La insepulta de Paita

Por Pablo Neruda

Prólogo

Desde Valparaíso por el mar.
El Pacífico, duro camino de cuchillos.
Sol que fallece, cielo que navega.
Y el barco, insecto seco, sobre el agua.
Cada día es un fuego, una corona.
La noche apaga, esparce, disemina.
Oh día, oh noche,
oh naves
de la sombra y la luz, naves gemelas!
Oh tiempo, estela rota del navío!
Lento, hacía Panamá, navega el aire.
Oh mar, flor extendida del reposo!
No vamos ni volvemos ni sabemos.
Con los ojos cerrados existimos.

I
La costa peruana

Surgió como un puñal
entre los dos azules enemigos,
cadena erial, silencio,
y acompañó a la nave
de noche interrumpida por la sombra,
de día allí otra vez la misma,
muda como una boca
que cerró para siempre su secreto,
y tenazmente sola
sin otras amenazas
que el silencio.
Oh larga
cordillera
de arena y desdentada
soledad, oh desnuda
y dormida
estatua huraña,
a quién,
a quiénes
despediste
hacia el mar, hacia los mares,
a quién
desde los mares
ahora
esperas?
Qué flor salió,
qué embarcación florida
a fundar en el mar la primavera
y te dejó los huesos
del osario,
la cueva
de la muerte metálica,
el monte carcomido
por las sales violentas?
Y no volvió raíz ni primavera,
todo se fue en la ola y en el viento!
Cuando a través
de largas
horas
sigues,
desierto, junto al mar,
soledad arenosa,
ferruginosa muerte,
el viajero
ha gastado
su corazón errante:
no le diste
un solo
ramo
de follaje y frescura,
ni canto de vertientes,
ni un techo que albergara
hombre y mujer amándose:
sólo el vuelo salado
del pájaro del mar
que salpicaba
las rocas
con espuma
y alejaba su adiós
del frío del planeta.
Atrás, adiós,
te dejo,
costa
amarga.
En cada hombre
tiembla
una semilla
que busca
agua celeste
o fundación porosa:
cuando no vio sino una copa larga
de montes minerales
y el azul extendido
contra una inexorable
ciudadela,
cambia el hombre su rumbo,
continúa su viaje
dejando atrás la costa del desierto,
dejando
atrás
el olvido.

II
La insepulta

En Paita preguntamos
por ella, la Difunta:
tocar, tocar la tierra
de la bella Enterrada.
No sabían.
Las balaustradas viejas,
los balcones celestes,
una vieja ciudad de enredaderas
con un perfume audaz
como una cesta
de mangos invencibles,
de piñas,
de chirimoyas profundas,
las moscas
del mercado
zumban
sobre el abandonado desaliño,
entre las cercenadas
cabezas de pescado,
y las indias sentadas
vendiendo
los inciertos despojos
con majestad bravía,
-soberanas de un reino
de cobre subterráneo-,
y el día era nublado,
el día era cansado,
el día era un perdido
caminante, en un largo
camino confundido
y polvoriento.
Detuve al niño, al hombre,
al anciano,
y no sabían dónde
falleció Manuelita,
ni cuál era su casa,
ni dónde estaba ahora
el polvo de sus huesos.
Arriba iban los cerros amarillos,
secos como camellos,
en un viaje en que nada se movía,
en un viaje de muertos,
porque es el agua
el movimiento,
el manantial transcurre.
el río crece y canta,
y allí los montes duros
continuaron el tiempo:
era la edad, el viaje inmóvil
de los cerros pelados,
y yo les pregunté por Manuelita,
pero ellos no sabían,
no sabían el nombre de las flores.
Al mar le preguntamos,
al viejo océano.
El mar peruano
abrió en la espuma viejos ojos incas
y habló la desdentada boca de la turquesa.

III
El mar y Manuelita

Aquí me llevó ella, la barquera,
la embarcadora de Colán, la brava.
Me navegó la bella, la recuerdo,
la sirena de los fusiles,
la viuda de las redes,
la pequeña criolla traficante
de miel, palomas, piñas y pistolas.
Durmió entre las barricas,
amarrada a la pólvora insurgente,
a los pescados que recién alzaban
sobre la barca sus escalofríos,
al oro de los más fugaces días,
al fosfórico sueño de la rada.
Sí, recuerdo su piel de nardo negro,
sus ojos duros, sus férreas manos breves,
recuerdo a la perdida comandante
y aquí vivió
sobre estas mismas olas,
pero no sé dónde se fue,
no sé
dónde dejó al amor su último beso,
ni dónde la alcanzó la última ola.

IV
No la encontraremos

No, pero en mar no yace la terrestre,
no hay Manuela sin rumbo, sin estrella,
sin barca, sola entre las tempestades.
Su corazón era de pan y entonces
se convirtió en harina y en arena,
se extendió por los montes abrasados:
por espacio cambió su soledad.
Y aquí no está y está la solitaria.
No descansa su mano, no es posible
encontrar sus anillos ni sus senos,
ni su boca que el rayo
navegó con su largo látigo de azahares.
No encontrará el viajero
a la dormida
de Paita en esta cripta, ni rodeada
por lanzas carcomidas, por inútil
mármol en el huraño cementerio
que contra polvo y mar guarda sus muertos
en este promontorio, no,
no hay tumba para Manuelita,
no hay entierro para la flor,
no hay túmulo para la extendida,
no está su nombre en la madera
ni en la piedra feroz del templo.
Ella se fue, diseminada,
entre las duras cordilleras
y perdió entre sal y peñascos
los más tristes ojos del mundo,
y sus trenzas se convirtieron
en agua, en ríos del Perú,
y sus besos se adelgazaron
en el aire de las colinas,
y aquí está la tierra y los sueños
y las crepitantes banderas
y ella está aquí, pero ya nadie
puede reunir su belleza.

V
Falta el amante

Amante, para qué decir tu nombre?
Sólo ella en estos montes
permanece.
Él es sólo silencio,
es brusca soledad que continúa.
Amor y tierra establecieron
la solar amalgama,
y hasta este sol, el último,
el sol mortuorio
busca
la integridad de la que fue la luz.
Busca
y su rayo
a veces
moribundo
corta buscando, corta como espada,
se clava en las arenas,
y hace falta la mano del Amante
en la desgarradora empuñadura.
Hace falta tu nombre,
Amante muerto,
pero el silencio sabe que tu nombre
se fue a caballo por la sierra,
se fue a caballo con el viento.

VI
Retrato

Quién vivió? Quién vivía? Quién amaba?
Malditas telarañas españolas!
En la noche la hoguera de ojos ecuatoriales,
tu corazón ardiendo en el vasto vacío:
así se confundió tu boca con la aurora.
Manuela, brasa y agua, columna que sostuvo
no una techumbre vaga sino una loca estrella.
Hasta hoy respiramos aquel amor herido,
aquella puñalada del sol en la distancia.

VII
En vano te buscamos

No, nadie reunirá tu firme forma,
ni resucitará tu arena ardiente,
no volverá tu boca a abrir su doble pétalo,
ni se hinchará en tus senos la blanca vestidura.
La soledad dispuso sal, silencio, sargazo,
y tu silueta fue comida por la arena,
se perdió en el espacio tu silvestre cintura,
sola, sin el contacto del jinete imperioso
que galopó en el fuego hasta la muerte.

VIII
Manuela material

Aquí en las desoladas colinas no reposas,
no escogiste el inmóvil universo del polvo.
Pero no eres espectro del alma en el vacío.
Tu recuerdo es materia, carne, fuego, naranja.
No asustarán tus pasos el salón del silencio,
a medianoche, ni volverás con la luna,
no entrarás transparente, sin cuerpo y sin rumor.
no buscarán tus manos la cítara dormida.
No arrastrarás de torre en torre un nimbo verde
como de abandonados y muertos azahares,
y no tintinearán de noche tus tobillos:
te desencadenó sólo la muerte.
No, ni espectro, ni sombra, ni luna sobre el frío,
ni llanto, ni lamento, ni huyente vestidura,
sino aquel cuerpo, el mismo que se enlazó al amor,
aquellos ojos que desgranaron la tierra.
Las piernas que anidaron el imperioso fuego
del Húsar, del errante Capitán del camino,
las piernas que subieron al caballo en la selva
y bajaron volando la escala de alabastro.
Los brazos que abrazaron, sus dedos, sus mejillas,
sus senos (dos morenas mitades de magnolia),
el ave de su pelo (dos grandes alas negras),
sus caderas redondas de pan ecuatoriano.
Así, tal vez desnuda, paseas con el viento
que sigue siendo ahora tu tempestuoso amante.
Así existes ahora como entonces: materia,
verdad, vida imposible de traducir a muerte.

IX
El juego

Tu pequeña mano morena,
tus delgados pies españoles,
tus caderas claras de cántaro,
tus venas por donde corrían
viejos ríos de fuego verde:
todo lo pusiste en la mesa
como un tesoro quemate:
como de abandonados y muertos azahares,
en la baraja del incendio:
en el juego de vida o muerte.

X
Adivinanza

Quién está besándola ahora?
No es ella. No es él. No son ellos.
Es el viento con la bandera.

XI
Epitafio

Ésta fue la mujer herida:
en la noche de los caminos
tuvo por sueño una victoria,
tuvo por abrazo el dolor.
Tuvo por amante una espada.

XII
Ella

Tú fuiste la libertad,
libertadora enamorada.
Entregaste dones y dudas,
idolatrada irrespetuosa.
Se asustaba el búho en la sombra
cuando pasó tu cabellera.
Y quedaron las tejas claras,
se iluminaron los paraguas.
Las casas cambiaron de ropa.
El invierno fue transparente.
Es Manuelita que cruzó
las calles cansadas de Lima,
la noche de Bogotá,
la oscuridad de Guayaquil,
el traje negro de Caracas.
Y desde entonces es de día.

XIII
Interrogaciones

Por qué? ¿Por qué no regresaste?
Oh amante sin fin, coronada
no sólo por los azahares,
no sólo por el gran amor,
no sólo por luz amarilla
y seda roja en el estrado,
no sólo por camas profundas
de sábanas y madreselvas,
sino también.
oh coronada,
por nuestra sangre y nuestra guerra.

XVI
De todo el silencio

Ahora quedémonos solos.
Solos, con la orgullosa.
Solos con la que se vistió
con un relámpago morado.
Con la emperatriz tricolor.
Con la enredadera de Quito.
De todo el silencio del mundo
ella escogió este triste estuario,
el agua pálida de Paita.

XV
Quién sabe

De aquella gloria no, no puedo hablarte.
Hoy no quiero sino la rosa
perdida, perdida en la arena.
Quiero compartir el olvido.
Quiero ver los largos minutos
replegados como banderas,
escondidos en el silencio.
A la escondida quiero ver.
Quiero saber.

XVI
Exilios

Hay exilios que muerden y otros
son como el fuego que consume.
Hay dolores de patria muerta
que van subiendo desde abajo,
desde los pies y las raíces
y de pronto el hombre se ahoga,
ya no conoce las espigas,
ya se terminó la guitarra,
ya no hay aire para esa boca,
ya no puede vivir sin tierra
y entonces se cae de bruces,
no en la tierra, sino en la muerte.
Conocí el exilio del canto,
y ése sí tiene medicina,
porque se desangra en el canto,
la sangre sale y se hace canto.
Y aquel que perdió madre y padre,
que perdió también a sus hijos,
perdió la puerta de su casa,
no tiene nada, ni bandera,
ése también anda rodando
y a su dolor le pongo nombre
y lo guardo en mi caja oscura.
Y el exilio del que combate
hasta en el sueño, mientras come,
mientras no duerme ni come,
mientras anda y cuando no anda,
y no es el dolor exiliado
sino la mano que golpea
hasta que las piedras del muro
escuchen y caigan y entonces
sucede sangre y esto pasa:
así es la victoria del hombre.

No comprendo

Pero no comprendo este exilio.
Este triste orgullo, Manuela.

XVII
La soledad

Quiero andar contigo y saber,
saber por qué, y andar adentro
del corazón diseminado,
preguntar al polvo perdido,
al jazmín huraño y disperso.
Por qué? Por qué esta tierra miserable?
Por qué esta luz desamparada?
Por qué esta sombra sin estrellas?
Por qué Paita para la muerte?

XVIII
La flor

Ay amor, corazón de arena!
Ay sepultada en plena vida,
yacente sin sepultura,
niña infernal de los recuerdos,
ángela color de espada.
Oh inquebrantable victoriosa
de guerra y sol, de cruel rocío.
Oh suprema flor empuñada
por la ternura y la dureza.
Oh puma de dedos celestes,
oh palmera color de sangre,
dime por qué quedaron mudos
los labios que el fuego besó,
por qué las manos que tocaron
el poderío del diamante,
las cuerdas del violín del viento,
la cimitarra de Dios,
se sellaron en la costa oscura,
y aquellos ojos que abrieron
y cerraron todo el fulgor
aquí se quedaron mirando
cómo iba y venía la ola,
cómo iba y venía el olvido
y cómo el tiempo no volvía:
sólo soledad sin salida
y estas rocas de alma terrible
manchadas por los alcatraces.
Ay, compañera, no comprendo!

XIX
Adiós

Adiós, bajo la niebla tu lenta barca cruza:
es transparente como una radiografía,
es muda entre las sombras de la sombra:
va sola, sube sola, sin rumbo y sin barquera.
Adiós, Manuela Sáenz, contrabandista pura,
guerrillera, tal vez tu amor ha indemnizado
la seca soledad y la noche vacía.
Tu amor diseminó su ceniza silvestre.
Libertadora, tú que no tienes tumba,
recibe una corona desangrada en tus huesos,
recibe un nuevo beso de amor sobre el olvido,
adiós, adiós, adiós, Julieta huracanada.
Vuelve a la proa eléctrica de tu nave pesquera,
dirige sobre el mar la red y los fusiles,
y que tu cabellera se junte con tus ojos,
tu corazón remonte las aguas de la muerte,
y se vea otra vez partiendo la marea,
la nave, conducida por tu amor valeroso.

XX
La resurrecta

En tumba o mar o tierra, batallón o ventana,
devuélvenos el rayo de tu infiel hermosura.
Llama a tu cuerpo, busca tu forma desgranada
y vuelve a ser la estatua conducida en la proa.
(Y el Amante en su cripta temblará como un río.)

XXI
Invocación

Adiós, adiós, adiós, insepulta bravía,
rosa roja, rosal hasta en la muerte errante,
adiós, forma calada por el polvo de Paita,
corola destrozada por la arena y el viento.
Aquí te invoco para que vuelvas a ser una
antigua muerta, rosa todavía radiante,
y que lo que de ti sobreviva se junte
hasta que tengan nombre tus huesos adorados.
El Amante en su sueño sentirá que lo llaman:
alguien, por fin aquélla, la perdida, se acerca
y en una sola barca viajara la barquera
otra vez, con el sueño y el Amante soñando,
los dos, ahora reunidos en la verdad desnuda:
cruel ceniza de un rayo que no enterró la muerte,
ni devoró la sal, ni consumió la arena.

XXII
Ya nos vamos de Paita

Paita, sobre la costa
muelles podridos,
escaleras
rocas,
los alcatraces tristes
fatigados,
sentados
en la madera muerta,
los fardos de algodón,
los cajones de Piura.
Soñolienta y vacía,
Paita se mueve
al ritmo
de las pequeñas olas de la rada
contra el muro calcáreo.
Parece
que aquí
alguna ausencia inmensa sacudió y quebrantó
los techos y las calles.
Casas vacías, paredones
rotos,
alguna buganvilia
echa en la luz el chorro
de su sangre morada,
y lo demás es tierra,
el abandono seco
del desierto.
Y ya se fue el navío
a sus distancias.
Paita quedó dormida
en sus arenas.
Manuelita insepulta,
desgranada
en las atroces, duras
soledades.
Regresaron las barcas, descargaron
a pleno sol negras mercaderías.
Las grandes aves calvas
se sostienen
inmóviles
sobre
piedras quemantes.
Se va el navío. Ya
no tiene ya más
nombre la tierra.
Entre los dos azules
del cielo y del océano
una línea de arena,
seca, sola, sombría.
Luego cae la noche.
Y nave y costa y mar
y tierra y canto
navegan al olvido.
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