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Paisaje de la multitud que vomita
Anochecer en Coney Island
La mujer gorda venía delante arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores; la mujer gorda que vuelve del revés los pulpos agonizantes. La mujer gorda, enemiga de la luna, corría por las calles y los pisos deshabitados y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas. Son los cementerios, lo sé, son los cementerios y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena, son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora los que nos empujan en la garganta. Llegaban los rumores de la selva del vómito con las mujeres vacías, con niños de cera caliente, con árboles fermentados y camareros incansables que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva. Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio. No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta, ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido. Son los muertos que arañan con sus manos de tierra las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres. La mujer gorda venía delante con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines. El vómito agitaba delicadamente sus tambores entre algunas niñas de sangre que pedían protección a la luna. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi! Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía, esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol y despide barcos increíbles por las anémonas de los muelles. Me defiendo con esta mirada que mana de las ondas por donde el alba no se atreve, yo, poeta sin brazos, perdido entre la multitud que vomita, sin caballo efusivo que corte los espesos musgos de mis sienes. Pero la mujer gorda seguía delante y la gente buscaba las farmacias donde el amargo trópico se fija. Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.
New York, 29 de diciembre de 1929
Paisaje de la multitud que vomita
Nocturno de Battery Place
Se quedaron solos: aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas. Se quedaron solas: esperaban la muerte de un niño en el velero japonés. Se quedaron solos y solas, soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes, con el agudo quitasol que pincha al sapo recién aplastado, bajo un silencio con mil orejas y diminutas bocas de agua en los desfiladeros que resisten el ataque violento de la luna. Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones angustiados por el testigo y la vigilia de todas las cosas y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel. No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler, no importa la derrota de la brisa en la corola del algodón, porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles. Es inútil buscar el recodo donde la noche olvida su viaje y acechar un silencio que no tenga trajes rotos y cáscaras y llanto, porque tan sólo el diminuto banquete de la araña basta para romper el equilibrio de todo el cielo. No hay remedio para el gemido del velero japonés, ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas. El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha. ¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los transatlánticos! Fachadas de crin, de humo, anémonas; guantes de goma. Todo está roto por la noche, abierta de piernas sobre las terrazas. Todo está roto por los tibios caños de una terrible fuente silenciosa. ¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados! Será preciso viajar por los ojos de los idiotas, campos libres donde silban las mansas cobras deslumbradas, paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas, para que venga la luz desmedida que temen los ricos detrás de sus lupas, el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un gemido o en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.
Paisaje de la multitud que vomita
Dos voces de madrugada en Riverside Drive
¿Cómo fue? Una grieta en la mejilla. ¡Eso es todo! Una uña que aprieta el tallo. Un alfiler que bucea hasta encontrar las raicillas del grito. Y el mar deja de moverse. ¿Cómo, cómo fue? Así ¡Déjame! ¿De esa manera? Sí. El corazón salió solo. ¡Ay, ay de mí!