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El deseo es el deseo de un deseo. Tal vez en ningún otro ámbito del erotismo se cumpla con tanta plenitud esta frase de Freud.
Quien exhibe su cuerpo reclama una mirada. Puede ser imaginaria. Es un llamado. Un silencioso canto de auxilio que exige, a veces a nadie real, una salvación concreta: «Mírame ─parece decir─ Existo. Tengo un cuerpo. En la distancia, mi cuerpo se ofrece. Poséelo con tu deseo. Deséalo».
Y aquello se cumple tanto para la buena señora que toma baños de sol, mientras se pierde en vagas ensoñaciones, como para el atleta tatuado del gimnasio, o la niña que se desnuda en las redes del Internet, o frente a una ventana propicia o, más allá de la inocencia, para el triste vampiro, desesperado de soledad, que abre su abrigo y muestra sus armas naturales a la dama desprevenida.
Todos ellos ofician, en más y en menos, el mismo rito del deseo gozoso. Y vale la pena aclarar esta expresión. Porque el goce sexual implica el fin del deseo. Bachelard decía que es como el cisne: el deseo canta para morir. El goce lo mata. El exhibicionista de pura cepa prefiere renunciar al goce. O, al menos, postergarlo. O sustituirlo. La pequeña muerte del orgasmo es propia de otro momento.
El exhibicionista quiere prolongar su deseo, volverlo distante y, a veces, «lento», como decía Sartre. Salvo en ciertos casos extremos, el exhibicionista no goza con el goce. Ni con su vértigo principal. Goza con el deseo. Tal es su deseo gozoso.
En él se cumple una complicada red de reflejos: para que ese goce sustituto se convierta en una realidad, precisa de la mirada verdadera o imaginaria de otro ser, también verdadero o imaginario.
O de su propia mirada vuelta como si fuese la mirada de otro. El narcisismo solo puede ser un pretexto.
«Alguien me mira ─parece decir─. Y me desea. Pero yo he propiciado esa respuesta. Mi deseo es el suyo. Su deseo es el mío. Se trata, pues, de una cópula más bien espiritual y, de alguna manera, platónica. Dos ─o más─ espíritus, atormentados por los mismos ardores, se juntan en el ojo del uno y en el cuerpo del otro.
Obvio, el exhibicionismo es un acto en el que intervienen al menos dos personas. Quien se exhibe y quien mira. Sea este último, real o imaginado. Sea un voyeur solitario o una multitud. Sea un acto gratuito o un espectáculo de masas. Como el escritor que siempre escribe para otro, aunque lo niegue, el exhibicionista se muestra también para otro. Es la mirada del otro la que convalida su ilusión.
Sería inútil e imposible enumerar todas las variantes del exhibicionismo. La niña que entreabre sus piernas en su pupitre para desconcertar al profesor; aquella que de forma a la vez perversa e ingenua se cambia de blusa ante su amiguito; la que deja suelto un botón imprudente; el púber que cree tentar a la señora de sus tormentos con sus tiernos músculos o una bragueta no cerrada: todos aquellos que acuden a cualquiera de estos comportamientos sinuosos y vergonzantes y los otros, aquellos que, por el contrario, se acogen a los modos admitidos, tolerados, públicos, auspiciados por la sociedad del consumo: en playas y piscinas, tangas, shorts, escotes a la moda, tricotas recortadas, acaso no difieran mucho de esos otros exhibicionismos profesionales, nacidos de la cultura de masas y sometidos al gusto ansioso de una multitud anónima: el striptease, el desnudo cinematográfico o de canales y revistas tan especializados como Playboy o esos descubrimientos elocuentes a los que nos tienen habituados las estrellas del cine.
Quizá, en el fondo, en unos y otros casos, lo que exista no sea más que el obediente llamado inmemorial, anterior a la especie humana misma, que hace que los machos y las hembras de las distintas especies vivas, pasando por las plantas, los insectos, peces, y los mamíferos superiores, emitan señales inequívocamente eróticas: plumajes multicolores, cantos, cuellos inflados, rastros olorosos, danzas y gestos de cortejo, etc. A veces, ante estos comportamientos tan universales, no nos queda más remedio que darle la razón ─en parte y a regañadientes por cierto─ al estudioso de la conducta animal, Konrad Lorenz. Él sostuvo siempre que existe una sola sicología compartida por animales y humanos, aunque no explicó las conductas que escapan a la sicología como las de las plantas y que siguen el mismo patrón de base.
En la cultura occidental, el descubrimiento del cuerpo, siempre enfundado en ropajes diversos, es pues, con todos los disfraces y ensoñaciones, una señal, una invitación erótica. Pero lo que se encubre vale tanto como lo que se muestra. Telas, pieles, brocados, modas, jeans, zapatos de marca, sombreros, cascos, peinados, vestidos del día y de la noche, cumplen, paradójicamente, la misma función exhibicionista. Después de todo lo que se trata es de concitar una mirada deseante que nos reconozca y busque. El animal que llevamos dentro se vale de cualquier recurso para lograrlo.
Con lo cual, más allá de ciertos terrorismos culposos y oscurantistas, creemos que es hora de devolverle al exhibicionismo, al menos en principio, su estatus natural, propio del exaltado derecho triunfal, alegre, instintivo, que reconocen como suyo todos los seres vivos.
Abdón Ubidia