Palimpsesto

Cuando Longinos salió huyendo con la lanza en la mano, des­pués de haber herido el costado de Nuestro Señor Jesús, era la triste hora del Calvario, la hora en que empezaba la sagrada agonía.

Sobre el árido monte las tres cruces proyectaban su sombra. La muchedumbre que había concurrido a presenciar el sacrificio iba camino de la ciudad. Cristo, sublime y solitario, martirizado lirio de divino amor, estaba pálido y sangriento en su madero.

Cerca de los pies atravesados, Magdalena, desmelenada y amante, se apretaba la cabeza con las manos. María daba su gemido maternal. Stabat mater dolorosa!

Después, la tarde fugitiva anunciaba la llegada del negro ca­rro de la noche. Jerusalén temblaba en la luz al suave soplo cre­puscular.

La carrera de Longinos era rápida, y en la punta de la lanza que llevaba en su diestra brillaba algo como la sangre luminosa de un astro.

El ciego había recobrado el goce del sol.

El agua santa de la santa herida había lavado en esta alma toda la tiniebla que impedía el triunfo de la luz.

A la puerta de la casa del que había sido ciego, un grande arcángel estaba con las alas abiertas y los brazos en alto.

¡Oh Longinos, Longinos! Tu lanza desde aquel día será un inmenso bien humano. El alma que ella hiera sufrirá el celeste contagio de la fe.

Por ella oirá el trueno Saulo y será casto Parsifal.

En la misma hora en que en Haceldama se ahorcó Judas, flo­reció idealmente la lanza de Longinos.

Ambas figuras han quedado eternas a los ojos de los hombres.

¿Quién preferirá la cuerda del traidor al arma de la gracia?

Rubén Darío

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