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Roland Barthes Variaciones sobre la lectura
¿Qué significa la lectura? Significa que nos hacemos cargo de decodificar un mensaje que otro ha codificado. Pero, en realidad, en la misma medida en que conocemos al sujeto que ha codificado el mensaje, desconocemos al sujeto que lo descodifica, y entiendo “sujeto” en un sentido muy fuerte, en el sentido psicoanalítico del término. Existe una desproporción enorme entre el conocimiento que tenemos de la escritura y el conocimiento, o mejor, desconocimiento , que tenemos de la lectura. La codificación de la escritura ha sido objeto de una ciencia bastante avanzada; desde la Antigüedad, se ha tratado, en general, de la retórica. La retórica es la ciencia que codifica la emisión de los mensajes, la escritura. Y enfrente, del lado de la lectura, no tenemos nada, no tenemos ninguna ciencia, ningún arte, que corresponda a la retórica. Y eso tiene una gran incidencia sobre nuestra concepción de la literatura, pues hasta ahora siempre hemos concebido la literatura como un arte del autor, y nunca como un arte del lector. Decimos, abstractamente, que el lector es el hermano del autor; “hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”; pero en realidad, eso es una especie de voto piadoso; pensamos que el lector es como el autor, y que podemos aplicar al lector lo que decimos del autor. Pero eso es falso. En realidad, actualmente, carecemos a la vez de una retórica y de una psicología (en el sentido moderno del término) del lector, es decir, de un conjunto de reflexiones que considere realmente al lector como sujeto del actor de lectura, y que, por consiguiente, le haga entablar un diálogo con el autor, no tanto oponiéndole reacciones de tipo afectivo o psicológico, sino realmente, en el nivel mismo del texto. Por lo tanto, no se trata solamente de un problema de reacción más o menos pasiva, más o menos activa, sino de un problema de conducción de las operaciones: pues la lectura es una operación, una estrategia. Por lo que puedo saber, diría que ese arte de la lectura, tomando la palabra arte en el sentido muy fuerte de técnica, no existe. Por lo demás, pienso que solamente será posible cuando hayamos reformado completamente nuestra concepciones del texto escrito, de la literatura, de la escritura, según perspectivas que ahora se dibujan gracias a los progresos de la lingüística y, digamos, de la lingüística aplicada precisamente a la literatura.
He evocado, al principio de este capítulo, los “universos” de la lectura. Estos universos no se definen solamente por los temas y los géneros; son algo más y algo totalmente diferente de lo que encontramos en la vida. La realidad que captamos a través de la lectura es en efecto una realidad figurada, expresada por el lenguaje, convertida en cierto modo en lenguaje. Y ese lenguaje, solamente lo percibimos por mediación de la escritura, es decir, de signos convencionales, de signos silenciosos, que lo representan visualmente. Dada esta situación, podemos preguntarnos si el lenguaje que encontramos en la lectura, después de su paso por los signos, es idéntico al lenguaje oral, al lenguaje de la vida corriente, o si ha padecido, por ello, una mutación.
Es una gran pregunta. Y si existe un criterio que se pueda aplicar a la distinción entre buena y mala literatura, es precisamente este. Digamos que el buen texto escrito es el que, en todas las épocas, ha integrado el “sujeto” de la lectura en la elaboración del mensaje. En los textos literarios, y en los escritos de menor calidad, cuando el autor codifica su mensaje, no prevé y no domina completamente todos los sentidos de ese mensaje. El sentido de un conjunto de signos es algo extremadamente difícil de dominar en su totalidad. El sentido brota de todas partes. Hay sentidos parásitos, hay sentidos secundarios, simultáneos, latentes, y, en el fondo, muchos autores no dominan la totalidad de los sentidos de lo que escriben. Esos sentidos parásitos, secundarios, que no siempre se dejan dominar, son lo que podríamos llamar, a grandes rasgos, connotaciones; son sentidos superpuestos; y es muy evidente que, cuando leemos, recibimos connotaciones que el autor ha puesto voluntariamente en el texto, pero también añadimos una infinidad de connotaciones, es decir, de sentidos profundos, que emanan ya de nuestra cultura, ya de nuestro nivel social; o de nuestra historia nacional: o de nuestro grupo social; o incluso, sencillamente, de nuestra situación afectiva.
Pero entonces, ¿qué relaciones mantiene con la realidad objetiva esa realidad figurada que percibimos a través de un lenguaje codificado?
Podemos decir, simplificando, que durante siglos, es decir, hasta los descubrimientos y el desarrollo reciente de la lingüística, se pensaba el proceso de codificación, y por consiguiente de descodificación, como una operación bastante simple. Había, por una parte, lo real, fuese lo que fuese, y, por otra parte, la expresión de lo real; el lenguaje se concebía como un instrumento que servía para expresar, o para figurar, es decir, para transmitir, de una manera más o menos simuladora, aunque transformada, lo real. Ahora bien, en la actualidad, y singularmente a partir del trabajo de Saussure, se introduce un tercer término en este esquema, que, hasta ese momento, era un esquema de dos términos, real por un lado, y expresión o lenguaje por otro. Se introduce un tercer término muy importante, y del que todavía no vemos todas sus consecuencias: el significado. El lenguaje se hace con significados y significantes, pero no se hace directamente con lo real. Una determinada operación mental transforma lo real en significado antes de transformarlo en signo. Eso hace que, en cierta medida, actualmente ya no se pueda, con toda inocencia, como se hacía hasta ahora, confundir el fondo (o el contenido) de un mensaje con lo real. Es otra cosa. Se produce una transformación, un paso de lo real al fondo, a los contenidos, a los conceptos. El lenguaje es un sistema que tiene su propia economía doble, que se articula con los significados (o los contenidos) y los significantes (o de las formas); y el sistema se sostiene perfectamente, sin apoyarse, como sistema, en lo real. Con ello entrevemos la posibilidad de modificar completamente una noción que, durante siglos, ha dominado no solamente la literatura, sino también la psicología y la comunicación, y que es la noción del “realismo”. El lenguaje, por naturaleza, nunca es realista, porque siempre interpone, entre la forma y lo real, esa especie de operación, o de forma interior, que es el significado. Contrariamente a lo que se dice corrientemente, la lectura, es decir, el lenguaje escrito y recibido, no hace ver un espectáculo. Hacemos un abuso de lenguaje cuando decimos que una descripción nos hace ver. En realidad, no nos hace ver nada en absoluto; y lo que nos da de lo real, no lo da por una vía totalmente independiente y autónoma, por una vía puramente inteligible. Eso no excluye, como hemos dicho, las connotaciones afectivas y emotivas; pero no es una vía figurativa. El lenguaje se refiere a lo real, pero no lo expresa.