Io sono il Prologo

  • Ópera

Mi afición por la ópera fue tardía. Amé primero otras músicas, la popular, desde luego: tangos, boleros, valses, y luego, la sinfónica, de cámara, instrumental, particularmente pianística, y la coral. Me parece escuchar todavía el discreto deslizamiento de la aguja sobre el disco de la Sinfonía Inconclusa de Schubert con la Sinfónica de Boston dirigida por Kussevitsky, o sobre la Obertura y la Muerte de Amor de Tristán e Isolda con Toscanini, versión con la que amé para siempre esta música. Pero la música vocal, particularmente operística, me resultaba extraña. En mi adolescencia, llegué incluso a detestarla. Escuchar a una soprano cantando agudos y sobreagudos en escenas extremadamente dramáticas me resultaba una experiencia irritante. La frontera entre el canto y el grito era indistinguible.

Las experiencias auditivas que, en fin de cuentas, sellaron mi gusto por la ópera fueron dos discos, uno de arias de Mozart, interpretadas por el gran Leopold Simoneau, y otro, con fragmentos de óperas de Wagner, con el incomparable tenor noruego Lauritz Melchior. Entonces caí, casi súbitamente, atrapado por este nuevo arte. Supe entonces que del odio al amor sólo había una audición. La primera ópera que escuché completa en discos fue Carmen, con Fritz Reiner y Risë Stevens en el rol protagónico. En esos años de mi juventud pasó por Quito –ciudad donde yo vivía– una compañía italiana de ópera, cuyo nombre he olvidado. La primera que vi en vivo fue Il Trovatore, ópera que me dejó una huella perdurable. Desde entonces, he visto ópera en vivo con una frecuencia viciosa y una mezcla de pasión constante y un progresivo desarrollo del sentido crítico. Así pues, mi amor por la ópera nunca fue incondicional: siempre fue una relación conflictiva, de odio y amor, como todos los amores verdaderos. Nunca dejé de percibir en este arte mixto, impuro, el rancio sabor de lo decadente. Si todo arte es artificio, la ópera lo es más: me sigue asombrando que las cosas se digan cantando. Por otra parte, en términos generales, la ópera no es un arte de la sutileza sino de la evidencia y aun de la redundancia.

Me considero obligado a exhibir mis credenciales. Llegué a la crítica de ópera desde mi condición de melómano apasionado, como queda brevemente descrito arriba. Pero también desde una mediana educación musical:  he cantado en  coros durante  veinte años y he tocado el piano como instrumentista aficionado. Aprendí a cantar en el coro Convivium Musicum, con las exigencias de Erika Kubacsek y Luis Berber pero, sobre todo, aprendí a escuchar. Luego participé gozosamente en el coro Filarmónico Universitario, que formó Juan Echevarría. Experiencia gratificante cantar, en la sección de bajos, algunas de las más grandes obras de la literatura coral: el Réquiem Alemán de Brahms, las Pasiones de Bach, el Mesías de Handel, los Réquiem de Mozart, Fauré y Verdi, las sinfonías corales de Beethoven, Mahler o Vaughan Williams, Les Noces de Stravinsky, el De Profundis de Gutiérrez Heras y un largo etcétera. No puedo dejar de mencionar mis incontables lecturas sobre ópera, de autores de quienes he aprendido lo que una escuela no podría enseñarme.

Los artículos aquí reunidos son, en su mayor parte, breves reseñas de las óperas que comenté en forma regular para los diarios La Crónica y Milenio, y para la revista Pro Ópera, desde el año 1998. Hay uno que otro anterior. Forman parte, entonces, de la historia de la recepción de la ópera en México en los últimos veinte años. Tuve que ajustar mis ideas y mi estilo al breve espacio que los diarios me concedían y, en consecuencia, cultivar un gran poder de síntesis. Tuve que aprender a decirlo todo en el menor espacio posible y de la manera más decorosa. Fue un ejercicio que tuvo ventajas pedagógicas para mí mismo. Por cierto, nunca he estado muy seguro de la utilidad educativa de estos artículos sobre los lectores. Sin embargo, espero que así sea, porque yo mismo fui parcialmente educado por buenos críticos de ópera y de música. Por eso, este libro está dividido en dos grandes bloques: los artículos de fondo (llamémoslos breves ensayos) y las crónicas.

No voy a tratar aquí de las dificultades para describir críticamente con palabras un fenómeno musical. Resulta muy insuficiente y hasta irresponsable definir este tipo de fenómenos como “cantó bien” o “cantó mal”. Si ocasionalmente los formulé en estos términos simplistas, fue por la limitación del espacio y por la menor importancia del intérprete dentro del elenco. En mi ensayo “¿Es posible la crítica de ópera?”, encontrará el lector el planteamiento casi exhaustivo del problema y sus insuficientes soluciones. Comienzo allí con una autocrítica severa: reconociendo que el crítico, en todos los órdenes artísticos, puede ser visto como el agua fiestas del espectáculo, la oveja negra, el odioso pedante que exige hacer mejor las cosas sin que él no cuente más que con las palabras. El crítico, como digo en ese ensayo, carece de la creatividad del artista y de la inocencia del público, y está condenado, si es honesto, a quedarse sin amigos del medio artístico en que se mueve.

En los breves ensayos, con el espacio y la libertad que las revistas me ofrecían, tuve la oportunidad de escribir con cierta amplitud sobre diversos temas, tales como las convenciones operísticas, el kitsch, el sentido y pertinencia de la crítica, Gutiérrez Nájera y la ópera, el nombre propio en la ópera, etc. y, más in extenso, acerca de ciertos compositores y óperas sobre los cuales se me dio la oportunidad  de reflexionar. Estos ensayos fueron publicados en revistas tales como Pro Ópera, Pauta, Biblioteca de México, Fuentes Humanísticas, Mundo Diners y otras. El lector encontrará también artículos inéditos o publicados en mi muro de Facebook, allí presentes cuando, por razones logísticas y de espacio, los diarios no me los aceptaban. En todos los casos, mis artículos constituyeron para mí una fuente de placer, de conocimiento, de ordenamiento de las ideas y de ejercicio de estilo. Cualquiera hubiese sido la extensión, tuve siempre que afrontar el desafío de conciliar la exactitud informativa con la dignidad literaria. Siempre he tenido presente la lección de Alfonso Reyes, según la cual pueden decirse las cosas más difíciles con sencillez. El lector juzgará si conseguí mi propósito.

V.R.I. Ciudad de México, 2020

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