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Andrés Cadena
Cuando estalla la guerra en Ucrania, el libro que me encuentro leyendo es Dora Bruder, del Nobel francés Patrick Modiano. Nada en realidad tienen que ver un conflicto bélico de la mayor escala geopolítica y un azar en la lista de mis lecturas personales, ecléctica y sin programa ni rigor alguno más que el vaivén del disfrute literario. No obstante, mientras escribo esto, no puedo eludir la necesidad de relacionar una cosa con otra, detalles ínfimos con hitos históricos de la atmósfera eléctrica, tensa, que vivimos en este momento gran parte de la humanidad. No es una cuestión de comparar importancias, sino de mirar la naturaleza vulnerable de la vida, sus aperturas, diálogos y contaminaciones que registra la frágil película de nuestra sensibilidad.
La novela de Modiano arranca con una nota del diario Paris-Soir de diciembre de 1941 en la que se denuncia la desaparición de una quinceañera (Dora Bruder, claro) en el corazón de la capital francesa, y se pide a la comunidad cualquier información pertinente. A partir de ahí, el narrador, que lee la nota décadas después, emprende una búsqueda anacrónica, cuyas magras pistas recolecta durante años, para terminar por esbozar oblicuamente el período de la ocupación nazi en París, las persecuciones policiales antisemitas, el ambiente de desconfianza, de delación entre vecinos, de ausencias forzosas: la corrosiva amenaza de la muerte, que se intuye pero no se nombra.
Justamente, uno de los principales valores de esta novela breve es el silencio que marca el laconismo de su expresión: varias de sus páginas remiten a pasajes de informes y comunicaciones oficiales que ha mantenido el narrador con las autoridades del cabildo para averiguar detalles de una vida que solo puede imaginar. Modiano no construye una historia aprovechando las herramientas de la ficción sino que se limita —en una retórica apretada, como si temiera dar nada por cierto— a consignar los pocos datos que le permiten constatar, ante todo, que no puede saberse mucho sobre un momento marcado por el control, la opresión y la violencia. La prosa de Modiano en esta obra es inhóspita, crepuscular, desoladoramente vaciada de trama.
Creo que ese pesimismo, esa inminencia de lo fatal de esta novela es lo que dialoga en mi lectura con la preocupante atmósfera que, desde la llegada de la pandemia, se ha instalado en el mundo y que con el conflicto bélico en Europa —que nos recuerda otras latitudes que sufren otras guerras— alcanza nuevos niveles de la desesperanza. En una red social, al día siguiente del estallido de la guerra, alguien decía que, súbitamente, cualquier componente de la rutina diaria, cualquier paso cotidiano, pareció carecer de sentido al enterarnos de las primeras maniobras militares y las pérdidas humanas consecuentes. Aunque estuviéramos «en otro lado del mundo», la noticia de la guerra y la certeza de que más pronto que tarde nos tocaría desde varios ámbitos (social, económico, anímico) se extendió como una sombra permanente sobre nuestras cabezas. En efecto, ¿qué sentido tiene el encadenamiento de nuestras acciones diarias, en un planeta tan acostumbrado al absurdo, como parte de una especie que parecer tener inscrita en su genética la subestimación de la vida ajena? ¿Para qué leer literatura en estos días?, ¿cómo ocuparnos con obras artísticas de otros tiempos?, ¿con qué fin revisar textos ficticios o poéticos, que no tratan de desentrañar la imposible complejidad de nuestra coyuntura actual?
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También casualmente, hace poco leí un texto de Susan Sontag en que cuenta de su experiencia de montar Esperando a Godot, la obra de teatro de Beckett, en la Sarajevo de 1993, ciudad bosnia sitiada entonces por los serbios —un conflicto cultural, religioso y político difícil de comprender para nosotros, latinos alejados de esa peliaguda historia—. Para Sontag también se trataba de una realidad ajena, o quizás no tanto al estar su país, Estados Unidos, siempre involucrado en los asuntos de trascendencia geopolítica; de hecho, en el momento de la obra, Sontag miraba críticamente la decisión de las potencias occidentales de Europa y de EEUU de no intervenir ante lo que ella calificaba como «el fascismo serbio». Pero lo que me interesa es una de sus reflexiones en especial: «El escritor ya no puede pensar que el cometido imprescindible consiste en transmitir las noticias al mundo exterior. Las noticias ya se conocen. (…) No me hacía ilusiones de que ir a Sarajevo a dirigir una obra me volviera útil del modo en que habría podido serlo si fuese una médica o una ingeniera hidráulica. Iba a hacer una contribución modesta. Pero era la única de las tres cosas que hago —escribir, realizar películas y dirigir para el teatro— que rendiría frutos y solo podía existir en Sarajevo, que podría hacerse y consumirse allí».
Alrededor de esta empresa, Sontag fue interrogada en varias ocasiones —por parte de personas que preferían no arriesgarse— sobre sus motivaciones y posturas. ¿Quién iría a ver la obra? Las mismas personas que irían a ver Esperando a Godot si no estuviese transcurriendo un asedio: «La diferencia es que tanto los actores como los espectadores pueden ser asesinados o mutilados por la bala de un francotirador o por un proyectil de mortero en el camino de ida o de vuelta al teatro; aunque eso puede sucederle a la gente de Sarajevo en sus salones, mientras duermen en su habitación, cuando van a buscar algo a su cocina, mientras salen de su portal». ¿Y no era la obra de Beckett demasiado pesimista para esa coyuntura? «No es verdad que todos deseen un espectáculo que ofrezca la evasión de su propia realidad. En Sarajevo, como en cualquier otro lugar, hay más que unas cuantas personas que se sienten fortalecidas y consoladas si su sentido de la realidad se ratifica y transfigura por medio del arte. Esto no indica que la gente en Sarajevo no eche de menos el entretenimiento. (…) Sin duda hay más sarajevinos que preferirían ver una película de Harrison Ford o asistir a un concierto de Guns n’ Roses que ver Esperando a Godot. Esto era también cierto antes de la guerra. Y en la actualidad (1993) es, si acaso, un poco menos cierto».
Es posible establecer, en el campo de las relaciones internacionales, vínculos entre los distintos conflictos geopolíticos (el de los Balcanes y el de Donbás, por ejemplo), pero lo que quisiera aquí es resaltar el modo en que Sontag buscó un sentido para sus propias acciones, para su actividad diaria, para un proyecto artístico aún en medio de un contexto de asedio militar, en el corazón mismo de una ciudad en guerra. Las verdades que menciona parecerían perogrulladas —tanto como las preguntas que le hicieron—, pero en un contexto donde todo, como decíamos, parece carecer de sentido, son necesarias de escuchar. Esta disposición anímica, esta apuesta creativa, es semejante a la del narrador de Modiano, cuya apuesta en pos de una historia silenciada, de alguien que no conoció, parece un gesto improductivo pero que, paradójicamente, extiende ante nosotros un texto cuyas posibilidades de significación proliferan en una correspondencia inversamente proporcional a los silencios de la novela y los huecos en su trama. Quizás el nombre Dora Bruder entrañe incluso ese afán: Bruder en alemán significa «hermano», y a lo mejor algo de lo que pretendía Modiano era encontrar compañía, hermandad, para enfrentar esos abismos de incertidumbre que el pasado de la sociedad en que nació y vivió le habían sembrado.
Quizás solo eso —tan poco y tanto al mismo tiempo— sea lo que nos competa ahora a nosotros, en estas páginas destinadas a difundir y referenciar obras, autores y reflexiones literarias: encontrar sentidos posibles entre el cambiante y enmarañado caos extraliterario. Lo que no implica dar por comprendido cualquier tema, ni zanjar una determinada polémica, sino solo encontrar un modo de vivir significativamente en nuestra propia escala.
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Siguiendo a Barthes (en su conocido ensayo «¿Qué es la crítica?»), esto es precisamente lo que opera en las obras literarias: son sistemas semánticos cuya particularidad es poner «sentido» en el mundo, pero no «un sentido». Y se trata de un eterno recomenzar, susceptible de revisitas y relecturas de obras de otros tiempos: si cambian las preguntas que les hacemos, si se modifica la luz con que se las enfoca, el diálogo que establezcamos con ellas resulta vigente, oportuno, actual. Cuando Barthes dice que la crítica no tiene que «reconstruir el mensaje de la obra, sino solamente su sistema», nos invita a regresar a la materialidad de la literatura, a sus formas lingüísticas, para construir un discurso (una lectura, una interpretación) que se relacione con el discurso de la obra en sí y, en segundo término, con el mundo sobre el cual la obra habla. Leer ahora —aunque lo hagamos cuando el planeta que conocemos parece arder— nos permite redimensionar nuestra experiencia vital, descentrar la forma que le damos a nuestro mundo al abrirnos a esa otra forma de construir distintos mundos que anida en cada libro. Ese diálogo nos lleva a plantear preguntas y poner en crisis las representaciones que se pensaba seguras. Y eso quizás sea lo mejor que ahora nos pueda ocupar: empezar a concebir nuevas realidades.
Hace pocas semanas, en las marchas en el marco de la conmemoración del 8M y la lucha contra la violencia de género, manifestantes (mujeres y niñas) de varias ciudades del Ecuador fueron reprimidas por la policía con excesiva fuerza pese a que la mayoría de discursos institucionales dicen buscar una sociedad menos inequitativa y violenta para las mujeres. El mensaje que desde el poder patriarcal se les repetía de tal modo era el de «esas no son las formas», respuesta obtusa y miope que no entiende que, justamente, lo que se requiere es irrumpir en las formas actuales, que sistemáticamente oprimen y violentan a la mitad de la población. Las formas, precisamente, se ponen en entredicho cuando «lo esencial» aparentemente consta en los discursos pero nunca aterriza —nunca se realiza, nunca se formula— en el concreto mundo diario.
Quedarnos en la forma para apelarla, para impugnarla y enfrentarla a nuevas-otras formas —leer y releer todo tipo de literatura y transformar nuestro propio discurso en ese diálogo—, puede ser un modo de palpar un sentido posible en la marea de sinsentidos que a menudo nos rodea.
TOMADO DE: REVISTA ROCINANTE 162 ABRIL 2022