- Clickultura
- BLOG
- 0 Comments
- 319 Views
El fabuloso (en cuanto a lo que tiene de fabulación y exquisitez literaria) libro Dublineses de James Joyce será estudiado por escritores y lectores durante muchas generaciones.
Sin pretender los alcances revolucionarios en la técnica y concepción literarias del Ulises, la sustanciación de la vida a través del arte que es Retrato del artista adolescente o el caos artístico en el que inevitablemente desemboca toda normatividad lingüística intentando contener lo incontenible que vemos en el Finnegan´s Wake, Dublineses proyecta la frescura de un escritor único con una voz narrativa resistente a la imitación, un sentido del humor tan serio como el autor y un grito escondido que pugna por mostrarse al lector, pero que se reservará en la garganta de cada personaje estragado —un vocablo que le gustaba mucho a Joyce—, quizá como una promesa de que en la próxima vida (relato) haya una posibilidad de cambiar.
Los muertos (The dead men) es el último relato que besa la frente del lector como despedida en un libro sublime, que contiene joyas dimensionadas como Dos galanes y relatos intensos y dolorosos como Duplicados o La casa de huéspedes; fue llevada al cine por el gran cineasta John Huston, que en la película da el papel a su hija Angelica (con mucho acierto) de Grace Conroy.
La película capta (lo que suele ser una rareza) la esencia del relato de Joyce y la gran dirección de actores y puesta en escena hacen de ella un más que digno punto de vista de la narración.
El relato comienza con un narrador externo que nos describe el interior de una casa y la fiesta que en poco tiempo comenzará. En la fiesta faltan aún dos invitados, que la tía Kate y la tía Julia, las dos anfitrionas ancianas, buscan hasta la extenuación.
Uno de ellos es su sobrino, Gabriel Conroy, por quien sienten un cariño aplastante y algo castrador, aunque eso lo vamos viendo más adelante. El otro es Freddy Malins, contrapunto genial del héroe de esta narración, con serios problemas de alcoholismo y socialización. En un aparte, una de las tías dice que espera que Gabriel llegue pronto para cuidar de que el borrachín Malins no altere el orden de la fiesta. El orden es muy importante para Kate y Julia, pero no para los dos personajes que aún no se han presentado.
La relevancia de los nombres de los personajes en Joyce ha sido estudiada por eruditos de la categoría de Jung, Lacan o Zacarías Marco, así que me limitaré a reiterar lo que todo el mundo sabe o imagina sobre el nombre del personaje. Gabriel es el nombre del arcángel anunciador, del mensajero que puede leer el mensaje y, con ello, descifrar el poder de dios.
Las tías Kate y Julia esperan a Conroy por varias razones, pero la más importante, lo veremos también después, es el discurso que anualmente Gabriel pronuncia mientras se trincha el pavo.
Obviamente Gabriel no le confiere a esto ninguna importancia (para él es un engorro y un peñazo), y ya la entrada de Malins y Conroy casi al mismo tiempo pone de manifiesto que Conroy parece una arista afilada, igual que Malins en el otro sentido, para la sociedad que se despliega en la fiesta.
El narrador nos describe a Conroy como un tipo maduro con un poco de barriga que simboliza cierta acomodación al sistema.
Continuamente se preocupa por el peso que sus palabras en el discurso puedan tener para su público.
Con cierta condescendencia se pregunta si no será pedante y de mal gusto citar a Browning, a quien no entenderán probablemente. Conversa con una de las criadas, y de pronto esta se confiesa con él y admite que su larga relación se ha roto. Conroy siente empatía y se sonroja, intentando decir algo consolador. Poco después, una de sus tías critica a esta misma joven por «parecer ausente», como si los problemas de la casa no le importaran.
El autor está trazando ya la línea divisoria de sensibilidades, que por desgracia servirá de poco, entre Gabriel y su familia.
Gabriel viene muy bien vestido, con un complemento nuevo para las botas que su mujer le ha comprado.
Después de los saludos de rigor, Gabriel Conroy es requerido inmediatamente para vigilar a Freddy Malins. Conroy obedece y el narrador se desentiende de él y nos muestra la peculiar y reiterativa fauna de la fiesta.
A continuación se produce el primer escarceo danzarín de la noche y Conroy se ve bailando con Molly Ivors. Esta mujer estudió en la misma universidad que Conroy y parece molesta por algo que él no alcanza a entender. Lo que molesta a miss Ivors es que ha descubierto que las iniciales G. C. aparecen en una publicación inglesa de crítica literaria. Conroy vuelve a sonrojarse y ante su molestia la mujer finge que es todo una broma. Pero la broma concluye con la acusación ante todos los demás católicos irlandeses de anglofilia. «An-gló-fi-lo».
Conroy se defiende como puede, si es que hace falta defensa ante una acusación como esa, diciendo que no tiene mucha política una publicación literaria. Pero la acusación se vuelve a reiterar, unida, además, a la pregunta: «¿Qué tiene de malo Irlanda?».
Miss Ivors defiende apasionadamente la lengua irlandesa, la cultura irlandesa (que nadie ha cuestionado) y pide a Conroy que se quede allí en lugar de veranear en Bélgica, Alemania o Francia. Conroy estalla con una réplica que tiene mucho de la declaración de Retrato del artista adolescente (Irlanda es una cerda que devora su propia lechigada): «A decir verdad, lo tiene todo».
Ambos se pierden en el baile y después vemos que Conroy tiene serios problemas emocionales para controlar la ira que le ha provocado la nacionalista irlandesa, contestando secamente a su mujer ante otras personas.
El pasaje siguiente lo vivimos en el salón, donde la tía Julia ensaya una tonadilla al piano que, tal y como está ambiguamente narrada, se puede tomar en cualquier sentido. Pero cuando todos aplauden con emoción y Freddy Malins, ante la castradora y vigilante mirada de su soporífera madre, toma la mano de la tía Julia con una serie de halagos tan exagerados como reiterativos (la sensación de circularidad, eterno retorno y deja vú que consigue Joyce es prodigiosa a lo largo de toda la narración), nos podemos hacer una idea de que la actuación ha sido, en realidad, un canto de cisne enfermo y anciano.
Conroy se queda con la madre de Malins y por el discurso cercenado por parte del narrador, entendemos que mucha culpa del estado actual de Freddy la tiene su madre. Aunque Conroy no lo expresa, sabemos que está pensando que él ha sido afortunado, o bien por no tener una madre así, o bien por haber escapado de ella. Pero ¿lo ha hecho?
Los comensales se sientan a la mesa y vemos que el pobre Malins, por más vigilado que esté, no parece incomodar a nadie mucho más de lo que el torpe y agresivo, pero aceptado, Browne lo hace en repetidas ocasiones.
Después de una discusión sobre ópera, la madre de Malins explica que Freddy pasará las vacaciones en un convento en el que lo tratarán, además, de forma gratuita. Los monjes, explica, duermen en un ataúd. Browne pregunta repetidas veces por qué iban a hacer una cosa así, en qué ayuda eso a los pecadores. Mary Jane, la joven sobrina de Kate y Julia, responde: «Es para que no olviden su último destino».
Se hace un silencio pesado, porque lo que planea sobre el relato engulle toda la parafernalia festiva que se ha montado, precisamente, para sobreponerse a ello.
El discurso que nos ha preparado Conroy pretende ser una minucia, tal y como lo expone el autor, que ha escrito en poco tiempo para salir del paso. Pero poco a poco vamos viendo cómo Gabriel se anima, mete alguna alusión a La Ilíada y compara a sus tías con las tres Gracias de Rubens. La comparación no es exactamente entendida por Julia, que está casi sorda y se la tienen que explicar.
Una segunda parte va dedicada a miss Ivors, con lo que Joyce nos revela no tanto la capacidad de improvisación de Conroy como la fatuidad de su comportamiento, incapaz de perdonar un desatino u olvidar la cólera que siente hacia la integrante del IRA. Browne interrumpe el discurso dos veces, pero aún hay tiempo para que Conroy anuncie sin saber lo que va a ocurrir después:
Pensamientos tristes que vienen a nuestra mente. Nuestro paso por la vida está cubierto de tales memorias dolorosas: si caviláramos sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana.
Al final del discurso, Conroy se anima con una última anécdota. La historia de su abuelo Patrick Morkan. La historia es insustancial y solo apta para familiares, pero la forma encendida y animosa de contarla de Gabriel, trotando por la habitación, destapa por completo su juego del artista en la torre de marfil: su público lo está escuchando, y él se siente feliz de tenerlo aunque lo desprecie intelectualmente. Si hay un epítome de narración que trate con respeto al lector y exija lo máximo de su atención lectora e inteligencia, está en este relato. Pero, como dijo aquel, aún no hemos visto casi nada.
El narrador despide poco a poco a todos los personajes y Conroy tiene una visión cerca de la escalera.
Es una mujer a la que no puede ver la cara, pero sí retazos del vestido y su color, que la oscuridad hace parecer blanco y negro: es su mujer transfigurada, a quien no había reconocido.
Ella parece escuchar algo y Conroy presta oídos. Es solo una melodía desconsolada y ronca. De repente Conroy ve un símbolo en ella y se maldice por no saber pintar y utilizar su imagen en ese mismo momento.
Joyce nos distrae magistralmente con los comentarios del cantante ronco Bartell D´arcy y Mary Jane, pero el lector se está preguntando con denuedo por qué miss Conroy ha reaccionado ante una canción como para transformarse de tal manera que su marido no la reconozca.