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Si hay algo que parecería obsesionar al Borges de su primer poemario, Fervor de Buenos Aires (1923), del que este año se cumplen cien años, es la luz, es decir, el sol, los faroles, la tarde, el ocaso, la noche. Este libro entrañable, que marca el reencuentro con la ciudad de su niñez, tiene zonas de cercanía muy claras con los textos del gran Homero Manzi, con quien Borges compartió otras pasiones, además de la poesía, sobre todo la elección de lugares menores, alejados de los sitios de la modernización que había vuelto a Buenos Aires una metrópoli cosmopolita y, en un punto, irreconocible.
Borges, que suele pasar largas horas caminando por calles y avenidas, encuentra en el Sur, es decir, en los barrios que se ubican después de la avenida Rivadavia, sitios en los cuales apoyar la mirada, cobijarse en Pompeya y Barracas, Constitución, la calle México. Allí “austeras casitas apenas se aventuran, abrumadas por inmortales distancias, a perderse en la honda visión de cielo y llanura”. Y en Manzi también: Boedo o Pompeya aún es pampa, yuyo y alfalfa, es decir, caballo, campo.
Esas zonas linderas, donde la ciudad se acuesta para abandonar la jornada del tráfago y apoyar la cabeza en la frontera hacia el suburbio, son espacios donde unas pocas casas salpican un paisaje que tiene aún mucho de llanura y en cuya inmensidad se pierde la mirada. A contramano del escozor que causa el espacio aborigen que Sarmiento o Echeverría denominaron “desierto”, Borges construye su arrabal entre una vastedad que lo asombra y que trae la tradición del rechazo sarmientino (“Allí, la inmensidad por todas partes”, es decir, el siglo XIX) y la ciudad bulliciosa de Arlt (la gran urbe del siglo xx), inaugurando un espacio de transición; transición que es también la que trae de la España ultraísta y que lanzará puntos de fuga hacia otras obsesiones propias del nuevo siglo, en cuyo filo nace.
Fervor de Buenos Aires construye su poética en este lugar fronterizo y esquivo a la impersonalidad urbana (“No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo”). Dice Horacio Salas que el periodista y escritor francés Pierre Drieu La Rochelle, de visita en Buenos Aires invitado por Victoria Ocampo, enuncia una percepción de la llanura que a Borges le impacta: “vertige horizontal” (vértigo horizontal), una definición “que [según Borges] todos los escritores argentinos hemos buscado, con la cual no hemos dado”. Sobre ese espacio que asoma luego de Barracas o por Alsina, cae la luz con inmensidad: “Siempre es conmovedor el ocaso/ (…) pero más conmovedor todavía/ es aquel brillo desesperado y final/ que herrumbra la llanura/ cuando el sol último se ha hundido”.
Casas y no edificios, zaguanes y patios (“El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa”), madreselvas y jazmines, aljibes… son los sitios criollos desde los que el joven Borges se vincula con el cielo universal. Esta Buenos Aires es un sitio en el que aún no hace equilibrio un joven veinteañero que oscila entre la ciudad que dejó antes de irse a Europa, la que le heredó su prole (parientes que han peleado en las guerras de Independencia, es decir, la ciudad pura-llanura o “pampa”, como dirá en su libro posterior, Luna de enfrente), la que produce el impacto de lo nuevo y la que decide construir en el arrabal o suburbio: “Al cabo de los años del destierro/ volví a la casa de mi infancia/ y todavía me es ajeno su ámbito”.
Entonces, escribe su ciudad, con la imagen del papel en blanco que mancha su propio deambular, y donde habrá de cifrar una historia de objetos y sucesos: “Se abre la verja del jardín con la docilidad de la página”. Anotemos, además, que toda la colección de menciones espaciales (patio, verja, jardín, aljibe, zaguán) son de procedencia hispánica, lo cual habla también de un proyecto de escritura con claros aires nacionalistas.
Si al comienzo señalamos la luz como una obsesión del poemario, es porque los textos de Fervor, en su remembranza de aquello que ya no existe, buscan algo esencial o ideal, cuyos reflejos el poeta encuentra como pura apariencia. Este cometido, que en Borges es el del flâneur que callejea orientado por la melancolía, y que tiñe el paisaje de brumas personales, se realiza en la tarde o el ocaso, es decir, en la sombra. En efecto, la ausencia de luz impide que haya espejos, reflejos, escritura de apariencias, es decir, ficciones que construyan esa verdad esencial que no se revela porque ya no existe: como si escribiera, sobre las sombras de una memoria, una ciudad nueva que aún no ha sido dicha.
El que acabamos de esbozar es un asunto estético de larga data; se inicia con Platón y su planteo del arte como imitación de la imitación. En realidad, mezcla de Platón y tango más genuino, Borges también parece tributar otra herencia filosófica que conoció en la España del ultraísmo. Efectivamente, se sabe que los escritores españoles, en particular los del 98, tuvieron especial interés por Schopenhauer, el filósofo de la voluntad como impulso de vivir.
El elemento que organiza el pensamiento de este idealista es la realidad como representación, es decir, como una reproducción de la cosa en sí que no podemos conocer, asunto del que se había ocupado Kant al distinguir la cosa en sí del fenómeno. Sin embargo, cree Schopenhauer, el mundo natural tiene una aparente voluntad que cifra el enigma del universo y por la cual todos los fenómenos naturales, como manifestación aparente, no serían más que realización de esa voluntad general.
Borges parece adscribir a esta idea. En su poema “Amanecer” declara el peligro de que la ciudad no “sea” o exista, porque Buenos Aires duerme y ninguna voluntad sueña o representa sus calles. La alusión al filósofo es explícita: “Curioso de la sombra/ y acobardado por la amenaza del alba/ reviví la tremenda conjetura/ de Schopenhauer y de Berkeley/ que declara que el mundo/ es una actividad de la mente”.
Ese proyecto de una curiosidad de ocasos y sombras más que de fulgores y transparencias no es más que una poetización de Buenos Aires a través de la opacidad que da lo oscuro. Un mundo que ya no reposa en Mozart o Leibniz (luz y videncia), sino en Wagner y Schopenhauer (poesía y sonido, opacidad del ser), es decir, en una música cuya letra es la metafísica del gran filósofo de la Voluntad.
TOMADO DE: Revista Ñ https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/borges-dia-porteno_0_SYeFoI0SFo.html