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Así, es prudente preguntarse por las condiciones de posibilidad de la relación teórica entre ciudades y realidades digitales. Por ello —sin fijar un punto absoluto, ni una genealogía completa— es inevitable referirse a Mumford como autor recurrente para nuestro campo. En particular, la vigencia de su pensamiento puede verse en las obras que describen transformaciones metropolitanas en ambos polos de la Guerra Fría bajo un tinte catastrófico:
¿Pero dónde están los nuevos dioses? El reactor nuclear es la sede de su poder; la transmisión por radio y los cohetes son sus medios angélicos de comunicación y transporte; pero más allá de estos agentes secundarios de la divinidad, está la propia sala de control, con su Divinidad Cibernética que impone sus relampagueantes decisiones y sus respuestas infalibles: la omnisciencia y la omnipotencia, triunfantemente desposadas con la ciencia (2012 [1961], p. 903).
Esta idea sobre el destino calamitoso de la tecnología citadina se hipertrofia en “El mito de la máquina” (2011[1970], vol. 2), bajo el concepto de una megamáquina que impulsaría una deshumanización generalizada. Si bien las raíces son ancestrales, el perfil de la megamáquina metropolitana moderna emergería entonces en un pentágono de poder, productividad, ganancia, control político y propaganda que degradaría las relaciones sociales y personales y empobrecería valores humanistas. Como anticipa la cita, esta megamáquina —expresada en la conglomeración acelerada y en la organización burocrática a gran escala— encuentra, desde mediados del siglo pasado, en su núcleo a la potencia de la energía atómica, a los viajes espaciales y a las computadoras mainframes como captura de lo orgánico (control mecánico y electrónico de la personalidad y de la vida humana).
Esta hipótesis no pasará desapercibida para el posestructuralismo francés, pero también se adivina en la obra tardía de Lynch (1985) quien —excediendo sus famosos trabajos sobre mapas mentales— explora críticamente tres modelos normativos de la morfología urbana: el cósmico, el orgánico y, finalmente, el maquínico. Este último es una herencia tan antigua como la cruenta colonización americana, pues cuando la ciudad adquiere forma maquinal sus partes devienen autómatas mecánicos que posibilitan un todo funcional cuyo poder —espejado en las máquinas veloces de las corporaciones de negocios— radica en cuadricular rápidamente el espacio para habilitar la administración de flujos de bienes y de personas. Por ello, para Lynch, el modelo de máquina era fruto del diseño ingenieril pensado para la transmisión de fuerza, movimiento, energía e información —como subrayará específicamente en nuestra época—. De este modelo alienante dependen los enfoques que permiten abarcar entidades y actividades complejas mediante la estandarización progresiva del tráfico, de las instalaciones, de la sanidad, de las telecomunicaciones, de la zonificación, de los procesos productivos, etc.
Por supuesto, más allá de Mumford y Lynch, como destacan Luque-Ayala y Marvin (2020), hay otras genealogías posibles de las relaciones entre ciudades y máquinas informáticas. No solo porque, desde la segunda mitad del siglo pasado, con la primera cibernética, investigadores y planificadores intensificaron una visión de las ciudades como sistemas de comunicación digital, sino también porque se multiplicaron los intentos de aplicación de análisis estadísticos, matemáticos y computacionales a lo urbano transformándolo en un dominio para la intervención técnica y para la toma de decisiones (este tópico es recurrente, por ejemplo, en la introducción de las mainframes en América Latina). De hecho, aunque Lynch a inicios de la década de 1980[2] desestima la posibilidad de definir la forma de una ciudad a través de la analogía con la computadora, encuentra conexiones posibles en la gestión de la vastedad de flujos. Será esa capacidad gerencial la que permitirá que estas comparaciones sean recuperadas en las ciudades futuristas del imagineering corporativo, en las funciones de defensa y en las soluciones pragmáticas y automatizadas para problemas urbanos bajo perspectivas, supuestamente, neutrales, libre de valores y apolíticas que acompañaban el auge del neoliberalismo (Greenfield, 2013; Rossi, 2017).
Para la década de 1990 se afianzaría la idea de ciudades conectadas, bajo el programa de la computación ubicua (impulsado por Xerox) que establecería un mundo urbano progresivamente gobernado por interconectividad sin límites (Crang y Graham, 2007; Dallabona-Fariniuk y Firmino, 2018). En ese horizonte las intenciones teoréticas de la década quedarán descriptas por W. Mitchell (1996), quien avanzaría en la descripción extensa de lugares programables, vehículos autónomos, cuerpos aumentados electrónicamente y arquitecturas conectivas de las ciudades de bits. En la topología de la Infobahn, las estructuras cívicas y los ordenamientos espaciales afectarían tanto al acceso a las oportunidades económicas y los servicios, como al carácter y el contenido del discurso público, los valores democráticos, las formas de la actividad cultural y de la rutina diaria.
El cambio de siglo aceleraría ciertas fantasías posurbanas que excedían con mucho las propuestas de Mitchell y que se basaban en la supuesta inmaterialidad de las telecomunicaciones. Por ello, siguiendo las conclusiones de Castells (1997) sobre la dinamización de procesos de urbanización a través de redes digitales, Graham (2004) recuperaría la idea de ciber-ciudades para capturar la materialidad de las interconexiones socio-técnicas bajo tres tendencias conceptuales claras. En primer lugar, una perspectiva en la cual la territorialidad y la espacialidad de la vida urbana son sustituidas por tecnologías de información. Luego, una co-evolución en la cual los espacios electrónicos y geográficos se producen en conjunto como parte de la reestructuración del sistema capitalista globalizado. Por último, tendencias de recombinación que se enfocarían en cómo las tecnologías involucran complejas y sutiles mezclas de actores humanos y artefactos para formar redes híbridas.
No obstante, justo en el momento en el que la agenda de Ciencias sociales y Humanidades transformaba sus bases epistemológicas para pensar la relación entre ciudades y máquinas informacionales, agentes del mundo corporativo comienzan a tallar los cimientos nocionales, la retórica y los sistemas técnicos de la comunicación digital urbana.