Por una lectura de la no-violencia

Una reflexión sobre literatura para público infantil y juvenil 

Enrique Pérez Díaz

 La violencia es, por desgracia, no solo un tema que nos preocupa a nivel teórico, sino una cruel realidad cotidiana y que, lamentablemente, se ciñe de modo creciente sobre nuestras vidas en el mundo de hoy.

La famosa escritora austriaca Christine Nöstlinger, galardonada en 1984 con el premio Hans Christian Andersen —o Nobel de las letras para niños—, ha dicho: «Muy pocas cosas en el mundo son como debieran ser. Casi todo es como no debiera ser. La vida es buena solo para unos cuantos. Para la mayoría de la gente, la vida es mala. Y donde los adultos están mal, los niños están aún peor».

En aquel mensaje por el día Internacional del Libro Infantil, cumpleaños de Hans Christian Andersen, esta autora, tan comprometida con los derechos ultrajados de la infancia, alertaba de una verdad cierta e inquietante: en un mundo en que los adultos andan mal, los niños van peor, y siguiendo su pensamiento podrá deducirse que, en un ámbito de violencia, la dosis que de esta sufren los menores se duplica y triplica con cada acción de los adultos.

Los niños chocan contra una violencia expresada de infinitas maneras, que les llega a raudales, en oleadas que mucho nos cuesta creer sean capaces de digerir y, además, salir ilesos del trance.

Hay violencia en los medios de comunicación de todo el orbe —que reproducen o magnifican cada acción violenta de cualquier punto del universo algunas veces en mero afán sensacionalista—; mas también existe la violencia callejera, la social que en algunos países es francamente insoportable, la hogareña de la cual pocos niños consiguen huir sanos física y mentalmente, la escolar —que suele ser más sofisticada y eufemística y, por ende, imposible de detectar o denunciar— y, por supuesto, la telúrica violencia establecida por una dialéctica mundial donde las guerras pululan como gérmenes, en cualquier longitud o latitud de la (a veces peligrosamente cercana) geografía terráquea.

¿Qué papel nos corresponde jugar a los creadores literarios, a los editores y a los promotores de lectura cuando tomamos como punto de partida y confín a la infancia? Infinitos son los caminos, divergentes las sendas que unos y otros recorren, desencontrados los puntos de vista que en oportunidades alientan las obras artísticas o literarias destinadas a la niñez.

Se suelen dar —como sabemos— dos tendencias, una más escapista y que aboga por preservar a los muchachos de sus crueles realidades y que la escritora y teórica argentina Graciela Montes llamaría «el corral de la infancia», otra más abierta y desprejuiciada y para la cual no hay tapujos o mentiras en cada tema, argumento o situación que se destine al conocimiento (y enjuiciamiento) del hecho artístico-literario. Ya lo decía hace más de dos décadas la insigne intelectual cubana Mirta Aguirre, en sus ansias de establecer un poco de luz en un proceloso paraje literario que tendía a lo falso e insincero:

«Por eso, respetando el criterio de quienes puedan pensar que es mejor otra cosa, votamos por que no se tema demasiado a que la literatura infantil y juvenil muestre los costados feos de la vida; no hemos terminado con ellos nosotros, y falta mucho para que se terminen en todas partes, siquiera sea en sus más graves manifestaciones». Sostenía, asimismo, que «estos niños deben y tienen que aprender que hay lobos que se disfrazan de inofensivas abuelitas», certeza también reafirmada por esta cita del desprejuiciado editor francés Francois-Ruy-Vidal: «Siempre hay lobos a nuestro alrededor… No se logran adultos equilibrados dando seguridad a los niños, sino por el contrario, exponiéndolos progresivamente a la vida».

El escritor alemán Peter Härtling, abanderado desde los años sesenta del siglo XX del realismo crítico para la literatura infantil, ya aseguraba durante un foro de esta disciplina: «Se echan de menos libros infantiles con referencias directas al entorno que hagan a los niños conscientes de los hechos sociales y políticos y que los estimulen a pensar también sobre ellos (…) Existe una literatura infantil cuyo hábito de mentir resulta ofensivo. La literatura para niños es también la realidad de los niños». Opinión que quizás ilustre como ninguna otra uno de los aspectos más debatidos cuando se habla de «Literatura infantil» en cualquier evento, revista o cátedra: ¿hasta qué punto debemos o no los creadores abordar la realidad de los niños? ¿Debe la creación artístico-literaria para niños y jóvenes ocuparse de los temas otrora considerados tabú?

Sin embargo, el mundo ha cambiado y cambia más cada día, desde los años sesenta. Aunque aún persistan ciertas tendencias literarias conservadoras, hoy por hoy son cada vez más frecuentes las obras que se comprometen con una defensa a ultranza de los valores de la infancia. Incluso hasta en las que resultan muy comerciales, es posible advertir las más severas críticas hacia el «paraje habitable» que los adultos (entiéndase padres, maestros, gobernantes, etc.) destinan al menor.

Ya lo ha dicho Graciela Montes: «El horizonte ya no es tanto ese “niño ideal”, el niño emblemático que nuestra cultura ha ido dibujando y oficializando con el correr del tiempo, sino más bien la memoria del propio niño interior, el niño histórico y personal que fuimos —que somos—, mucho más cercano a los niños reales —posibles lectores— que esa imagen impostada y arquetípica. Ese cambio de horizontes supone muchos otros cambios puesto que será con el lector y no hacia el lector que fluirá el discurso».

De seguir estos criterios al pie la letra, en las obras para la infancia solo deberían abundar realidades otrora impensables. Denunciar las aristas duras de la vida, como también pedía Mirta Aguirre, parecería el único modo de alertarlos para cuanto les pueda sobrevenir en su existencia presente o futura, de prepararlos para que sean capaces de enfrentar con entereza y valor aquello que las lacras de la sociedad moderna deja al alcance de sus ojos y su entendimiento. Entonces, para los creadores de literatura y libros y los promotores de lectura, no solo se tratará de denunciar males ya conocidos.

Más interesante aún podría ser la búsqueda —en nuestros escritos, letras de canciones, ilustraciones, imágenes, gestos en la escena y en la convivencia diaria— de que cada obra humana destinada a la infancia constituya una pieza respetable por sus valores intrínsecos, capaz de abrir nuevos caminos a su entendimiento, de sentar pautas de aceptación y tolerancia recíproca.

En un mundo violento, matizado por aquel desmedido interés general de este siglo que no genera más que violencia de cualquier índole, la literatura que promovamos deberá abogar cada día más por la mayor espiritualidad y el mejor conocimiento, y la adopción de aquellos altos sentimientos del ser humano.

Leer no deberá ser nunca un acto evasivo o complaciente, tampoco un sumirse en esa literatura pedestre que solo busca entretenimiento per se. Leer deberá ser siempre un acto edificante: hay que interesarse, reír, llorar, investigar, emocionarse, suspirar, instruirse, meditar, pero todo desde el valor de un crecimiento humano progresivo. Ya lo ha dicho un conocido eslogan al que siempre acudo: «Leer es crecer»; y leyendo más creceremos mejor, se podría agregar.

La propia Christine Nöstlinger recordaba en aquel texto emblemático una frase con la que pretendo concluir estas reflexiones: «Los libros —y debemos hacerlo extensivo a cualquier obra de arte— te pueden ayudar a encontrar qué gritar, por qué luchar, con quiénes asociarte y dónde puedes comenzar a cambiar las cosas. Ellos pueden ayudarte de una manera tal como no puede nadie más».

(Del libro La lectura, frontera invisible,  de la colección «Luna de Papel»)

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