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La literatura es una sola, pero el mercado la ha dividido en bocados para que comamos toda la salchicha. La literatura infantil es, pues, una demanda del marketing antes que una necesidad de los niños, a quienes no solo induce sino que impone lo que ha de leerse, restándoles la posibilidad de acceder a la buena literatura. En alguna ocasión he referido que la primera novela que «leí» fue Los miserables cuando tenía siete u ocho años. La leí por boca de mi padre (él me leía para que yo me durmiera y yo le exigía que siguiera leyendo para que no se durmiera). No la he vuelto a leer para conservar la emoción que ella me produjo y para conservar intacto el sentido de justicia que otorgó a mi vida. Desde entonces sé de qué lado debo estar en el mundo.
La literatura infantil no inventa lectores porque los tiene ahí cautivos
Así delimitada, a la literatura infantil muchos la convierten en un subgénero o sub-literatura y, por ello, otros la miran por encima del hombro junto a otras artificiales minorías raciales del mundo literario como lo son el cómic, la novela policial, la ciencia ficción, el thriller, la novela rosa, la fotonovela, el guion, el libreto, etc.
Porque así como el mercado produce no solo productos para los consumidores sino consumidores para los productos, así la literatura no solo inventa historias sino lectores para esas historias. Pero la literatura infantil, en cambio, no inventa sus lectores, los tiene ahí «cautivos» -para emplear un término asaz mercantil cuanto irónico- en su condición de niños, de tabla rasa, sin formación ni pasado, con diferencias que no son las verdaderas, que son inocuas por artificiales, pues si todos los niños fueran estándar, ¿para qué averiguar el sexo de los ángeles?
El escritor argentino César Aira, después de referirse a la aversión que sentía Borges por la literatura infantil, dice: «Razonando mi propia aversión por la literatura infantil, yo agregaría que lo que la hace sub-literatura es que no inventa a su lector, operación definitoria de la genuina literatura, sino que lo da por inventado y concluido, con rasgos determinados por la sospechosa raza de los psicopedagogos: de 3 a 5 años, de 8 a 12, para preadolescentes, adolescentes, varones, niñas; sus intereses se dan por sabidos, sus reacciones están calculadas. Queda obstruida de entrada la gran libertad de crear al lector, y hacerlo niño y adulto al mismo tiempo, hombre y mujer, uno y muchos».
Para que exista, sobreviva y tenga la fuerza suficiente para superar incluso las aparentemente ineluctables leyes del mercado y transitar por las menos rígidas y sorprendentes del arte, la llamada literatura para niños debe empezar por ser literatura y el país tiene que empezar por ser un país que ame y respete a sus niños. Si no hay una moral, una conducta que privilegie a los niños de todas las condiciones sociales, de todas las nacionalidades y culturas que conviven en un país multinacional y pluricultural como el nuestro, que respete sus derechos, que los considere como personas y no como proyectos de personas, que respete su mundo y no trate de imponerles el mundo y los valores de los adultos, si no hay todo eso, digo, cualquier literatura para niños que exista no pasará de ser una entelequia, a lo sumo un eufemismo, un carmín sobre el labio leporino de la sociedad.