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Sobre la muerte de José Lezama Lima, como sobre casi cualquier pasaje de su vida, se agolpan y superponen las versiones, disímiles en numerosos detalles, coincidentes en unos pocos. La más detallada está en un libro (inédito) de su doctor de cabecera, José Luis Moreno del Toro (1943-2015), que además de escribir versos era oficial de los servicios médicos del Ministerio del Interior.
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En su prolija crónica, el doctor queda como un héroe de la medicina intensiva, que incluso llegó a pernoctar dos veces en el sofá del poeta con tal de no descuidarlo. Sin embargo, al repasar los pormenores de su relato es difícil evitar la sospecha de que ha sido reconstruido para desmentir la acusación de negligencia médica que hizo la hermana de Lezama desde el exilio.
Moreno del Toro dice que todo empezó una semana antes de la muerte. El domingo 1 de agosto de 1976, Lezama lo llamó sobre las 11 am y le pidió que pasara por Trocadero porque no se sentía bien. El paciente fue auscultado y se le midió la presión, pero no mostraba ninguna señal preocupante: “Le aconsejé que tomara abundante líquido, vigilara variantes o nuevos síntomas y que ante cualquier situación me llamara”.
Ese mismo día, muy tarde en la noche, Lezama recibió a Manuel Moreno Fraginals, que partía al día siguiente para México, y le encargó que le trajese ejemplares del primer tomo de sus Obras completas, recién impreso por la editorial Aguilar.
Al día siguiente, el lunes 2, María Luisa llamó al doctor por teléfono y le dijo que Lezama estaba muy decaído.
En horas de la noche fui a verlo y, sospechando que pudiera tener una infección urinaria, le pedí que orinara en un frasco de vidrio limpio. Cerca de las 10:00 pm no había podido orinar, lo que me sugirió que no estaba ingiriendo suficiente cantidad de líquidos, como le había indicado. Argumentó que era cierto, pero que en la noche no quería hacerlo pues entonces se veía obligado a despertarse varias veces y entre el asma y los deseos de orinar, pasaría la noche en vela. Le insistí en que había varias formas de solucionar ese aparente problema, pero que era absolutamente obligatorio seguir mis indicaciones.
Nueva visita de Moreno del Toro el martes 3 de agosto al anochecer, la hora en que Lezama acostumbraba a tomar su “desayuno nocturno”:
Su estado de salud parecía mejor, bromeó al respecto y me refirió que, con dificultades, había dormido a “grandes trancos”. La orina turbia indicaba que la situación andaba por ese camino. Regresé pasada una hora con los resultados y un frasco estéril, con la intención de realizar un estudio bacteriológico de la orina (urocultivo), para comenzar el tratamiento con antimicrobianos y antibióticos que le receté. Fui hasta la farmacia más cercana, traje los medicamentos y le dejé la prescripción de cómo administrarlos.
Preocupado por una posible infección urinaria que degenerara en neumonía, Moreno del Toro le pidió a María Luisa hacerle a Lezama ejercicios de puño-percusión en la espalda para aliviar la respiración de su esposo, cuyos pulmones “no se podían dar el lujo de una infección, pues tenía un enfisema crónico, que se había ido agravando con el paso del tiempo, por su sedentarismo y el aumento de peso”.
Otras fuentes coinciden en estos síntomas iniciales. Según Ciro Bianchi “parece que en algún momento llegó a orinar sangre”.
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Virgilio Piñera habla de “una trivial cistitis y unas décimas de fiebre”. José Prats Sariol menciona también la cistitis y la fiebre desde el 31 de julio, es decir, diez días antes de la muerte.
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La noche del miércoles 4, cuando el doctor pasó a visitarlo, tuvo que insistir: una angustiada María Luisa le abrió al fin la puerta y le dijo: “Joseíto se cayó, tiene fiebre que le subió a 38.”
Bianchi también asegura que Lezama habría sufrido, no el miércoles sino días después, una caída dentro de su casa, lo que obligó a su esposa a hacer esfuerzos casi inverosímiles para incorporarlo: “El poeta tuvo fuerzas para responder y, apoyado en su esposa, caminó hasta la cama. Allí se desplomó de tal manera, que María Luisa debió buscar la ayuda de dos transeúntes ocasionales para que lo acomodaran en el lecho.”
Aquí las cosas empiezan a volverse un poco confusas. Moreno del Toro dice que sus malestares obligaron a Lezama a cancelar una visita de Alba de Céspedes, prevista para el miércoles 4. No hay certeza de esta visita, aunque hubo otras de amigos cercanos esa semana. Según Bianchi, sí vio a Alba (el viernes 6) y fue la alarma de la visitante, que habría encontrado al poeta “muy desmejorado”, lo que provocó una llamada de Alfredo Guevara a la mañana siguiente, diciéndole a María Luisa que “todo estaba previsto” en el pabellón Borges del Hospital Calixto García para recibir a Lezama, y que una ambulancia había salido ya a buscarlo. “Conversaban todavía Guevara y María Luisa –asegura Bianchi– cuando el vehículo aparcaba frente a la casa de Lezama.” Según Del Toro, en cambio, la ambulancia fue gestión suya, “dadas mis relaciones estrechas con la Cruz Roja cubana”. Ese transporte médico fue a buscar a Lezama el sábado (sin éxito) y de nuevo el domingo.
En una entrevista de febrero del 2003,
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Moreno del Toro califica la versión de Bianchi como “inexacta” y defiende su exclusiva sobre las últimas horas del escritor: “el único que puede hablar y saber exactamente qué pasó soy yo”. Para poner en contexto este celo biográfico no está de más recordar que el escritor Norberto Fuentes se refirió a esta “síntesis de Apolo y Esculapio” como un informante de la Seguridad del Estado sobre el vasto “tema Lezama”: “Si eras gordo, asmático, casi imposible de mover en tu humanidad de cachalote rendido, como era el caso de José Lezama Lima, entonces te clavaban con la presencia permanente de un médico para atenderte. El doctor José Luis Moreno del Toro (este sí nombre verdadero pero no de guerra) fue el sonriente Joseph Menguele criollo que le situaron como médico de cabecera al autor de Paradiso, y por cada auscultación de pecho y pulmones o un poco de salbutamol, el líquido prodigioso para rellenar su aerosol de inhalación, le sacaba dos párrafos de un informe”.
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Es posible que Moreno del Toro, que a veces vestía uniforme del Ministerio del Interior y tenía, como hemos visto, contactos en las altas esferas del gobierno, fuera un colaborador del Departamento de Seguridad del Estado. Aunque no debió ser el único: otros menos evidentes podían haber hecho mejor ese trabajo.
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Parece que el entonces presidente cubano, Osvaldo Dorticós, estaba preocupado por la posibilidad de que Lezama muriera de pronto en su casa y se suscitara algún escándalo en la prensa extranjera. Se ha escrito que llegó a llamarlo por teléfono (o a encargar a Alfredo Guevara de que llamase) para conocer su estado. El tema se comentaba también en los pasillos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC) luego de que Del Toro avisara a José Felipe Carneado, por entonces Jefe del Departamento de Ciencia, Cultura y Centros Docentes del PCC.
Carneado, hombre muy inteligente, culto y capaz, con un cargo de responsabilidad en el Comité Central del Partido, había tenido encuentros con Lezama en varias ocasiones –dice Moreno del Toro– y juntos habían degustado no solo conversaciones sino también habanos: ambos sufrían de ese placer, a pesar de lo contraproducente para sus padecimientos respectivos.
En efecto, Carneado, un atildado comunista de la “vieja guardia” del Partido Socialista Popular a quien el PCC había colocado a cargo de los “asuntos religiosos”, visitó a Lezama, pero no solo para compartir unos puros. José Triana asegura que en 1972 le llevó al poeta, envuelta en un cartucho, la medalla del premio Maldoror que acababa de recibir en España.
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A finales de 1975 o principios de 1976, según cuenta Enrico Mario Santí que le dijo María Luisa, un artículo en la prensa extranjera creó preocupación entre los funcionarios que “atendían” a Lezama. El artículo comparaba dos fotos del poeta, antes y después de 1959, y decía algo así como “lo que puede hacer una Revolución con un gran escritor”. Carneado lo citó en la sede del PCC. Lezama remoloneó, evitó las llamadas y puso diversos pretextos para no acudir a la cita. Un par de días después, enviaron un auto a recogerlo.
Llegando a Palacio, se les dirigió a un despacho y les ofrecieron té. Entra Carneado amistoso, con una carpeta, repleta, bajo el brazo. A las plaisanteries, prosigue el cuerpo del delito: el susodicho artículo que le dan a leer al poeta y sobre el cual le pregunta: “¿Ha tenido usted algo que ver en esto?” Respuesta: “No, puesto que que en este país no se tiene acceso a la prensa extranjera, no puedo ser responsable de lo que se escribe sobre mí fuerade Cuba.” Segunda pregunta (o respuesta): “Lo cierto es que usted hace mucho que no publica nada aquí.” Tercera: “No se me publica, pero nunca he dejado de escribir. Si no se me publica no es por mí, sino por el Estado, dueño de las publicaciones. Durante los últimos cinco años nadie me ha pedido nada.” “Bien, hagamos una cosa –Carneado dixit–, deme usted algunos poemas para enviárselos a Nicolás Guillén y que los publique en la revista Unión.” Lezama: “Con todo respeto le digo que no puedo. En mi vida he enviado nada de lo que escribo sin que antes se me pida.” Carneado: “Bien, yo hablaré con Guillén y él se los pedirá directamente.”Enrico Mario Santí: “En el umbral del silencio”, en Aldabonazo en Trocadero 162, Aduana Vieja, Madrid, 2008, pp. 148-149.
Una versión similar a la de Santí, y de la misma fuente (es decir, María Luisa), da Juan Anllo Vázquez, que visitó Cuba en 1979 con unos encargos de José Ángel Valente para la esposa de Lezama. Vázquez precisa que el artículo problemático fue publicado en la revista española Índice,
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pero no le pone nombre a Carneado:
Lezama acudió a la cita acompañado de su esposa y apenas llegaron el dirigente revolucionario le mostró el artículo de la revista. Pese a la negativa del escritor de que tuviera algo que ver con dicha publicación, de la que dijo no saber nada, el dirigente insistió en si tenía alguna queja contra la Revolución. Y entonces Lezama contestó que nunca había escrito nada contra la Revolución y que su única queja es que desde hacía años no le publicaban nada, a pesar de haber enviado diversos textos a la revista de la UNEAC. El dirigente entonces le pidió que le hiciera llegar a él personalmente algunos de sus poemas inéditos, garantizándole que los publicarían […]Juan Anllo Vázquez: “El ‘bloqueo’ de Fidel Castro a sus escritores”, en The Huffington Post (5/12/2016). Link.
El padre Gaztelu, que tuvo mucha relación con Carneado,
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me hizo un resumen más amable de ese encuentro: “A los 4 o 5 años que nadie podía hablar de Lezama públicamente, Carneado me llamó para preguntarme: ‘¿Crees que si yo voy a ver a Lezama me recibirá?’ Y yo le respondí: ‘Si tú vas a verlo, él te recibirá con mucho gusto.’ Le mandó una máquina a Lezama y Lezama fue al ministerio, y luego de hablar le pidió dos poemas.”
Prats Sariol también confirma el encuentro entre Carneado y Lezama:
Carneado lo invita por teléfono a visitarlo y le dice que un auto lo irá a buscar y a llevarlo de vuelta. Imagínate lo nervioso que se puso Lezama… Me parece que hubo dos encuentros en 1976, y después hablaron otra vez, cuando Luis Marré, director de La Gaceta de Cuba, recibe órdenes del Cielo Ideológico de llamar a Lezama y pedirle colaboraciones. Esto ocurre en junio de 1976. Seguro. A Carneado, Lezama lo valoraba como una persona de “maneras”, un buen “interlocutor” o “negociador”. Pero por supuesto que los íntimos, y él mismo, coincidimos en que ese acercamiento era cumpliendo órdenes.Entrevista con José Prats Sariol, 20 de septiembre de 2022.
Otra versión, de Amauri Gutiérrez Coto, asegura que hubo visita de Carneado a Lezama en 1975, “en la cual se disculpó por la actitud que habían tenido varios funcionarios con el escritor”, precisando que la anécdota se la habría contado de viva voz “un testigo presencial”.
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Ese testigo, me aclara Gutiérrez Coto, era Cintio Vitier. Lo de las disculpas coincide, en efecto, con la opinión de Vitier en una entrevista anterior: “La inesperada muerte de Lezama ocurrió cuando se habían dado ya los pasos decisivos para rectificar errores que solo podían beneficiar a los enemigos de la Revolución”.
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Varias pistas indican que cuando Lezama muere había un “acercamiento” oficial en proceso: el Estado cubano sopesaba “rescatar” al escritor luego de haberlo vetado durante años. Hay distintas versiones sobre las causas de esa aproximación: la ya citada de un artículo en la prensa extranjera que habría preocupado a la nomenklatura; otra según la cual el propio Lezama escribió o habló a “las altas instancias” para quejarse; el hecho de que en enero de 1976 se crease un nuevo Ministerio de Cultura, que modificó un poco la política anterior,
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y una documentada visita de Gabriel García Márquez a Trocadero 162, en julio de 1976, cuando Lezama pudo haber lamentado su suerte…
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O, a lo mejor, todo eso junto.
Carneado fue la persona encargada del protocolo de perdón (otros “castigados” lo tramitaron con él en esa misma época).
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Pero Lezama murió de pronto y la “absolución” oficial llegó tarde. En cuanto a los poemas, sí llegaron a publicarse, evidentemente por recomendación de Carneado, en el número de julio de 1976 de La Gaceta de Cuba que salió con retraso, ya muerto su autor.
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Para Prats Sariol, “la especulación era sobre de quién provenía la orden de acercarse a Lezama; es decir, quiénes convencieron a Fidel de levantarle el embargo, aflojar represiones a escritores y artistas tras crear el Ministerio de Cultura con la nueva Constitución y poner a Hart… Se especulaba que podría haber sido García Márquez o Carlos Rafael Rodríguez… No excluyas la posibilidad de algún visitante, habría que ver qué intelectual extranjero visitó Cuba en 1975-76… O nadie. Pura astucia política de cara al extranjero.”
Muy lejos de todo esto queda la versión de Moreno del Toro sobre el rol de Carneado en esos últimos días de Lezama. Según su relato, tras comunicarse con la secretaria del funcionario, Rosa Filgueira Lee, para explicarle su preocupación, este le respondió, obsequioso: “¿Qué le hace falta, doctor, qué se necesita, qué podemos hacer?”
El otro personaje oficial (además de Dorticós, Guevara, Carneado…) implicado en su atención esos días fue Roberto Fernández Retamar, por entonces director de la revista Casa de las Américas. Retamar y su esposa, Adelaida de Juan, eran amigos de Lezama desde la época de Orígenes, si bien después de 1971 sus visitas a Trocadero se espaciaron.
Del Toro dice haber llamado el sábado 7 a Retamar para explicarle la situación y pedirle que lo ayudara a convencer a Lezama de hospitalizarse. El propio Retamar asegura que en cuanto tuvo estas noticias acudió a Trocadero, “aunque no pensé que se tratase de algo serio”. En cualquier caso, sus intentos también fueron infructuosos.
Esos últimos días, hubo contadas visitas de los más íntimos. Según Prats Sariol, Lezama recibió en su casa a Fina García Marruz y Cintio Vitier, el Padre Gaztelu, Armando Bilbao y Reinaldo Arenas, Umberto Peña y el escritor Imeldo Álvarez. Tomás Eloy Martínez habla de una visita de Cintio al hospital, en la que Lezama le dijo que los médicos exageraban lo que era “un simple catarrito”.
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Otros testimonios afirman que Fina y Cintio no fueron a Trocadero ni al hospital porque la madre de Cintio estaba, en la misma época, muy enferma. En cuanto a Arenas, como veremos luego, no se encontraba en La Habana en esas fechas.
La mayoría de los allegados coincide en que Moreno del Toro actuó con diligencia. Desde el miércoles 4 de agosto habría empezado a insistirle a Lezama que se ingresara en el hospital donde él trabajaba y que el poeta ya conocía pues en 1971, durante su crisis cardiovascular, María Luisa se había atendido allí.
El “no” rotundo fue su respuesta. Traté de convencerlo, explicarle y hasta suplicarle que fuéramos al hospital, que sería una breve estancia. Luego, en un aparte con su esposa, le expliqué que los medicamentos parecían no estar haciendo los efectos deseados y que la situación estaba avanzando hacia la complicación y no hacia la solución de la enfermedad. No hubo manera, me pidió una oportunidad hasta el día siguiente.
Lezama, según varios testigos, era muy reticente a seguir las indicaciones médicas. Cuando se le sugerían análisis y radiografías, siempre encontraba una manera de posponerlos, o reclamaba que se le hicieran las pruebas en casa. Prefería los remedios caseros y evitaba los hospitales, a cuya puerta, solía decir, “está anclada la nave de Proserpina”.
El jueves 5, temprano, María Luisa le dijo a Del Toro que Lezama se sentía un poco mejor, aunque no había querido tomar mucho líquido “para no desconcertar a los corpúsculos de Malpighi” encargados del filtrado renal. El doctor se quedó hasta muy tarde en Trocadero, tratando, una vez más, de vencer las reticencias al ingreso y discutiendo con María Luisa, que le confesó que en vez de los antibióticos recetados se había limitado a darle infusiones de pelusas de maíz y cocimientos hechos con la raíz del guisaso de caballo.
La cólera cruzó la disputa con la medicina verde y fue más allá. Le señalé: “María Luisa, Lezama no puede, de ninguna forma, darse el lujo de esta infección, y lo que tiene no es una bobería, hace cinco días que está con una infección urinaria y ahora está complicada, muy complicada con una severa infección respiratoria, y como usted me ha oído decirle muchas veces en estos días, ese riesgo no lo podemos correr. Llevamos perdidos en esta batalla tres días que son cruciales, y yo no sé si usted se da cuenta, pero estamos bordeando el desastre. Fue una locura no haberle dado los antibióticos.” Fui más allá, con peligro de ofender los característicos rasgos de su personalidad, pero dado lo grave de la situación, no me quedó más alternativa que expresarle: “Es una irresponsabilidad no haberle dado los medicamentos y los antibacterianos que le indiqué y le traje, tenemos que pasar a convencerlo de ingresar, no queda otro remedio.” Al conjuro de estas palabras se rasgó el velo del templo: hacia las 3:00 am, pude administrarle el antibiótico por vía intramuscular, y cerca de las 4:00 am me retiré, Lezama tenía muchos estertores y secreciones, la fiebre había descendido con la ayuda de medicamentos.
El viernes 6, antes de las 8 de la mañana, María Luisa volvió a llamar al doctor. Lezama seguía con fiebre y falta de aire, pero también plantado en su negativa al ingreso.
Me tumbé a dormir en el sofá de la sala, el cuadro clínico se agravaba, la fiebre no bajaba. Lezama no quería ingerir líquidos y el cuadro respiratorio se complicaba. Cada vez, la administración del medicamento era una verdadera odisea.
El sábado 7, por la mañana, fue la llamada de Guevara y la primera visita de la ambulancia, ya mencionada. Según Bianchi, Lezama se negó a salir de su casa. “Hoy no estoy para hospitales”, dijo, “mi mente no está acondicionada aún para la Mudanza”. (Lezama tenía la poética costumbre de referirse a la muerte como “la Gran Mudanza” o la “Gran Enemiga”). Moreno del Toro confirma la tozudez del enfermo y cita una frase similar: “‘Hoy no estoy para el hospital, doctor’, señaló con firmeza, a pesar de que se mantenía con fiebre y expectoración abundante.”
El domingo 8 la ambulancia volvió de urgencia: el escritor había sufrido un desmayo y su doctor decidió aprovechar la ocasión para trasladarlo. Los enfermeros debieron sacar al obeso paciente por la ventana-balcón de Trocadero pues la camilla no tenía espacio para doblar entre la puerta del departamento y la que daba a la calle. Según Tomas Eloy Martínez, “los camilleros que montaban guardia intentaron llevarlo a la ambulancia pero fueron vencidos por el cuerpo descomunal del poeta. Los vecinos más fuertes del barrio acudieron a socorrerlos. Aun así, se les quedaba estancado a cada paso. Les cerraban el paso los muebles, las figuritas de porcelana, las torres de libros. Tuvieron que quitar las persianas del balcón y abrir un hueco en la mampostería”.
Moreno del Toro confirma estos mismos hechos:
Cuando por fin se pudo decidir el traslado al hospital tropezamos con dos dificultades: primero, las dimensiones de la camilla y del paciente, lo que fue resuelto con cierta facilidad gracias a la ayuda de algunos vecinos que colaboraron, más el trabajo y la pericia de la tripulación de la ambulancia; para la segunda fue necesario romper el herrumbroso y viejo candado que guardaba las rejas de la primera ventana de la sala, para sacarlo, no sin dificultad, en la camilla, ya que las dimensiones estrechas de la puerta, la angulación existente entre ella, la escalera a los pisos superiores y la puerta principal del edificio de Trocadero 162, así como la posición de la camilla y el paciente, dificultaban la maniobra.
El traslado hasta la ambulancia se convirtió en un espectáculo para toda la cuadra. Recordemos que el barrio ya era, desde antes de la Revolución, bastante marginal. Los vecinos de los altos de Trocadero 162 fueron durante años la pesadilla de Lezama: le hacían la vida imposible con sus escándalos y la basura que arrojaban al patio interior.
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La excepción era Emilia, la vecina que vivía puerta con puerta, que sí era muy cercana a la familia y esos días fue de gran ayuda.
Ya en el hospital, y después de algunos trámites de rigor, a Lezama le diagnosticaron una pulmonía. Estuvo consciente, al menos, hasta las ocho de la noche. En ese lapso, habría recibido visitas, incluida la de Retamar, que se permitió una broma literaria: “Joseíto, le dije […], tienes que portarte bien y dejarte hacer todo lo que sea necesario. Fíjate que te han traído al pabellón Borges, que es a donde traen a los buenos poetas. Si no lo haces, te mandarán al Sánchez Galarraga.”
Las flemas aumentaban y le enrarecían la respiración. Tuvieron que inyectarle más antibióticos y darle broncodilatadores. Al salir del hospital, Retamar llamó a Eliseo Diego para avisarle de que Lezama estaba ingresado, pero que se trataba de algo sin importancia. Por la noche, habría vuelto a llamar al enfermo por teléfono: “Me confesó que se sentía mejor, y hasta halló ánimo para bromear conmigo: ‘Cuando creían que había descendido a la mansión del Hades, me encuentran en Guanabacoa, bailando una rumba’”.
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Durante todo el domingo, Lezama mantuvo su buen humor. Goloso, aprovechó para pedir a Onilda, la esposa de Moreno del Toro, que le llevara un pudín, “comida de ángeles”. Prats Sariol y su esposa, que también acudieron a la hora de visita, se encontraron “a un Lezama optimista, burlándose de su gordura con la de Santo Tomás, bajo la certeza de que la enfermedad doblaba por la esquina, a perderse. No fue así. Desde hacía años había desarrollado lo que llaman EPOC (enfermedad pulmonar crónica obstructiva) y su corazón, frágil y apesadumbrado, empezó a emitir mensajes alarmantes”.
Moreno del Toro tenía la mejor disposición, pero quizás no estaba a la altura profesional del caso. Él defiende lo contrario y cita los nombres de otros galenos implicados, desde el director del hospital, doctor Roberto Menchaca, y el viceministro de Salud Pública, doctor Pedro Azcuy Henríquez, que habrían esperado a Lezama para viabilizar su ingreso, hasta una especialista en medicina interna, la doctora Mercedes Batule y el intensivista José Antonio Negrín Villavicencio, que estaba de guardia ese día en la sala de Terapia Intensiva.
Prats Sariol resume su impresión de tal despliegue: “los pronósticos enrevesados se aciclonaban, sobre todo entre nosotros, los neófitos que oíamos a los médicos discutir variantes clínicas, recetar medicamentos, especular”. Junto a la cama B de la habitación 16 del pabellón Borges, María Luisa y Onilda sostenían las manos del poeta mientras se tragaban las lágrimas.
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En algún momento, le oyeron decir con un hilo de voz y los ojos aún abiertos: “Ave María, me cubre la manta negra.” Poco después, le sobrevino un paro cardiorrespiratorio que, según Prats Sariol, Moreno “decidió tratar en una operación a corazón abierto, darle masajes a ver si el músculo vuelve a trabajar”. El bombeo no resultó: a las dos y media de la mañana del lunes 9 de agosto de 1976, José Lezama Lima ya era cadáver.
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Afuera del pabellón estaban dos fieles amigos del bando de los “indeseables”: el arquitecto Armando Bilbao (a quien Héctor Abad Faciolince califica en su diario de “el último amor de Lezama”) y su tocayo Armando Suárez del Villar, destacado teatrista cubano, que en 1966 había pasado por las Unidades Militares de Ayuda a la Producción pese a ser, por cierto, pariente de Dorticós.
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En opinión de Moreno del Toro, las horas perdidas antes del ingreso fueron fatales. La culpa, entonces, sería de Lezama, por tozudo oblomovista, y de María Luisa, por no obligarlo a ingresar antes. Lo mismo sostiene Retamar:
[El sábado] se hizo todo lo posible por trasladarlo de inmediato al pabellón Borges, del Hospital Calixto García, pero desafortunadamente su esposa no logró convencerlo de que fuese. En nuestro país, a todos los enfermos se les brinda una esmerada atención médica. En el caso de Lezama, esa atención fue extremada. Se le prepararon en el hospital condiciones óptimas, y lo aguardaban, como se dice en el lenguaje popular, con todos los hierros. Sin embargo, él no aceptó ingresar sino al día siguiente, y esa demora resultó fatal.
Según su hermana Eloísa, que recibió en Miami la noticia del ingreso a las 11 de la mañana del domingo, Lezama no estuvo todo lo bien atendido que debiera:
En el Calixto García no lo vió ningún especialista pulmonar y los médicos del hospital no llegaron porque era el fin de semana y no había asistencia médica… Mi hermano murió sin asistencia médica especializada. Esa noche después de que falleció, hablé con Cintio, que me dijo: ‘Toda Cuba llora, tú estás confundida’. Yo estaba brava porque, ¿cómo es posible que a mi hermano no le hubiesen dado la mejor atención médica? Claro, su salud estaba deteriorada. Él fumaba mucho, mucho. Esa fue en parte la causa de su muerte. Pudo haber vivido mucho más.“Eloísa Lezama Lima: una resistencia fogosa”, Entrevista con Nedda G. de Anhalt, en Vuelta 143, México, octubre de 1988, pág. 29.
Materia controvertida es la causa última del deceso, que debe constar en la autopsia oficial. La versión de Bianchi invoca un poético paralelismo biográfico (“Lezama decía que su padre había muerto de una ‘tonta’ pulmonía. Otra ‘tonta’ pulmonía se lo llevaría a él también”). Moreno del Toro primero lo corrige y precisa que Lezama no murió de pulmonía, sino de un infarto. Años después, adapta su relato al de Bianchi: sin dejar de mencionar el infarto, asegura que
Lezama muere de una bronconeumonía, como complicación de una tórpida y precipitada sepsis urinaria en una semana de evolución asentada, y se ensañó en sus pulmones prágicos de asmático que cargaba con un enfisema respiratorio obstructivo crónico. Esto evolucionó desde los primeros días de su vida, agravado por su marcado sedentarismo y la obesidad de sus últimos años, cuando apenas deambulaba los breves pasos de su casa, de la sala al comedor y algunos recorridos a otras piezas obligatorias de la casa.
Aunque Lezama llevaba una semana en los trajines de su enfermedad, la noticia de su muerte cogió por sorpresa al ambiente cultural habanero. El propio Retamar dice que “cuando telefoneé a varios de los amigos comunes, tuve que empezar por pedirle excusas por no haberles avisado antes de la enfermedad. Nunca esperé ese desenlace”.
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El velorio tuvo lugar en el tercer y último piso de la antigua funeraria Rivero, en Calzada y K, en el Vedado. Allí estaban, según testimonios diversos, Cintio Vitier y Eliseo Diego con sus esposas Fina y Bella García Marruz, monseñor Gaztelu, Octavio Smith, Portocarrero… Pasaron esa tarde Alicia Alonso, Raúl Roa y su esposa, Juan David, Ambrosio Fornet, Umberto Peña, Félix Beltrán, Adigio Benítez, Salvador Bueno… También la tropilla de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC): Ángel Augier, enviado por Nicolás Guillén; José Antonio Portuondo, Luis Marré, César López y –según Prats Sariol– los jóvenes “que entonces se nucleaban en torno al mensuario cultural El Caimán Barbudo”: Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, etc. Confirmados, además, Reynaldo González y Edmundo Desnoes, el propio Prats Sariol, Piñera, Chinolope, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz Martínez con su esposa Ofelia Gronlier, Triana y su esposa Chantal, Loló de la Torriente, Enrique Saínz, la pintora Antonia Eiriz, se dice que hasta Mario Benedetti, al que Lezama apodaba “el pesado del arrabal”…
En un artículo publicado en la revista Vuelta,
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Cabrera Infante asegura que al velorio también asistió Reinaldo Arenas, y lo convierte en “su informante” sobre los hechos. Sin embargo, en una carta del 17 de agosto a María Luisa, el propio Arenas dice que “estaba por Oriente cuando supe la terrible noticia”. Según su correspondencia con Jorge y Margarita Camacho, la última visita que habría hecho Arenas a Trocadero 162 fue el 26 de abril de 1976.
Otra descripción del velatorio, con detalles adicionales, es la del escritor Reynaldo González:
En el salón, la llegada de muchos que apenas entraban a la capilla ardiente, ajenos como eran a aquella vida y a aquella muerte. Cumplían un rito oficial. Y me recordé en la pequeña morgue de la funeraria, junto a algunos de los mencionados por el cronista, más el escultor Osneldo García y la pintora Antonia Eiriz, todos aterrados, “ayudando” o estorbando el trabajo de Camporino, a quien le habíamos encargado que hiciera su mascarilla y la impronta de sus manos. El cadáver de Lezama amenazaba con cierto grado de descomposición, además de estar mal acomodado en el estrecho féretro. Era preciso hacerle algunas punciones, a escondidas de su viuda, que se negaba. El trabajo de la mascarilla y la mano devenía, pues, un pretexto, pero fue cierto. Aquel señor, Camporino, del cual sólo recuerdo su apellido, le había hecho la mascarilla mortuoria a otro grande de nuestras letras, Rubén Martínez Villena, y por ello lo contrató Umberto Peña. Para él era cuestión de oficio. Para nosotros, mover y tratar el cadáver de un ser muy querido y admirado, algo infrecuente y pavoroso. Quizás para romper nuestro sobrecogimiento, mi torpeza al untar glicerina a las manos del cadáver, consideró oportuno improvisar un chiste: “Imagínense si en vez de ser escritor, el muerto fuera atleta, tendríamos que empavesarle las piernas completas”, dijo. José Triana y Antonia Eiriz se abrazaron. Ella, comprendiendo la intención de quien era un simple “operario”, razonó: “El chiste le hubiera gustado al gordo”.Reynaldo González: “Lezama y Piñera: diálogo difícil y entrañable”, en Juventud Rebelde; incluido luego como “Lezama y Piñera: diálogo espinoso y deleitable” en Lezama sin pedir permiso, Letras Cubanas, 2007, pp. 128-129.
Habría que corregir a González en algunos particulares. Según Julio Girona, no fue Camporino sino Gómez Sicre quien se encargó (con ayuda del propio Girona) de hacer la mascarilla de Villena. La de Lezama fue obra de un pariente de Camporino, Osneldo García [Camporino es su segundo apellido], y de otro profesor de la Escuela Nacional de Arte (ENA), Pánfilo Cañizares. Hoy reposa, restaurada, en la Casa Museo de Trocadero. La pagaron los amigos, como me confirmó Triana: “Un grupo aportamos dinero para hacerlo, porque Lezama adoraba la mascarilla de Pascal. Y me decía: ‘¿Tú crees que llegaré a tener una mascarilla, como Pascal?’.” Otro testigo de esa noche, José Vélez, cuenta que costó mucho tomarle la impronta de las manos porque estaban hinchadas, edematosas.
Cintio Vitier tuvo que escribir su oración fúnebre en uno de los salones del tanatorio, luego que María Luisa se negara en redondo a que el entonces vicepresidente de la UNEAC, Ángel Augier, despidiera el duelo. Entre la viuda y Vitier se ocuparon de hacerle una crónica telefónica a Eloísa, angustiada en Miami: “Cintio no hacía más que decirme por teléfono –porque estuvimos hablando toda la noche desde la funeraria–: ‘están las grandes autoridades, está Fulano y Mengano. Acaba de entrar Perengano’. ¡Y a mí qué me importaba quienes estaban! Mi hermano estaba muerto y me torturaba pensar que ese cerebro tan privilegiado se lo iban a comer los gusanos”.
“Por la madrugada, como suele ocurrir, sólo quedamos unos pocos –cuenta Prats Sariol–, aunque por allí habían pasado desde Alicia Alonso hasta René Portocarrero y Raúl Milián”. Es inexacto: Portocarrero sí fue; Milián, según el testimonio recogido por Carlos Espinosa en Cercanía de Lezama, se quedó en casa, llorando.
La noticia de la muerte circuló pronto entre los conocidos, pero no hubo una inmediata declaración institucional. Se trató de evitar que el velorio fuera público, si bien el cuerpo fue acogido en la sala principal de la funeraria, destinada a los personajes importantes. Sobre las dos de la tarde, Díaz Martínez asegura que en el lugar solo estaban dos funcionarios del Instituto Cubano del Libro. La policía política y los funcionarios temían que aquello se convirtiera una reunión de los excomulgados por la política cultural de la época, empezando por Padilla. La ceremonia, por lo tanto, tenía que planificarse con cuidado. También era importante dejar claro que se le había dado una buena atención médica al fallecido para evitar cualquier especulación en la prensa extranjera. Uno de los funcionarios con que se topó Díaz Martínez se apresuró a aclararle: “Se hizo lo que se pudo por salvarlo.”
Al final, el amplio salón de la funeraria Rivero se llenó. En la entrada, se acumulaban las coronas florales: una de Eloísa y su esposo, la de Triana y Chantal, otra del Sindicato Nacional de Trabajadores de Artes y Espectáculos… “Todos nos mirábamos en silencio –cuenta Ofelia Gronlier–, asombrados de que, sin que hubiese habido ningún acuerdo previo, de la forma más espontánea y a pesar de nuestra vida retraída, casi de exilio interior, todos, absolutamente todos los conflictivos, los apestados, los ‘flojos’ de la intelectualidad cubana estuviésemos allí. Allí estábamos los de La Habana y los del interior de la isla, los que quedaban de Orígenes, los de la Generación del 50, los ‘intelectuales del silencio’, los ‘caimaneros’, los coloquiales, los herméticos, los que hacían o habían hecho poesía social, los más nuevos, los que aún no tenían obra, junto a los músicos, a la gente de teatro, de cine, de televisión, del ballet y la danza… Apenas nos sentamos se inició un murmullo bajo y cargado de ansiedad, que se interrumpía con la llegada de cada nuevo apestado y que se reanudaba tan pronto el recién llegado se incorporaba al grupo. Esta combinación de pausa-murmullo se repitió toda la noche.”
“A medida que iba acercándose la hora del entierro, crecía la tensión. La expectación era grande porque aquella enorme cantidad de gente no convocada se había ido agrupando guiada por su instinto y ahora, de un lado, estaban los oficiales y, del otro, los apestados. A las nueve de la mañana empezaron los movimientos habituales para sacar el féretro. Se retiraron las numerosas coronas. María Luisa no lloraba. Algunos tomaron el ascensor; otros bajamos por la gran escalera de mármol que da al vestíbulo. Las puertas de cristal estaban abiertas y salimos a la calle”.
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Ciro Bianchi asegura que en el velorio, “sin que se separaran un solo momento del féretro, estuvieron los que fueron brazos ejecutores de la persecución contra Lezama. Algunos de los que asistieron no tenían nada que hacer allí como no fuera cumplir un compromiso oficial y simular, y a veces ni eso, un pesar que estaban muy lejos de sentir”.
Alrededor de las diez de la mañana de un soleado martes 10 de agosto, la carroza fúnebre llegó al cementerio de Colón. En la capilla, monseñor Gaztelu ofició el responso. Al terminar, entre diez personas cargaron el ataúd para meterlo en el coche fúnebre. Los asistentes emprendieron de nuevo la marcha en silencio tras la limusina (un Cadillac 1959) hasta llegar a la sepultura, que fue abierta por tres forzudos enterradores. El cuerpo descendió, Lezama reposaría junto a su madre. Habló entonces Cintio Vitier: “Damos sepultura a un hombre bueno, un cubano intachable y un poeta genial que con su obra y su maestrazgo llena una época de nuestra cultura…”.
Chantal hizo unas fotos del entierro que nunca se han publicado, aunque sí las ha compartido conmigo.
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Heberto Padilla y Reinaldo Arenas cuentan que el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) filmó el sepelio por órdenes de Alfredo Guevara. Nunca se ha visto ese metraje, aunque sin duda hubo un camarógrafo en el cementerio: aparece en varias de las fotos de Chantal, trepado sobre una tumba. En la ceremonia, Padilla no dejó de advertir, de reojo, “las activas brigadas del Departamento de Seguridad del Estado que se desplegaban en torno como si realizaran maniobras de rutina”.
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En el periódico Juventud Rebelde, la noticia del sepelio dedicó la mitad de sus diez líneas a aclarar que “los médicos que atendieron al distinguido hombre de letras hicieron todos los esfuerzos por salvar la vida de quien con su desaparición deja una sensible pérdida para la literatura nacional”. Meses después, Cintio Vitier publicó su oración fúnebre en La Gaceta de Cuba (un texto breve, que acaba citando la invocación lezamiana al “ángel de la jiribilla”), precedida de una nota donde se aclaraba que “el destacado escritor y poeta cubano (sic) José Lezama Lima [falleció] víctima de una repentina enfermedad, y después de agotarse todos los medios y recursos de la ciencia médica”. De nuevo, la insistencia oficial en la atención médica recibida, para evitar rumores y especulaciones.
Luego del entierro, y aunque muchos se ofrecieron a acompañarla en esas horas difíciles, María Luisa prefirió regresar sola a la casa de Trocadero. Tras introducir la llave en la cerradura y empujar la puerta para entrar, ésta se vino abajo. ~
Tomado de: https://letraslibres.com/revista/la-muerte-de-jose-lezama-lima/