros), pues, en el proceso de retentiva histórica o, si se quiere, de memorización colectiva, se le ha permitido todo el pulimento necesario y, como en las historias que se repiten, de ellas quedan el meollo y las circunstancias, más que la forma y los detalles.
Esa alquitara colectiva ha permitido al cuento oral conservar la anécdota y verterla ad hoc —adecuadamente— según la lengua, el tiempo y el lugar en que se lo refiera. De ahí que Propp y otros formalistas detectaron la presencia de unos elementos constantes a los que denominaron funciones, las mismas que sirven para identificar cierto tipo de argumentos —y no solo de formas— del cuento popular.
El cuento de autor convierte a todos los autores en contemporáneos
Pero no vamos a hablar de ese tipo de cuento, normalmente anónimo, patrimonio de la capacidad retentiva de los pueblos, sino del cuento de autor, del deliberadamente artístico, es decir, del cuento como género literario, del cuento contemporáneo.
Edgar Allan Poe, en los comentarios a un libro de Nathaniel Hawthorne, Twice-Told Tales, publicado en 1842, destaca que esta clase de cuento no puede ser oral, que es una obra artística que ha conservado algunas características del cuento oral, entre esas la brevedad y el interés anecdótico, pero que ha desechado otras como la finalidad didáctica o la moraleja, y que ha añadido otras como la de una cerrada estructura, el impacto emocional y el tiempo concentrado en una sola jornada de lectura.
Vale detenerse en este señalamiento de Poe, ya que en su argumentación dice más o menos lo siguiente: si es menester dos sesiones de lectura, —óigase bien— los asuntos del mundo intervienen y todo lo que signifique totalidad e impresión queda destruido por completo. ¿Qué es esto de «los asuntos del mundo intervienen»? ¿Solo se refiere a que no haya interrupciones externas a la lectura? ¿Acaso todo lo que se cuenta no son asuntos del mundo? Sí, lo son, pero se refiere a los asuntos ajenos al universo narrado, que en el cuento es cerrado, una esfera como reclama Cortázar, un segmento de la realidad que va de equis a ye y nada más; una parte del paisaje y no todo el paisaje.
No admitir que intervengan otros asuntos del mundo también quiere decir que hay que escoger un solo asunto —un solo mundo— a contarse, que cuando el cuentista no observa esta regla, se desparrama el cuento y se dispersa el lector. En esto el cuento se parece en algo al poema que puede tener muchas imágenes, pero debe buscar una sola expresión temática.
En el cuento subimos por ascensor mientras en la novela vamos por las escaleras
Volvamos a la estructura cerrada del cuento y comparémosla con la de la novela. Recordemos aquello que aconsejaba Quiroga y que se refería a que no pueden haber elementos gratuitos en el cuento, que todos los que existan deben hacerlo en función del final del cuento, por aquello de ser como una flecha. En relación con la novela yo he establecido una comparación más o menos afortunada: en el cuento subimos por ascensor mientras que en la novela vamos por las escaleras, es decir a paso lento, con descansos, zigzags o ayudas de pasamanos. En la novela se da respiros al lector mientras que en el cuento el alma del lector está sometida a la voluntad del cuentista, «como el pulso a la vida», decía alguien; si se detiene el pulso, el lector desaparece y el cuento muere. Es que en el cuento no puede sobrar nada, todos los elementos tienen que ver con su espina dorsal, no puede haber hojarasca. En la novela son necesarias las descripciones, las digresiones, las circunvalaciones. Cortázar decía que a la novela la ganamos por puntos mientras que al cuento debemos hacerlo por K.O., y nuestro José de la Cuadra comparaba al cuento con el amor entre el gallo y la gallina, mientras que a la novela, con ese amor amarrado de los perros. Otro ha comparado a la novela con aquellas aves migratorias conocidas como patos de Canadá, cuyo vuelo se realiza en varias jornadas, mientras que al cuento lo compara con el colibrí, no solo por su vuelo corto sino por lo concentrado, rápido y detenido frente a la flor: el colibrí vuela en pos del néctar y ahí se mantiene hasta lograrlo. El dominicano Juan Bosh, en su Teoría del cuento, compara al cuentista con un aviador que levanta vuelo sabiendo a dónde va a arribar; no puede despegar para darse vueltas en el aire sin saber dónde aterrizará su historia.
La novela es el único género que se encuentra todavía en proceso de constitución, y por ello refleja en la forma más esencial, con una profundidad, una finura y una rapidez particulares, la evolución de la realidad misma. Solo lo que se halla en trance de constitución puede comprender el fenómeno del devenir. Quizá por ello no posee cánones. Según Bajtin, la novela parodia a los demás géneros (y justamente en cuanto géneros), desenmascara el carácter convencional de sus formas y de su lenguaje. Y algo más, es un género por esencia autocrítico, yo diría que autofágico.
Una novela es un proceso, si se quiere, coherente; su trama no está dada por la sucesión de historias independientes sino por eventos que son parte de una sola historia. No es la sucesión de cuentos, así sean historias que les pasan a unos mismos personajes, porque el cuento, como he dicho antes, es un apartado claro y distinto. De ahí que no podemos estar de acuerdo con aquella definición de cuento que dice que es una novela sin ripio, aunque lo diga otro de los maestros en el género, Jorge Luis Borges; pero al caracterizar cuento y novela, él apunta una gran verdad: que en el cuento lo importante es la anécdota y en la novela lo predominante es el personaje. En el primero, básicamente, hay que inscribir al personaje dentro de una situación; su función estructural es la de encarnar la anécdota; en la segunda, al personaje se lo va construyendo a través de docenas y a veces centenas de situaciones. Su fin es encarnar un transcurso, un proceso en constante mutación, una alteración de la conciencia. Es que en cuanto a los personajes, en la novela éstos son su carne, pues las ideas, las hipótesis, se construyen en base a ellos y el lenguaje. En el cuento, en cambio, está privilegiada la situación; los personajes son fruto de ella. La novela está dada por el desarrollo de unos personajes que se problematizan, que entran en relación. Por otro lado, al ser una de las características del cuento la brevedad, el cuentista no tiene tiempo para conformar el personaje como sí lo tiene el novelista. Por eso, en el cuento los personajes ya llegan formados o experimentan una mutación a causa de la anécdota que los inmiscuye.
¿Cómo se produce un cuento?
Anderson Imbert señala que el concebir un cuento implica un esquema dinámico de sentido y —resumiéndolo, diríamos— una fluencia permanente para encarnarlo, es decir, contarlo. La mente del cuentista parte de una idea problemática en busca de soluciones imaginativas. Nuestra mente, en el momento de la invención, salta hacia una forma, arranca de una idea problemática y procura su solución. Ese esquema dinámico —que era simple y abstracto— atraviesa en medio de un bosque de imágenes y se va vistiendo de ellas. La invención del cuentista va de lo abstracto a lo concreto, de la instantaneidad del boceto a la imagen, de la emoción a la escritura. La emoción es el aleteo del pájaro antes de volar, es el presentimiento de un rumbo valioso. Mas la temperatura del arte es más fría que la de la vida, no solo porque tiene que franquear esa zona nebulosa entre la mente y la escritura, sino por esa carga de oficio cuasi artesanal que inevitablemente llevan los productos finalizados. Sin embargo, la escritura de un cuento conlleva algo fundamental: contar de manera personal algo de carácter universal, es decir, desarrollar un tema general a través de sucesos particulares, contar una historia no carente de propósito, pues no se trata de hilvanar una historia a manera de simple divertimento, sino de que el lector salga del cuento como de una pesadilla, como de un chapuzón, que salga sabiendo no solo algo más del ser humano —que puede ser uno de los fines de la literatura—, o que conozca al otro, al diverso y, por supuesto, que se reconozca a sí mismo, sino que sienta, que palpe, que ese cuento o ese poema es una nueva naturaleza, algo que antes no existía en la realidad, que luego de formulado y leído han pasado a formar parte de ella, que están ahí como pueden estar un árbol o un río.
¿Cómo entender mejor un cuento?
Lo mínimo que podemos hacer con un amigo es no dejarlo con la palabra en la boca. Así mismo con el cuento que leemos, pues si lo interrumpimos, no solo que restamos la posibilidad de emocionarnos, sino que corremos el riesgo de no hilvanar bien su sentido. Un cuento es una historia que debe ser leída, como se ha dicho, en una sola jornada de lectura (valga esto, de paso, para contestar a quienes averiguan por la extensión que debe tener un cuento). Pero no olvidemos que quien narra en el cuento no es el autor sino el narrador o, si se prefiere, al comenzar a leer un cuento, siempre será bueno averiguar, lo más pronto, de quién es la voz narradora, quién lleva la voz cantabile. Digo lo más pronto porque la voz narradora permite entrar en el asunto, en la mirada, en el punto de vista con que se cuenta la historia; Identificado el narrador podremos apreciar el punto de vista con que nos es contada la historia, todo esto mientras nos dejamos llevar por la tensión del cuento, de la impresión que nos causa como un hecho no solo estético, sino vital. Hay veces que solo al final se sabe quién cuenta la historia, de quien es esa voz.
Esa primera lectura impresionista es absolutamente necesaria. Después podremos desmenuzar la historia y profundizar en ella. Para este nuevo paso, toquemos el esqueleto del cuento, dividámoslo en esas tres viejas partes del corpus aristotélico: presentación, nudo y desenlace, a sabiendas de que, por lo concentrado del género, esas tres partes vienen como algunos productos en rebaja: tres en uno. A veces, el comienzo de un cuento es tan importante como su final. Recordemos la primera frase del cuento Las mañanitas, de Carlos Fuentes: «Antes, México era una ciudad con noches llenas de mañanas». O el final sorpresivo de Emma Zunz, de Borges. Final sorpresivo, inesperado, solo para el lector, pues ya ha sido cocinado secretamente desde que nació el cuento, pues, su autor siguió, seguramente, aquel consejo que dice que en el cuento todos los elementos son esclavos que trabajan para ese amo implacable: el final.
Actualmente la narrativa latinoamericana ha ganado importantes espacios de lectura, ya que es más abierta no solo en los temas, en la estructura o en el tono, sino también en las múltiples formas del género narrativo: thrillers, novela y cuento policial, novela negra, ciencia ficción, biografías y reportajes novelados, textos interactivos, prosas poéticas, fotonovelas, guiones, libretos, minificción (que va desde el microcuento —o cuento anoréxico, bonsai, esquelético—, hasta las greguerías, viñetas, epigramas y graffiti).
Los escritores outsiders, marginales al modelo solemne, no son muchos en realidad, pero sus obras, o al menos sus nombres, son cada vez más referidos: Felisberto Hernández, Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Pablo Palacio, José Luis González, Juan José Arreola, Augusto Monterroso y, desde luego, dos autores profusamente difundidos y traducidos ahora: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
A propósito de estos dos diré algo acerca de la literatura fantástica, de aquélla construida con elementos de una realidad inasible desde el punto de vista de la lógica; de la que no pretende dar explicaciones racionales a los fenómenos o circunstancias relatados. Son hechos cotidianos que en algún gozne de lo normal se quiebran inesperadamente dando paso a la fantasía. Se trata de asuntos sobre los cuales no hallamos una explicación y, sin embargo, se dan, se presentan, no solo en la imaginación del cuentista sino que constituyen la otra cara de la luna en la vida cotidiana. De todo lo que nos acontece, una gran porción no sabemos por qué ni cómo sucede. A esto, a veces la gente llama premoniciones, visiones, telepatías, trances, cosas del más allá, historias de aparecidos o fantasmas, etc. Incorporar esa capa invisible de la vida al relato es uno de los propósitos del cuento fantástico, pero es también un escarbar en zonas antes vedadas por un realismo social a ultranza. Es que en América Latina se arraigó esa tendencia que, a la postre, devino panfleto, capilla. No hay nada más antagónico que el humor y la inventiva frente al dogma y viceversa; Y ya sabemos, por Pablo Palacio, que así como no hay nada más corrosivo que la ambigüedad de unos guantes de operar frente a las verdades oficiales.
De cierta manera el cuento en sí tiene un fulgor lúdico, así sea por esa caja de sorpresas que constituye toda historia que comienza y no se sabe cómo termina y, sobre la cual, el lector ejerce su curiosidad, intuición y complicidad a manera de los arúspices que llenaban de íntima fortuna, buena o mala, a todo lo que invocaban.
Por otro lado tenemos al humor como un ingrediente que promueve la adhesión súbita de oyentes o lectores. La incorporación del humor en las letras latinoamericanas constituye un fenómeno, más que nuevo, esporádico. No debería de serlo así, pues, se supone, que el cuento literario tiene sus orígenes en el cuento popular, satírico y cómico por excelencia. La gran tradición de los cuenteros la cultiva y la enriquece día a día, aparte de que la novela guarda en sí la invención del humor, la ironía y la farsa como constitutivos de su naturaleza paródica. Pensando en esa naturaleza, quizá. Luisa Valenzuela se pregunta: ¿Desde cuándo la novela es literatura seria?
La narrativa latinoamericana en general, y la ecuatoriana en particular, son unas literaturas demasiado graves y a ratos hasta solemnes. Cierto es que nuestras realidades son trágicas y, aparentemente, no se podría hacer humor de esas tragedias. No se trata de eso. Nuestros pueblos, aunque sufren injusticia y explotación, son pueblos esperanzados y hasta festivos; cotidianamente recurren al humor y a la ironía como formas de resistencia o –como en el caso de la alegre música caribeña y brasileña– a formas de supervivencia espiritual. La tristura andina parece haberse consubstanciado con buena parte de nuestra literatura indigenista y viceversa. Si a ese carácter sumamos el a veces engolado estilo de muchas de nuestras letras patrias, venimos a dar con un corpus oficial bastante farragoso. La solemnidad y la gravedad de esa literatura ha hecho nacer, por oposición, lo que peyorativamente se denomina literatura light, donde hay de todo: obras interesantes por su propuesta fresca y amena, y obras rayanas en el facilismo y la cursilería.
En general, diría, que son tiempos aciagos, de desconcierto. La sabiduría milenaria de nuestros pueblos ha sabido vencer todas las hostilidades para sobrevivir, para crear. Si queremos crecer, hay que resistir nutriéndose de lo propio y abriéndose a lo plural, a lo valioso más que a lo nuevo por el simple hecho de serlo. La mejor forma de existir es tomando impulso en la tierra, no afirmándose en el aire. Creo que la tradición narrativa ecuatoriana es de las más ricas y fecundas por ser el reflejo de lo que es el país: la mixtura de todo lo que hay en él, la unidad en la variedad. Las diferencias nos vuelven diversos, mas no distintos. Pero también somos el designio astrológico que divide en dos al mundo.