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Desde fin del siglo XVIII hasta el presente, las nociones centrales de Occidente, de Europa y de identidad europea occidental se encuentran casi siempre estrechamente relacionadas con el ascenso y la caída de los grandes poderes imperiales de Europa, sobre todo los de Gran Bretaña, Francia, Rusia y Estados Unidos. Ninguna descripción de la identidad cultural europea y de las artes puede, en mi opinión, pasar por alto la relación entre cultura e imperio. Además, también es cierto que las artes se practican y sostienen en un contexto social en que existen profundas relaciones de poder, propiedad, clase y género. Uno de los logros más importantes de los estudios culturales contemporáneos es el desarrollo de un vocabulario conceptual de varios métodos de interpretación y de un conjunto de discursos destinados a analizar estas relaciones. Creo que sería un gran error no tener en cuenta estos desarrollos absolutamente cruciales para nuestras reflexiones sobre la identidad y las políticas culturales europeas de nuestros días.
Como ejemplo modélico, tómese la distinción entre Occidente y Oriente tal como influyó en el desarrollo de la literatura, la pintura y la música europeas del siglo XIX. Es verdad que desde Heródoto existe una geografía imaginaria —que se renueva de manera constante— que traza una línea divisoria entre Europa y Oriente sobre la base de la diferencia. Pero una distinción más profunda tuvo lugar hacia fines del siglo XVIII. El período se inaugura con importantes cambios en el estilo de conquista imperial, cambios que sucedieron más o menos al mismo tiempo que el pasaje del clasicismo al romanticismo. La conquista de Egipto por Napoleón fue llevada a cabo solo de un modo parcial gracias a la campaña militar (en la que en breve sería derrotado por los británicos). Lo que Napoleón logró fue la traducción cultural de Egipto a un conjunto de representaciones europeas. Esto se realizó por medio de un proyecto científico que se materializó en los pesados volúmenes de La Déscription de l’Egypte, producto de un equipo de botánicos, filólogos, historiadores, musicólogos, anatomistas, arquitectos y geógrafos. Concentrados en lo que era de hecho la antigua civilización de Egipto, los sabios de Napoleón produjeron el retrato de una cultura atemporal. De allí surgió la egiptomanía de las décadas de 1830 y 1840, además de una intensificación de lo que Raymond Schawb llamó la Renaissance orientale. Filología y lingüística, arqueología, etnografía e historiografía fueron transformadas por este movimiento, y todo esto derivó de un modo u otro de la enorme disparidad de poderío entre el Estado imperial y sus súbditos de ultramar. Hacia fines de la década del 1820, Hugo diría en el prefacio de Les orientales, «Au siècle de Louis XIV on était halleniste, maintenant on est orientaliste»[1].
Es casi imposible sobrestimar la influencia de esta nueva imagen de Oriente, que recibió tanta atención de los artistas y eruditos, y fortaleció y determinó con claridad el sentimiento de identidad cultural de los europeos en lugares como Argelia e India, donde justificó el colonialismo a gran escala. En la obra de Goethe, Hugo, Lamartine, Friedrich Schlegel y muchos otros, Oriente se convirtió en sinónimo de lo exótico, lo femenino, lo misterioso, lo profundo y lo originario. Y en tanto se promovió la orientalización de Oriente y lo oriental, se desarrolló no solo un profundo abismo entre las dos identidades culturales supuestas, sino también un fuerte sentimiento de identidad cultural amurallado, esencializado hasta el grado de hacer de Oriente —con su despotismo, sensualidad y fecundidad maravillosos— el gran otro de Europa. Si el escritor o el músico pensaba en Egipto (como en la Aida de Verdi) o en India (como en Lakmé de Delibes) o en Japón (como en Madame Butterfly) o en África del Norte (como en Salambó de Flaubert), todo esto contribuía a una imagen de Oriente de tamaño sobrenatural, y cuya función era garantizar la identidad de Europa como observador, adorador, señor y juez de Oriente. Hegel afirmó que el curso de la historia humana era un camino de Este a Oeste; esto significaba que Oriente representaba una fase importante por la que la cultura occidental tenía que pasar en su marcha hacia cumbres más altas del desarrollo y del progreso tanto histórico como cultural.
Es muy difícil precisar si las justificaciones culturales del imperio precedieron o sucedieron a la conquista fáctica de territorios. Puede asegurarse, sin embargo, que estas justificaciones estaban extremadamente difundidas en la cultural de aquellos días, y acompañaban de modo rutinario aquello que J. R. Seeley, un teórico del colonialismo de fines del siglo XIX, llamó el suceso principal de la historia de Inglaterra: la expansión. En El corazón de las tinieblas[AC1] , Marlow, el narrador de Conrad, hace la siguiente observación:
La conquista de la tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo; no una pretensión sentimental, sino una idea; y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante lo que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio…
La observación de Marlow implica que «la idea» es, en parte, fe auténtica en el valor de la colonización y, en parte, engaño, una pantalla que se coloca ante las actividades sórdidas entretejidas con la colonización y la conquista violenta de territorios. Una lectura minuciosa de la obra revela que estos dos aspectos se encuentran íntimamente relacionados y que tal vez sea imposible distinguir uno de otro. La videncia de Conrad en este pasaje se debe, quizá, a que escribía sobre el imperialismo como un outsider (un artista polaco que aprendió inglés recién alrededor de los 21 años y sirvió en la marina mercante británica en el Lejano Oriente), su peculiar punto de vista le permitió percibir las ironías involucradas en la situación; pero aunque fue crítico respecto de las prácticas belgas en el Congo, no logró divisar ninguna alternativa a un mundo dominado por Occidente. Nadie era capaz de hacerlo en esa época: la alternativa debía provenir de las propias colonias, tal como ocurrió con el desarrollo de la resistencia nacionalista y el camino hacia la descolonización y la independencia.
Como Kipling, Conrad es un escritor que considera el imperio como un hecho establecido que ha adquirido un lugar tan prominente en la vida cultural como para justificar que sea el centro de atención. En marcado contraste con ellos, novelistas anteriores del siglo XIX, como Jane Austen, Thackeray y Dickens, se refieren a las remotas posesiones británicas como a un hecho que requiere atención incidental durante el curso principal de la narración. En la novela de Austen Mansfield Park, sir Thomas Bertram, miembro próspero de la nobleza, disfruta su bella propiedad inglesa (Mansfield Park) gracias a una plantación de azúcar que posee en Antigua y visita de tanto en tanto. En La feria de las vanidades, de Thackeray, la mayoría de los miembros de la familia Sedley residió durante cierto tiempo de sus vidas en la India (y de hecho se los llama nabobs[2]); hacia el final de la novela, vemos al esposo de Amelia Sedley, George Dobbin, ya retirado de su carrera militar, dedicar su tiempo y concentración a componer una historia de Punjab[3]. Más interesante es que Dickens en su novela Grandes esperanzas elija la colonia penitenciaria de Australia como lugar de exilio del convicto Magwitch, que apoya las pretensiones del joven Pip de ser un gentleman enviándole dinero desde Australia; cuando Magwitch regresa Inglaterra de manera ilegal, su presencia es utilizada por Dickens para minar las inseguras «grandes esperanzas» de Pip.
La novela es de importancia central para el imperio o, mejor dicho, para la cultural imperial y la identidad nacional europea. La primera novela inglesa es Robinson Crusoe, la historia de un individuo de la clase media inglesa que naufraga y llega a una isla desierta y, con el paso del tiempo, convierte toda la isla en su dominio y la transforma para su uso. La narración no solo registra sus acciones, también le permite asumir la identidad construida de alguien que deviene lo que él ya es a gran distancia del hogar. De hecho, la novela de Crusoe relaciona directamente su existencia con la actividad de dominar un ambiente inhóspito, nativos potencialmente peligrosos y sentimientos de abandono y desesperación. En la década de 1840, la novela se convirtió en la principal forma cultural de Inglaterra, donde un público masivo devoraba las obras inmensamente populares de Dickens, Thackeray, etc., y encontraba en ellas no solo entretenimiento e instrucción, sino también una consolidación sutil de la estructural dominante de sentimientos, actitudes y referencias. En relación con el mapa geográfico mundial, esta estructura colocó a Inglaterra en el centro del mundo: la metrópoli con distritos lejanos. La metrópoli se relacionaba con estos por una relación de servicio y utilidad (de acuerdo con los principios del libre comercio) y con los habitantes nativos, a través del dominio y la autoridad. La forma de la novela confirmó y reforzó las estructuras de propiedad y matrimonio que daban su identidad a la sociedad. Así, el sentimiento de ser inglés incluía todo un conjunto de expectativas respecto de los hombres de piel negra, amarilla y marrón, así como la confianza en el derecho británico de controlar lugares muy distantes; estas eran plasmadas en la narración junto con las ideas de propiedad y matrimonio: en Mansfield Park, la heroína, Fanny Price, recibe como herencia las propiedades de Inglaterra y el Caribe (la plantación de azúcar).
La situación francesa es diferente, aunque no menos llamativa por su unanimidad y difusión. Como he dicho anteriormente, la campaña de Napoleón en Egipto incluía en su nómina todo un equipo de científicos, arqueólogos y lingüistas, cuya tarea era conquistar Egipto para Francia. Pero la cultura imperial francesa estaba muy centralizada en la persona del emperador y las nuevas instituciones científicas y culturales que creó en París. Se diferenciaba de la cultural imperial británica, ya que durante las primeras décadas del siglo XIX —al menos hasta la década de 1840—, solo interesaba a un segmento relativamente pequeño de la población; este segmento incluía obviamente a los militares y a algunos grupos científicos, traficantes de armas, misioneros y empresarios. En Inglaterra, por el contrario, el interés por el imperio estaba muy extendido dentro de la población; una parte importante de ella, que sacaba partido del comercio y participaba del Ejército y la Marina, fue enviada al exterior para hacer proselitismo y poblar las colonias. Pero luego de la primera ola de pacificación militar en África del Norte, aumentó en Francia de modo significativo el interés en el imperio, y esto se reflejó de modo inmediato en la pintura, los viajes, la ciencia, las grandes exhibiciones mundiales realizadas en París. Las carreras de Flaubert y Maupassant, por ejemplo, son hasta cierto punto incomprensibles sin el imperio. La mayor obra de Berlioz, Las Troyens, aunque es una ópera basada en los libros I, II y IV de la Eneida de Virgilio, es también un drama sobre el imperialismo (con referencias a la Francia contemporánea), encarnada en el peregrinaje de Eneas de Troya hacia Roma a través de Cartago. El hecho de que la segunda mitad de la ópera esté situada en África del Norte no es en modo alguno una coincidencia: cuando Berlioz escribía —en los últimos años de la década de 1850 y los primeros de la de 1860—, Francia había consolidado su dominio sobre Argelia y Marruecos.
A fines del siglo XIX, y con la mayor parte del mundo imbuida del espíritu imperial que irradia desde el Atlántico Norte, hay una visible insistencia, no solo en lo cultural, sino también en campos científicos (geografía colonial, geología, antropología, historia comparativa), sobre la fatalidad de la continuidad del imperio, un componente central de la identidad cultural. Por eso se volvió casi un cliché que la dominación colonial habría de continuar mientras —en palabras de J. A. Hobson, un temprano crítico europeo del imperialismo— los súbditos de razas inferiores permanecieran tal como eran, inferiores y subdesarrollados. Había solo un árbitro que decidía qué era el desarrollo, y si el juez era reaccionario o progresista, mientras fuera europeo, su perspectiva permanecía invariable. El imperio debía continuar.
En el contexto francés había una ceguera similar, aunque tal vez más problemática, ya que hoy en día, los respectivos autores poseen en general una valoración más elevada que, por ejemplo, Kipling o T. E. Lawrence. André Malraux, por ejemplo, equipara el heroísmo nietzscheano (modelado en el Kurtz de Conrad) de su héroe Perken en La vía real con la invasión de Indochina, una posesión francesa. Gide utiliza el África del Norte francesa, muy conveniente para el nuevo despertar del sensualismo europeo, como el trasfondo del proceso de autoconocimiento, tanto suyo como de su héroe. En El inmoralista, Michel abandona el sentimiento europeo y de responsabilidad por su cuantioso patrimonio, y elige los desiertos de Túnez y Argelia, donde supone que los árabes viven sin permanencia ni memoria en un estado de refinada promiscuidad sexual. Pero el ejemplo más interesante es también el más problemático: Albert Camus. Perteneciente a una generación de pied-noir[4], fue un artista de gran talento, cuyas narraciones tempranas sobre la miseria en Argelia le habían otorgado el lugar de un escritor con conciencia y principios. Sin embargo, su más famosa parábola, El extranjero, se ocupa del asesinato de un árabe sin nombre, ni padres ni identidad reconocible. El drama solo atañe a Meursault, un héroe europeo existencialista para el que Argelia y los musulmanes son nada más que el trasfondo de sus preocupaciones —más elevadas y urgentes— sobre la libertad, la autoridad y la voluntad. En su narrativa, desde La peste hasta El exilio y el reino, Camus utiliza Argelia como trasfondo inerte, cuya posesión hay que defender cuando, luego de la revolución de 1954, la presencia europea se encuentra profundamente amenazada.
La tragedia de Camus es que no puede verse a sí mismo ni ver la masiva presencia francesa en Argelia como la culminación de más de un siglo de conquista colonial. En lugar de esto, niega con terquedad la prioridad del reclamo árabe y cuando autores metropolitanos como Sartre y Jeanson toman partido abiertamente por el Frente de Liberación Nacional, Camus se opone al reclamo árabe en Argelia y afirma de modo categórico que no es más importante que el de muchas otras razas, incluyendo la francesa, que se han asentado allí. Sin embargo, en virtud de cierta extraña ironía, Camus es leído aún en nuestros días como un escritor francés que examina de modo minucioso las difíciles coyunturas de la ocupación alemana de Francia, por más que su obra está situada de modo explícito en Argelia, donde los árabes son quienes sufren y mueren la mayoría de veces.
(Parte del ensayo «Cultura, identidad e historia»)
[1] «El siglo de Luis XIV era helenista, nosotros somos orientalistas».
[2] Palabra de origen árabe que se utiliza para designar a las personas prominentes o pudientes.
[3] Región en el noroeste de la India.
[4] Literlamente «pie negro», término que se usa para designar a una persona francesa de Argelia.
[AC1]Poner la portada de la edición de la Campaña