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(Por Iván Égüez)
Los espejos de ahora no sirven porque no reflejan lo de ayer –dijo la estrella soslayando su ocaso.
Caminó hacia el sofá a esperar yacente la llegada de su niño, un joven coreógrafo al que hizo su pareja bajo la broma de que la unión perfecta la forman un hombre con futuro y una mujer con pasado.
Así, bajo las brisas de simple coqueteo, nació esa relación que se fue convirtiendo en el amor de su vida.
–El último amor es el verdadero– había dicho ante los periodistas cuando las brisas se transformaron en escandaloso vendaval.
Pero ese, quizá, fue el último gesto de desafío. La vida, de pronto, se le puso cuesta arriba, todo empezó a escapársele de las manos. Según ella, la fatalidad había tocado sus clarines apocalípticos.
La antigua prima donna, ahora relegada a las páginas de nostalgia de las revistas y periódicos, había decidido suicidarse esa noche después de recibir la visita de su joven amador.
Llegó tocado por un traje rosa, una camisa de seda blanca y un pañuelo púrpura ajustado al cuello. Esta vez, más que nunca, ella sintió que en verdad él revoloteaba más que caminaba, que el tintineo de los cristales se producía sin que él los topara, que un polvo de estrellas se levantaba de las alfombras a su paso, que él era la vida indetenible.
–He venido a llevarte; iremos a mi apartamento; quiero que por fin lo conozcas –le dijo un tanto atropellado, mientras besaba sus manos y la forzaba a incorporarse.
Ella quiso decirle que no, que había preparado una cena especial, que deseaba quedarse en ese sofá para siempre… Finalmente alcanzó a decir:
–…lo que sucede es que he conseguido unos rosés fabulosos, esos que están ahí so…
–Vamos –le dijo él mientras tomaba entre sus dedos los cuellos de flamingo de aquellas botellas casi vivas.
Todo fue tan rápido y determinado para ella, que apenas alcanzó a darse un respingo al pasar frente a ese espejo de roca, precipitado como una cascada sobre la consola de mármol. ¡Todo tan distinto a lo que había planeado, pero no podía resistirse ante semejante torbellino!
Entraron asimismo a las volandas al edificio donde él había conseguido no un apartamento de vivienda sino el canchón destinado a las sesiones de condominio que, al no realizarse jamás, permitieron su alquiler. Lo había decorado al desgaire en busca de un toque de intimidad: la colchoneta se hallaba cubierta con un edredón pastel, la infaltable barra de los danzarines servía para colgar las elegantes camisas y los ajustados pantalones; de las lámparas de luz pendían hilos de colores que sostenían invitaciones y programas de teatro, música, danza, en fin; tablones sobre ladrillos ornamentales hacían de estanterías para libros; afiches y cuadros llenaban la otra pared, y junto a la colchoneta –a manera de un salto al vacío– el enorme espejo cubriendo todo el fondo.
Comieron, bebieron, cantaron.
–El amor hay que hacerlo siempre como si fuera la última vez, hazlo con el cuerpo y con el resto vuela –dijo él mientras se desprendía de sus ropas, hacía contorsiones y se lanzaba a la colchoneta como a una piscina. La «extrella», como a sí misma se nombraba desde que cayó en el pesimismo, se acercó parsimoniosa, cambió las luces de la habitación por la lámpara de noche y empezó a desvestirse mientras él, recostado, la contemplaba cariñoso más que entusiasmado.
–Nunca dejarás de ser bella –le murmuró dadivoso, con la vida bocarriba.
Ella se miró en el espejo, y en sus formas, ayudadas por el sombreado de la luz indirecta, resaltaron los contornos todavía estilizados que su profesión la había ayudado a mantener.
–Ya no soy esa –dijo sentimental, dejándose caer en la colchoneta, en busca, quizá, de los mimos del muchacho.
Lloraron, sin saber por qué lloraron.
Él, que era precipitado y loco en todo, había aprendido en cambio a demorarse en las estancias del amor, a darse como el agua de los esteros que parece dormida mientras se va al mar. Ella se sentía confundida, ya no sabía si iba a cumplir su fatal decisión. Tanta vida y jamás, se decía rememorando los versos de un poeta.
–Mira qué hermosos somos –susurraba el chico mirando el oleaje de los cuerpos en el espejo.
–Parecemos cisnes en lago de sábanas –dijo ella, romántica, balanceándose ceñida a él.
–Un cisne de dos pisos –alcanzó a balbucir, juguetón, antes de que llegara esa tempestad de rayos que sacude a los amantes las entrañas. Luego, los dos se dieron cuenta al mismo tiempo: sus cuerpos –que ya estaban separados, laxos, inmóviles en esa suerte de reposo de guerreros que es la resaca del amor– seguían enlazados en el espejo, seguían llameando, seguían moviéndose en un eterno, cadencioso abrazo.