Un 5 de junio memorable: Montalvo en España (II)

… Siembra miel en mis espinas
protégeme
en al acecho de los vientos…

Dos meses permanece Montalvo en Madrid, en donde los laureles del triunfo han inundado su frente y las personalidades más notables de la época han ensalzado su talento honrándose con su amistad.

Sin duda, la publicación de los Tratados fue para Montalvo motivo de desvelo y arduo trabajo. Y su permanencia en Francia, capital intelectual del mundo del 1800, es precisamente para afamar la publicación de sus libros. Nada que no haya pasado por París valdría la pena, nada que París no haya puesto a prueba perdurará en la memoria del colectivo, por allí pasaban pues los espíritus mayores de las letras y las ciencias, lo que no pasa por París no llega al fin del mundo…

Pero, ¿cómo pagó Montalvo el precio de su fama?, sus adentros, sus introspecciones y el dolorosísimo,  afán de no poder volver a su patria, las deslealtades,  lo sabemos a través de las cartas a sus íntimos: El 5 de Octubre 1883, tres meses después de su apoteosis en España, a su sobrino Adriano le dice: “Mucho deseo tengo ya de volverme a América… quiero un rincón tranquilo en Ambato”. Ambato, su Ambato de membrillos y manzanas, de cielo claro, de aguas transparentes con sus prados de sigses y arrayanes revive en su corazón y en su añoranza.  En carta del 30 de abril de 1884, vuelve a insistir: “… mucho deseo tengo yo de ir a Ambatopero por poco más o menos para mí no hay Patria. … Me acuerdo con amor de los Andes, y te sé decir que los días menos amargos y más tranquilos de mi vida han sido los de mi destierro a orillas del Carchi”… Pero inútiles han de ser por desgracia todos sus empeños… en enero y en abril del 1887 vuelve a insistir en el tema, ya insofocable su pretendido regreso le quema las entrañas, la añoranza se convierte en hábito monstruoso porque la posibilidad de retorno es cada vez más lejana…

“Después  de ocho años de ausencia, tengo un vivo deseo de ver a las personas  y los lugares queridos. Pienso que no habría persecución oficial, ni me impedirían el desembarque en Guayaquil. Las persecuciones particulares, las de los clérigos, serían las terribles en Quito. Pero en Ambato, donde no tengo enemigos personales, ¿no te parece que pudiera yo vivir un año o dos, para volver a salir, quizá bajo mejores auspicios? En este caso me buscarías tú una casita de arriendos, pues en la de mi hija los frailes no me dejarían vivir, amenazando a estas señoras con la maldición del cielo. ¡Triste cosa es tener que expresarse de ese modo! ¿Nuestro pobre país está en la edad media?”… expresa a su sobrino.

Claramente se ve que la ansiedad que Montalvo sentía en París era  crónica, la situación limitada de su ingreso económico corroía en su bienestar, su sentimiento desapacible lo mostraba atrapado entre los muros de una ciudad ajena. Para él, París, era la frívola luz de farola que le parecía hostil y alejada de los hábitos de la trascendencia del espíritu que se encuentra en el espacio apacible de la naturaleza: manantial y cuna donde se alcanzan los sentimientos inefables. Ese espacio añoraba sin cesar el alma de Juan Montalvo, alma encarnada para legar-nos grandes ideas en la inclusión sutil del Espíritu, en su breve paso por la Tierra.

Luz sus ideales, añoraba representantes para el pueblo, gobernantes, con la sabiduría del Espíritu, clérigos con la sacralidad que emana el alma pura, noble, en donde las manifestaciones éticas y morales dejen huellas permanentes para lograr corregir los desaciertos humanos.

Ante la corrupción de la Dictadura de Veintemilla, “Ignacio de la cuchilla, el presidente de los siete vicios capitales” y, cuando este al fin es derrocado, aconseja a Alfaro y a Portilla: “La horca le quedaría de ejemplo para los malvados de su linaje”. Desea fervientemente estar de regreso en su patria un mes antes de la caída del tiranuelo,… “El dos de junio de 1883 me embarcaré si me llega la letra…”, esa letra tan anhelada, ofrecida por Alfaro… pero lamentablemente nunca llega, al igual que los sinnúmeros ofrecimientos de este caudillo de Monte Cristi.

El medio punitivo de la horca, piensa Montalvo es el mejor remedio para expulsar de la conciencia de los políticos, la corrupción y el engaño. Al aconsejar a Alfaro le hace notar que este “…era un sistema de castigo que no había sido desdeñado en naciones civilizadas como Inglaterra y Estados Unidos”. Al escribir a su hermano Francisco, afirma: “he aconsejado a su vez a Alfaro, que si cae en sus manos, ese facineroso, (Veintemilla), no deshonre la noble bala en su cuerpo inmundo, le he dicho que le haga ahorcar”.

El temperamento de Montalvo, como el mismo lo ha dicho: “Afable soy con la inocencia, afable con el honor, afable con la hermosura, afable con la naturaleza… pero soy un demonio, el mismo demonio con picaros, traidores, ladrones, indignos, hipócritas, avarientos, viles, mentirosos, a todos estos los mato con el odio y el desprecio”.

Al no recibir las ayudas esperadas que lo conducirían a su retorno al Ecuador escribe uno de los textos más íntimamente desgarradores y descriptivos de su situación y con una fuerte reminiscencia de lo que sería la estabilidad de una familia y de su Ambato, ciudad cuna, amada entrañablemente por Montalvo:

“… no estoy aquí por mi gusto, y ¿cuándo les he dicho que vivo contento? Si alguna envidia tengo en este mundo, es la del hombre modesto y tranquilo que vive rodeado de personas queridas, que goza de la infancia de sus hijos, los ve crecer y ve romper en ellos la aurora de la inteligencia, que tiene amigos afectuosos, con cuya lealtad puede contar, en todo caso, que se calienta al sol de la patria y se refresca a la sombra del techo propio, que halla a la vista sus montañas y dirige sus pasos a los sitios de sus recreos familiares, que conoce a todo el mundo en la calle, tiene a quien saludar y quien lo salude, con sombrero atento o fuerte mano, que se despierta al son de las campanas de la iglesia, campanas que ha estado oyendo desde niño, que se levanta y vuelve cada día a las ocupaciones que no fatigan y las distracciones que no cansan, amado de su mujer, querido de sus parientes, servido y respetado por sus criados. La hacienda, el caballo, el perro, la vaca, la leche caliente y pura, ¿en dónde están? Esa señora que decía entre suspiros “aquí no oigo jamás ni mugir un buey, ni cantar un gallo”, sin caer en la cuenta expresaba vivamente el amor de la patria. ¡Si yo pudiera dar los ocho años de Europa en mis tres viajes, aunque no han sido del todo inútiles, si los pudiera dar por cuatro días de felicidad domestica acendrada, en un rincón de mi país, no vacilara un punto!”.

En Paris, Montalvo sufre decepciones, ingratitudes, soledades, ¿cuántas veces habrá dominado el furor de la angustia extrema dentro de su pecho? esperando que Alfaro y José Miguel Macay cumplan la promesa del envío de dinero para la publicación de su magnífica obra: “Los Tratados”. Alfaro y Macay habían prometido ser los inversionistas para este proyecto, habiéndolo sacado a Montalvo de la tranquilidad de Ipiales, lo empujaron a acometer esta aventura en Europa, “el viejo mundo siempre rutilante para las ambiciones de toda gran figura hispanoamericana”, Alfaro encontró en Montalvo, al brillante idealizador, al inigualable polemista, y sabía que él, lo impulsaría a ocupar espacios que se escribieran, más tarde, en la historia ecuatoriana.

La inversión para la publicación de sus Tratados, encuentra tregua por la muerte del impresor. Cuando se reanuda adecuadamente este trabajo fue Clemente Ballén quien pagó  a la editora de Basazón, una gruesa suma, el tiraje eran cuatro mil ejemplares, en edición de lujo, que se encontraron listos a fines de 1882, así con un sin número de vicisitudes, los “Siete Tratados” que tanta fama e inmortalidad le dieron, estuvieron listos en una “edición primorosa”, co-dignos de su esfuerzo y de su entrega, para conquistar al público europeo y americano.  Tras este acto de consiente generosidad de Clemente Ballén, Montalvo escribe a su sobrino Adriano: “La Providencia me alargó la mano por otro lado”.

Oscar Efrén Reyes, uno de los mejores biógrafos de Montalvo, afirma que Miguel Macay se suicidó y Alfaro ocupo el dinero reservado para Montalvo en las causas revolucionarias.

Montalvo se desvelaba por encontrar la celebridad que su alma forjaba, incomprendido por muchos, mal entendido por otros, solo él tenía la claridad de mirar el camino trazado por sus pulsiones inconscientes, superando su propia historia de origen, conquistando con su inteligencia brillante un espacio que hasta hoy perdura, una vida que nos lega el ejemplo de burlar el tiempo y que su pensamiento seguirá reproducido, desmultiplicado y vívido en la conciencia de las generaciones que vendrán.

Ruth Cobo Caicedo – escritora

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