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Helene era hija de emigrantes. Su padre, un humilde camisero, conseguía entradas para los teatros de Filadelfia a cambio de las prendas de ropa que vendía. Gracias a esos mercadeos en plena Gran Depresión estadounidense, Helene podía arrellanarse en las gastadas butacas y, cuando las luces se apagaban en la sala para iluminar el escenario, su corazón latía de prisa, como un caballo desbocado en la oscuridad del teatro. Con veinte años y una escasa beca, se instaló en Manhattan para inaugurar su vida de escritora. Durante décadas se alojó en cochambrosas habitaciones con muebles destartalados y cocinas plagadas de cucarachas, sin poder prever de un mes para otro cómo pagaría el alquiler. Malvivía como guionista de televisión mientras creaba, una tras otra, decenas de piezas que nadie quería producir.
Su mejor obra, que fue creciendo y tomando forma lentamente durante los siguientes veinte años, nació de la forma más inocente y más imprevista. Helene tropezó con un minúsculo anuncio de una librería londinense especializada en libros agotados. En el otoño de 1949, envió su primer pedido al número 84 de Charing Cross Road. Los libros, asequibles gracias al cambio de moneda, empezaron a viajar a través del océano, rumbo a las estanterías de sus sucesivos apartamentos, fabricadas con cajas de naranjas.
Desde el principio, Helene envió a la librería algo más que frías listas y el dinero de los pagos correspondientes. Sus cartas explicaban el placer de desembalar el libro recién llegado y acariciar las páginas de un hermoso color crema, suaves al tacto; su cómica decepción si la obra no estaba a la altura de las expectativas previas; sus impresiones al leer los textos, sus apuros económicos, sus manías -. “me encantan esos libros de segunda mano aue se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo”-. El tono, al principio envarado, de las repuestas que enviaba al librero, llamado Frank, se fue relajando con el paso de los meses y las cartas. En diciembre, llegó a Charing Cross Road un paquete navideño de Helene para los empleados de la librería. Contenía jamón, latas de conserva y otros productos que, en la dura posguerra inglesa, solo podían conseguir en el mercado negro. En primavera, ella pidió a Frank, por favor, una pequeña antología de poetas “que sepan hablar del amor sin gimotear” para leerla al aire libre, en Central Park.
Lo extraordinario de esas cartas es cómo dejan entrever lo que no cuentan. Frank nunca lo dice, pero es indudable que se deja la piel, recorriendo grandes distancias y registrando cada rincón de remotas bibliotecas privadas en venta, a la búsqueda de los libros más bellos para Helene. Y ella responde con nuevos paquetes de regalo, con nuevas confidencias humorísticas sobre sí misma, con nuevos encargos apremiantes. Una emoción sin palabras y un deseo callado se infiltran en esa correspondencia comercial que ni siquiera es privada, porque Frank sacaba una copia de cada carta para el archivo del negocio. Transcurren los años y los libros. Frank, casado, contempla cómo sus dos hijas dejan atrás la infancia y la adolescencia. Helene, siempre sin un céntimo, sigue subsistiendo gracias a la escritura alimenticia de guiones televisivos. Los dos intercambiaban regalos, encargos y palabras, cada vez más espaciadas. Han depurado un lenguaje propio para comunicarse, limpio de sentimentalismos, reticente, plagado de frases ingeniosas para quitar hierro a su amor omitido.
Helene siempre anunciaba que viajaría a Londres –y a la librería- en cuanto reuniera dinero para los billetes, pero las eternas penurias de la escritura, un percance dental y los gastos de sus incesantes mudanzas retrasaban verano tras verano el encuentro. Con frases siempre pudorosas, Frank lamentaba que, entre tantos turistas americanos fascinados por los Beatles, nunca llegase Helene. En 1969 Frank murió de repente a causa de una peritonitis aguda. Su viuda escribió unas líneas a la norteamericana. “No me importa reconocer que a veces me he sentido muy celosa de ti”. Helene reunió todas las cartas y publicó la correspondencia de los dos en forma de libro. Entonces conoció el éxito fulgurante que durante años de duro trabajo siempre le había vuelto la espalda. 84, Charing Cross Road se convirtió pronto en una novela de culto, adaptada al cine y al teatro. Después de décadas escribiendo piezas teatrales que nadie estaba dispuesto a producir. Helene Hanff triunfó en los escenarios con una obra que nunca pretendió serlo. Gracias a la publicación del libro, por fin pudo viajar a Londres –por primera vez pero demasiado tarde: Frank estaba muerto y la librería Marks & Co. ya había desaparecido.
Solo la mitad de la historia de la escritora y su librero-confidente está contenida en su correspondencia. La otra mitad palpita en los libro que él buscó para ella, porque recomendar y entregar a otro una lectura elegida es un poderoso gesto de acercamiento, de comunicación de intimidad.
Los libros no han perdido del todo ese primitivo valor que tuvieron en Roma, la sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades. Cuando unas páginas nos conmuevan, un ser querido será el primero a quien hablaremos de ellas. Al regalar una novela o un poemario a alguien que nos importa, sabemos que su opinión sobre el texto se reflejará sobre nosotros. Si un amigo, una amada o un amante coloca un libro en nuestras manos, rastrearemos sus gustos y sus ideas en el texto, nos sentimos intrigados o aludidos por las líneas subrayadas, iniciamos una conversación personal con las palabras escritas, nos abrimos con mayor intensidad a su misterio. Buscamos en su océano de letras un mensaje embotellado para nosotros.
Cuando apenas se conocían, mi padre le regaló a mi madre un ejemplar de Trilce, los poemas de juventud de César Vallejo. Tal vez nada de lo que sucedió después hubiera sido posible sin la emoción que esos versos despertaron, ciertas lecturas nos recomiendan al desconocido que las ama. No tengo parentesco con el prodigioso César Vallejo, pero lo he injertado en mi árbol genealógico. Igual que mis remotos bisabuelos, el poeta fue necesario para que yo existiera.
A pesar del empuje de la marcadotecnia, los blogs y las críticas, las cosas más bellas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido –o aún librero convertido en amigo-. Los libros nos siguen uniendo y anudando de un forma misteriosa.
Tomado del libro El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo, 2019