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Julio César Londoño
Con las palabras se pueden hacer tres cosas: cantar, narrar y pensar. El que quiere cantar hace poemas, el que quiere narrar hace cuentos, dramas, chismes o novelas, y el que quiere pensar escribe ensayos. El cuentista no puede descuidar la tensión y el poeta debe acuñar imágenes potentes, es decir, sonidos, fragancias, texturas, sabores e imágenes propiamente dichas.
Como fracasar es cuestión de método, el ensayista debe conocer el camino más corto para componer un pésimo ensayo. Los pasos son:
Uno. Si el ensayo es una reflexión, el primer error es llenarlo de anécdotas y volverlo relato, o llenarlo de frases lapidarias hasta convertirlo en un poema empalagoso, o de frases superlativas, como hacen los críticos de contraportadas, o de frases irascibles, como los panfletistas de antes y los indignados de ahora.
Dos. Empiece con una definición del diccionario, o con una cita griega, o con un largo rodeo.
Tres. Ostente su plumaje. Sí, todos escribimos para pavonearnos, pero hay que disimular. La palabra «yo» se usa solo cuando resulta indispensable. Evite originalidades muy sesudas, por el estilo de «Yo creo que la cultura griega es importante en la formación del pensamiento occidental». Citar a Platón en inglés y toser en latín es corronchísimo, pero lo peor es autocitarse, y peor aún, hacerlo con pudor. «Como he dicho otras veces…». ¡Por Dios, nadie sabe qué ha dicho usted antes! Repítase sin aclaraciones ni número de página, y punto.
Cuatro. Amaine el plumaje. Desaparezca. Sea el más humilde de los humildes. «Hacia 2009 escribí un puñado de poemas olvidados y olvidables… era un librito…». No, por favor, el gusano es más insoportable que el pavo real. Usted no tiene que calificar sus ejercicios. Déjele ese trabajo al lector, a sus enemigos o a la posteridad, esa deidad que arde de impaciencia por hacerlo.
Cinco. Haga primero una investigación minuciosa y publíquelo todo, no descarte nada, ni siquiera el nombre la vecina de la prima segunda de Miguel Ángel. No omita ninguna de las direcciones de las casas donde habitaron Barba o Cuervo, como hace Vallejo, su aplicado notario. Error. Famoso error. El ensayista no investiga para escribir; escribe sobre lo que ya conoce de manera íntima, escribe para pensar con cierto orden sobre algo que conoce bien. Por eso puede hacerlo con soltura. Su investigación es mínima. Verifica algunos datos, actualiza otros y ya. Nihil obstat. Imprimatur est.
Seis. Sea incontinente. Alargue frases y párrafos. Ponga pies de página extensos. Olvídese de Monterroso: «Lo que puedas decir con 100 palabras dilo con 100; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con 50 palabras».
Siete. Para demostrar su tesis, no dé ejemplos. O dé mil, ad nauseam.
Ocho. Los defectos sicológicos del ensayista (la vanidad, el mal humor, la oscuridad y su antónimo, la obviedad) son más graves que los errores intelectuales.
Nueve. No invente, no especule, consúmase en el altar del rigor.
Y, ¿cómo se hace un buen ensayo? Violando este recetario, claro, y especulando con agudeza. La especulación es la imaginación del ensayista. Me explico. El pensamiento opera por medio de inferencias y especulaciones. La inferencia es un camino seguro. Puede ser inductiva o deductiva. Si a = b y b = c, a = c. Es un método seguro pero lento. Burocrático. La especulación, en cambio, es audaz, trasciende la erudición y sorprende al lector. «Quizá lo que se perdió en el incendio de la Biblioteca de Alejandría fue un verso, la línea capaz de poner una sonrisa en los labios de Dios».