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Por Lisa Pelizzon·
La generación de los escritores que aprendieron a escribir bebiendo, por suerte, se ha extinguido y, con ella, otros falsos mitos que desde siempre han acompañado este oficio tan admirado, deseado e idealizado. Francis Scott Fitzgerald admitía sin tapujos que no podía entender cómo algunos podían concebir, aunque solo fuera una sola frase, bajo el efecto de las drogas cuando para él el oficio requería litros de café, noches en vela y encierro.
Tanto él como otros profesionales de la escritura coinciden en que, lejos de ser el producto de una buena dosis de whiskey o de una fulmínea inyección de inspiración, escribir requiere formación, disciplina, método y constancia. Vamos, nada de “me dejo inspirar por las mágicas teclas de una máquina de escribir o por el olor de una hoja de papel”. Trabajo, bien organizado y puro trabajo.
El escritor nace o se hace
En los últimos años se ha asistido a la proliferación de un nuevo tipo de escuela y de programas universitarios cuyo objetivo es enseñar el oficio del escritor. El Master in Fine Art in Creative Writing de la universidad de Iowa, la Gotham Writers Workshop de Nueva York, el Ateneu Barcelonés, la Escuela de Escritores de Madrid o la más reciente Scuola Holden de Turín en Italia, por citar algunos nombres entre una amplísima oferta académica, sobre todo americana y británica.
Las escuelas de escritura creativa, ya consolidadas en los Estados Unidos desde 1880 con la primera clase impartida en Harvard, llegan a Europa con este mensaje revelador: el escritor se hace. Da igual que tengas o no talento, sostiene Murakami: el talento no vale de nada si no se demuestra que puede perdurar en el tiempo o, mejor dicho, si no perdura en el tiempo la necesidad de escribir, auténtica chispa de la creación literaria.
De repente, todo lo que se había escuchado sobre el poseer o no el don de la escritura suena a patraña elitista. Consuela saber que hay maneras de enfrentarse a este oficio con la justa perspectiva y que haya alguien dispuesto a enseñarnos cómo.
Aprende de las lagartijas
“Corre rápido y quédate inmóvil” esta es la lección de las lagartijas según el escritor de ciencia-ficción, Ray Bradbury. Al observar el movimiento de estos reptiles, el aspirante a escritor aprende que la velocidad lo es todo. Más rápido escribe y de menos tiempo dispone para parar a pensar. Si no se detiene a diseccionar su pensamiento, entonces es muy probable que su voz sea honesta.
Sin embargo, hacer que la escritura brote rápido y que además sea auténtica requiere mucha disciplina. Como en todos los oficios, si no se desempeñan con ganas y una pizca de alegría será difícil convertirse en un verdadero profesional. Para ser escritor, insiste Murakami, es esencial que se mantenga la ilusión por dar rienda suelta a nuestro mundo interior, solo así nos sentiremos libres de expresarnos. Sin libertad, no habrá palabras capaces de captar la atención del lector, sino solo una aglomeración de signos sin emoción.
Dorothea Brande, una de las editoras más influyentes del siglo XX, sostenía por ejemplo que para obtener el máximo beneficio de nuestro inconsciente hay que aprovechar el momento en que nuestra mente todavía está entre el sueño y la vigilia. “Sin hablar, sin leer el periódico de la mañana, sin coger el libro que dejaste anoche en la mesilla, empezar a escribir”: en pocas palabras, dejar que los pensamientos surjan de manera azarosa y sin ataduras.
Puede que, en esta fase, cuando todavía está uno buscando su camino o su voz, lo más difícil sea callar esa vocecita que dice: “¿Pero ¿qué quieres contar? ¡Esto no funciona!”. La tendencia a censurarnos es frecuente y muy peligrosa, ya que ahora es el momento de aprender de las lagartijas: hay que correr para no pensar, para disfrutar de lo que el inconsciente tenga que revelar. Ahí se esconden los tesoros que todavía no se han descubierto y que solo la espontaneidad y la constancia pueden revelar.
La escritora Julia Cameron ha incluso bautizado ese momento creativo de la mañana con el apelativo de “Morning Pages”, una rutina muy concreta que consiste en redactar al menos tres páginas al día, a mano y en un cuaderno de tamaño A4 todo el flujo de nuestros pensamientos. Escribir a mano obliga ante todo a proceder despacio, a fijarnos en la página que tenemos delante y, además, ayuda a que la mente suspenda su juicio durante un rato. Algunos estarán pensando: “Bueno, es el diario de toda la vida”. Sí, solo que aquí se convierte en un recurso de autoanálisis y desahogo muy poderoso. La fuente de la que brotan las ideas, los sentimientos, las emociones, incluso los tabúes o lo nunca dicho, sin que los filtros de las falsas creencias impidan el proceso.
Encuentra y nutre tu musa
A lo largo de la vida, nos llenamos de sonidos, imágenes, olores, sabores, paisajes, animales y personas; poco a poco se almacenan en el inconsciente recuerdos e informaciones que representan nuestra manera de ver y vivir el mundo alrededor. Ray Bradbury lo define “el archivo”, “el depósito”; Julia Cameron, “la fuente”; la “caja de herramientas”, Stephen King.
Cambian las denominaciones, pero no el concepto: lo que erróneamente se llamaba “inspiración” no es otra cosa que un almacén de potenciales ideas que cada escritor tiene la obligación de nutrir constantemente. Cada almacén y el uso que se hace de él distingue un escritor de otro: constituye su seña de identidad.
Ahora bien, no es una fuente interminable de ideas: se pueden agotar. De ahí que el primer deber del escritor sea nutrir su musa.
Una visita al museo, un paseo por el bosque, ver una obra de teatro o una película son para Julia Cameron citas obligatorias a partir de las cuales el escritor observa, reflexiona y recolecta emociones, sensaciones, informaciones para alimentar su creatividad. Se trata de un mensaje clave que indica cómo el escritor no es en absoluto un ser aislado de la realidad: vive en ella en constante contacto con las personas que encuentra y con las que habla; se nutre de lo que observa y captura su atención; se mantiene activo, despierto y atento.
Refuerza este enfoque también Murakami quien lleva corriendo y nadando todos los días desde hace años. Para escribir se necesita energía física, no solamente intelectual y, en su opinión, no existiría la una sin la otra. De alguna manera, el esfuerzo físico y mental que sirven para salir todos los días a entrenar ayudan a forjar la disciplina necesaria para enfrentarse a la escritura.
En suma, cada escritor recurre a maneras distintas de alimentar su musa, sin embargo todos coinciden en que el ingrediente principal del régimen creativo es la lectura. Leer nos permite compararnos con los grandes, aprender de sus estrategias, imitarlas si queremos pero, sobre todo, construir nuestra manera de ver el mundo.
La lectura permite recoger material literario valioso, además de facilitar el proceso creativo y convertirlo en algo más familiar. Si no lee, el escritor no dispone de ninguna referencia para saber si lo que escribe merece ser leído o no. Insiste Stephen King que la lectura cotidiana nos empuja “hacia un lugar, una actitud mental” donde seremos capaces de producir páginas y páginas sin ninguna inhibición. Y si no llegan a ser páginas, podrían ser cuadernos de notas como las que rellenaba Fitzgerald en su cuaderno y que le producían un placer inmenso con solo leerlas.
Pon tu escritorio en el centro de la habitación
Dice Stephen King: “pon tu escritorio en una esquinita de la habitación y todas las veces que te sientes a escribir, pregúntate por qué no está en el centro”. El arte al servicio de la vida: si se quiere escribir hay empezar por aquí.
Si quieres escribir, probablemente tienes una historia que contar, una imagen que constituye el núcleo de una novela o de un relato. De ahí al producto final hay un trecho y poner literalmente el escritorio en el centro de la habitación significa dedicar tiempo y esfuerzo a tu proyecto todos los días. Cada uno a su estilo. Hemingway, por ejemplo, propiciaba el reencuentro con su escritorio dejando de escribir cada noche cuando todavía tenía algo que decir. Al día después, su imaginación estaba lista para empezar.
Raymond Carver, en cambio, no podía permitirse sesiones cotidianas, sino sentadas maratonianas de fin de semana en las que daba a luz sus cuentos y poemas. Stephen King, en cambio, acude puntual a su cita con la página todas las mañanas y ahí se queda hasta que no alcanza su objetivo cotidiano.
En fin, está claro que el proceso creativo surge y desarrolla en cada escritor de mil maneras distintas, pero en todos permanece intacta esta idea: si quieres escribir, hazlo, no lo dejes de lado, ponlo al centro de tu vida.
Tomado de Le Miau Noir