La Argentina de Gombrowicz

El escritor polaco Witold Gombrowicz (1904-1969) vivió más de veinte años en la Argentina, es decir, la mayor parte de su existencia literaria. Llegó a Buenos Aires el 21 de agosto de. 1939, en un viaje por mar que tenía carácter promocional para la empresa naviera que lo organizó, la del barco Chorby. Días más tarde, los nazis ocupaban Polonia y empezaba la guerra mundial. Gombrowicz iniciaba un exilio de por vida, que lo llevaría, en 1963, a Berlín Occidental, prólogo de su retorno a Europa.

Gombrowicz se ganó la vida en Argentina con ocupaciones varias: dio clases particulares, escribió en el periodismo, se empleó en el Banco Polaco. Del país adoptivo escribió en sus Peregrinaciones argentinas, conjunto de charlas radiofónicas transmitidas por Radio Europa Libre en 1960, en sus diarios, en su novela Trasatlántico (1950).

Gran parte de sus diarios fue dada a conocer en la revista Kultura, que los polacos emigrados editaban en París. Otra, debió aguardar las  ediciones integrales postumas de 1984 (París) y 1986 (Cracovia). Consta de tres volúmenes, de los cuales el primero ha sido publicado por Alianza Editorial, en su versión castellana, debida a Bozena Zablokika y Francesc Miravitlles (Madrid, 1988), los mismos traductores y editorial de sus citadas conferencias, ya ofrecidas en 1987.

Es curiosa la relación de este escritor polaco con un país en que recaló por poco tiempo para quedarse durante décadas, cuyo idioma desconocía y hubo de aprender compulsivamente, sin pertenecer jamás a su literatura, en tanto la patria de origen se diluía en los engaños de la memoria y se cerraba al retorno, convirtiéndose en la dulce pesadilla del exiliado.

Curiosa y, a la vez, estrictamente lógica, la vinculación de Gombrowicz y la Argentina es la de un hombre con su espejo mudo, un país que se le parece tanto como se le opone, pero en términos similares a la Polonia de sus recuerdos, que es, igualmente, por la distancia y el aislamiento impuesto por las circunstancias políticas, una suerte de cuerpo sin lenguaje, anclado densamente en el paisaje de su memoria.

Polonia es «un villorrio europeo situado en el centro del continente» y Argentina, una nación «perdida en la periferia, ahogada entre océanos, un país internacioneal, marinero, intercontinental». Simétricos y anhelosos, los dos están igualmente lejos de París. De hecho, en los primeros tiempos, Gombrowicz se habla con los argentinos que frecuenta, en francés, como en esas novelas centroeuropeas en que la nobleza local usa

este idioma como código de reconocimiento.

Su visión de la Argentina está muy condicionada por el lugar de la sociedad en que se sitúa, su identidad en la mirada de los argentinos que trata, y su carácter de viajero inmóvil, hombre de paso que echa raíces y las arranca con la misma y desdramatizada elegancia de europeo «cansado de la vida».

Gombrowicz era miembro de una familia de terratenientes que guardaba cierta memoria nobiliaria. Su hermano cuenta que, de pequeño, Wkold se entretenía leyendo y releyendo viejos documentos familiares conservados en un cofre, que explicaban la estirpe de los suyos. Llegado a la Argentina, reducido a la pobreza, arrojado a cuartos de mediocres pensiones, Gombrowicz se vinculó a la café society de Buenos Aires, entre la cual abundaba la especie del burgués ilustrado, desdeñoso de la gente sin abolengo de alguna especie. Para ellos, Gombrowicz era un mero polaco, desprovisto de gloria literaria y de ejecutorias aristocráticas interesantes, alguien que hablaba el francés, seguramente, con un duro acento natal. Ser polaco, en la Argentina, como ser italiano o español recién llegado, no tenía ningún prestigio, olía a miseria inmigratoria.

Se produce, entonces, un sentimiento ambivalente de Gombrowicz ante la Argentina: de una parte, una actitud de crítica y rechazo por ciertos ambientes culturales de los que, sin embargo, no puede prescindir. De ellos se burlará sangrientamente en las páginas funambulescas de Trasatlántico donde algunos creen reconocer caricaturas en clave de personajes argentinos como Jorge Luis Borges y Arturo Jacinto Alvarez (éste, por cierto, beneficiado por gestos parecidos de novelistas como Manuel Mujica Láinez y Ernesto Sábato).

De otra parte, la Argentina de Gombrowicz es el país mítico de la mocedad, esa raza segura y altiva de los jóvenes bellos, que le permite rejuvenecerse, volver atrás en su vida y cargarse de energías con las que superar su bizantina fatiga polaca.

El exilio desdobla a Gombrowicz en un par de patrias imaginarias: el mito del cuerpo joven (Argentina) y el mito de la palabra inmarcesible (Polonia), palabra que pierde su actualidad a contar desde la distancia y que se refugia en la evocación culterana del barroco polaco llamado «sarmata», una suerte de nacionalismo recalcitrante, que define a Polonia como espacio cerrado a las seducciones de la modernidad europea. Algo así como la Argentina de los nacionalistas argentinos.

La síntesis de ambas vertientes míticas es Trasatlántico, visión caricatural de ciertos aspectos de la vida argentina (la riqueza comercial de la calle Florida, los bailes populares, la estancia de la oligarquía ganadera, el preciosismo de los salones eruditos, etc) y de la vida polaca en la emigración (la hipertrofia ceremonial y falsamente caballeresca de su diplomacia) contada en clave neobarroca de gaweda, relato popular del siglo XDC.

Hay, de otra parte, una especie de sociología impresionista o psicología social de los argentinos, que Gombrowicz practica en la tradición de los visitantes atentos o profesionales, que conocieron la Argentina de la belle époque (Huret, Clemenceau, Blasco Ibáñez, Enrico Ferri, Adolfo Posada, etc) así como los filósofos viajeros que pontificaron sobre el ser nacional argentino (Ortega y Gasset, Keyserling, Waldo Frank, luego

imitados o cuestionados por sus epígonos locales, Mallea y Murena entre tantos). En el centro, dos obras, la una silenciada por Gombrowicz (Ezequiel Martínez Estrada), la otra recordada en la amistad de Bernardo Canal Feijoo Gombrowicz ve a los argentinos discretos, correctos, contenidos, armoniosos y mediocres. Tienden a parecerse, a no destacar, a hacer de esta homogeneidad gregaria un rasgo de ética social. Él lo advierte con especial interés, porque viene de Polonia, un país de desequilibrados genialoides, acaso tan mediocres como los argentinos, pero ansiosos por sobresalir y destacar.

La Argentina parece un país militarizado, a juzgar por su uniformidad exterior. Toda manifestación de interioridad es reprimida por considerársela impúdica, vergonzante.

Para ocultar su vergüenza, los argentinos actúan como histriones, poniéndose una más cara. En cuanto a la militarización, hay factores objetivos que la autorizan: la Argentina de Gombrowicz pasa por los golpes de Estado de 1943, 1955 y 1962, así como por el gobierno de Perón, finalmente un militar él también.

Esta gente silenciosa y avergonzada, hermosa pero sin interés personal, opaca, carente de inspiración, conforma un país aburrido. Huyendo de lo imprevisto, lo maravilloso y lo insólito, el argentino es superficialmente dulce y hondamente severo. Está como preparado para una escena que la historia no montará jamás: la escena en la que, con desdén y prepotencia imperial, la Argentina se convierta en los Estados Unidos del

Sur. Se la aguarda con una suerte de tranquilidad providencial, porque «los argentinos nacieron en domingo, están cansados de no haber hecho nada, el mundo se les dará por añadidura». De allí su entusiasmo por el fútbol y su preocupación por la siesta, como si todos los días fueran festivos y relajados, un permanente domingo.

Una aguda observación de Gombrowicz lo lleva a comparar la inscripciones de los urinarios argentinos (que revelan una «inocencia de niños perversos») y polacos (más brutales pero menos libertinos). Igualmente se diferencian estos pueblos por sus códigos culinarios: la cocina polaca es, como toda la de Centroeuropa, arístrocrátíca, o sea fuertemente diferenciada según la clase; en cambio, la argentina, como casi todo en esta sociedad, es intuitivamente democrática: ricos y pobres comen los mismos asados las mismas empanadas, los mismos embutidos.

«América en general es el continente de la mediocridad, hecho a la medida humana y no sobrehumana; aquí no hay nada heroico, nada magnífico, nada extraordinario.» Tal vez, en el caso argentino, estas peculiaridades (o mejor: esta falta de ellas) tenga una motivación telúrica. El argentino es monótono y melancólico como la pampa que cerca sus ciudades. Huyendo de ella, se refugia en las poblaciones, acentuando exageradamente sus rasgos urbanos. Esto lo lleva a creerse falsamente europeo. Pero, apenas se concurre a una fiesta de argentinos (el carnaval, notoriamente) se advierte que nadie supera el momento de colocarse la máscara. Una vez disfrazados, no participan de ella,

se quedan fuera. Es un desfile sin diversión, exageración ni locura. Algo así como llegar a las fronteras de lo carnavalesco y cuidarse de no traspasarlas.

Los argentinos son gente psíquicamente muy complicada, difícil, incluso misteriosa, capaz de hacer cosas muy raras e inesperadas, sutil, a menudo refinada, llena de complejos, enriquecida por un insólito cruce de razas y culturas. La torpeza de su literatura aumenta, en mi opinión,

su misterio y su inaccesibilidad.

¿Por qué los argentinos resultan inaccesibles, a ciertos niveles de hondura, ante el observador exterior? Gombrowicz sugiere una respuesta: porque tampoco ellos mismos acceden más allá de ciertos límites. Esto se advierte en la obsesiva pregunta por la identidad que formulan sus escritores: ¿Quiénes somos, cuál es nuestra realidad? La esencia de una nacionalidad no se obtiene tras laboriosos análisis, es una decisión práctica, algo que surge de la acción.

Los norteamericanos no se preguntan quiénes ni cómo son: actúan su ser, simplemente. La histojria se encarga de definirlos. «Argentinos, a las cosas», recomendó alguna vez Ortega Gombrowicz dice algo similar, aconsejando actuar y no obedecer a los esquemas. Oler las flores con la nariz, no con la  inteligencia. Programar menos, amar más lo imprevisible. Por hacer lo contrario, la cultura argentina tiene una carga excesiva y falsamente intelectual, le falta contacto con la vida, cuyas dificultades cree haber superado científicamente. En el otro extremo de su realidad, el intelectual argentino vive demasiado bien y es demasiado latino y sociable como para ser revolucionario.

La síntesis entre su cuestionamiento mental y su conformismo real es el auge del psicoanálisis. Lo que pierde al arte argentino es precisamente ese deseo de mostrarse a la altura mundial. «La principal preocupación de esos artistas no es expresar sus propios sufrimientos y pasiones, descubrir las verdades, influir en la vida, sino escribir una novela a nivel euro-peo y darse a conocer en París». El ejemplo más ilustre de esta actitud love Gombrowicz en Borges, a quien juzga con severidad: «Esa metafísica fantástica es retorcida, estéril, aburrida y, en el fondo, poco original». Creo que Borges habría agradecido el elogio, así como la equívoca fama que Gombrowicz ya percibía a su alrededor en los años cincuenta, la fama de un escritor más venerado que leído, más alzado como un estandarte sacralizado por París que considerado una experiencia deleitable.

La conclusión de Gombrowicz es lapidaria: el arte argentino es poco argentino por carencia de vitalidad y poco europeo por imitación servil. Más parece hecho en la Luna que en la Tierra.

Socialmente, la Argentina es un país democrático, pero no de una democracia racional e institucional, sino debida a la casualidad y a la naturaleza de esta gente que oculta su identidad, incluida su identidad social. Los argentinos parecen pertenecer todos a la misma clase social: gastan los mismos vocablos y cigarrillos, se endomingan igual y participan de la misma devoción nacional, el fútbol, que ha dejado de ser un deporte para convertirse en un espectáculo ritual. Las estrellas del balompié son como los generales triunfadores de las guerras en las que no participaron los argentinos. Así se uniformiza esta sociedad en que los pobres son confianzudos y tratan a los ricos de igual a igual, para lo que basta concurrir a un restaurante de lujo y advertir el vínculo que existe entre el camarero y el cliente.

La igualación externa pasa por el cuidado proverbial del argentino respecto a su ropa y su arreglo. A Huret le llamaba la atención el brillo de los zapatos. A Gombrowicz, el atildamiento de las mujeres, que se observa cuando se visten para salir a la calle o cuando se desnudan en una playa (pensemos en la desnudez sudamericana de los años cincuenta, todo hay que decirlo). La argentina va por la acera, hermosa y remilgada

como una muñeca, sin mirar a nadie. De aspecto frágil y pasivo, no parece tener intereses intelectuales, políticos ni artísticos. En cambio, al igual que las mujeres del Sur de Europa, es dominante y decisiva en la intimidad doméstica, pues en la casa se borra su impersonalidad y se convierte en el auténtico sexo fuerte.

No obstante estas improntas tan rígidas, Gombrowicz advierte cierta flexibihzación de las cosas. Su índice es el auge de la filosofía existencial en la Argentina de su tiempo.

Ei existencialismo es, precisamente, una reacción contra la abstracción y a la distancia que el discurso filosófico racionalista pone frente a la vida. De este modo, el pensamiento, apartado por principio de la vida, se aniquila o se paraliza, impotente, ante el devenir. El existencialismo concibe la vida como un tren nocturno en el que todos viajamos hacia un futuro cierto pero impenetrable. La existencia se rebela contra la

teoría y el pensamiento crea al hombre que, a su vez, lo produce.

Gombrowicz acertó en eso de que los argentinos marchaban por la noche sin saber hacia dónde. Faltó añadir que la noche no estaba sólo en su futuro, sino ya, en su presente.

Frecuentador de ambientes de alta burguesía, el escritor polaco debió sentirse intimidado por el dinero que lo rodeaba y que no le pertenecía. Ello le llevó a exagerar

sus rasgos de aristocratismo, haciéndose pasar frecuentemente por conde y presumiendo de sus amistades nobiliarias. Era, en este sentido, plenamente esnob. Quizá traía de Polonia esta caracterización, pero debió acentuarse, sin duda, en la Argentina, país aluvional y plebeyo. Esto explica la frecuencia con que cita a Proust, tal vez sin ser un lector proustiano especialmente agudo ni habitual, apenas por la coincidencia entre dos esnobs perdidos en un mundo ajeno a sus estirpes e igualmente presumidos de su importancia literaria. «Destruir, aniquilar un salón resulta imposible» razona Gombrowicz comentando a Proust, «porque un salón expulsa inmediatamente a todos los que no pertenecen a él». Quizá le ocurrió esto en el mundo de los intelectuales cosmopolitas de Buenos Aires. Expulsado del salón, Gombrowicz fue a dar al café y a la estación de trenes de Retiro, pródiga de marineros y conscriptos.

Allí encuentra el exiliado el mundo de la verdadera aristocracia argentina, la nobleza de la juventud hermosa, distinguida sin buscar distinción, frente a la clase alta, que intenta serlo y resulta afectada y fea. Un doble lenguaje (el ritual y exterior, el auténtico e íntimo) subraya esta dicotomía doble: lo que está arriba es lo bajo y viceversa.

Ajena a las jerarquías, esta profunda subversión proviene de que la Argentina, como sociedad joven, no ha incorporado la forma que caracteriza a la cultura europea. En América todo permanece joven porque muere joven, sin cristalizar ni conformarse.

Y en esa amorfa espontaneidad reside su encanto, al menos para la mirada cansina del europeo al cual Europa expulsó de su secular regazo.

Desenvuelto, desacomplejado, genial sin adjetivos, el joven argentino es como una protesta jubilosa de la vida contra la mecanización de la cultura. Tiende a la facilidad, ignora lo que cuesta elaborar una cultura perdurable. Acaso no tiene el proyecto de perdurar, sino de desaparecer, confiado en un renacer cíclico, cercano a la naturaleza.

«Este es un país todavía no poblado y carente de dramatismo.»

Gombrowicz, como individuo, siente que la Argentina lo rejuvenece. No ha vivido aquí, ningún escenario o paisaje le recuerda su pasado. Puede cancelarlo e identificarse con los muchachos de la plaza Retiro, que se convierte en uno de sus mitos argentinos y en la clave de su conflictiva homosexualidad. Como parte de una raza antigua (por la longitud de su memoria y por la crisis destructiva de la guerra, quizá del apocalipsis histórico) ve en América el continente primaveral, donde los europeos se rejuvenecen como colectivo. Ya Waldo Frank había tocado el tópico. Frank, amigo de Victoria Ocampo y tan ligado a la Argentina que Gombrowicz detestaba desde su marginación y su esnobismo adverso al esnobismo del salón porteño.

La Argentina gombrowicciana es la del pueblo anónimo, esa savia que todo lo digiere y lo disuelve como un amnios primario y omnipotente. Es, si se quiere, la madre.

Por encima, la literatura argentina le interesa poco y nada, la encuentra de una falsa y atildada madurez, temerosa de la vida, inflada y algo megalómana. Exactamente como la polaca. De ahí que la Argentina sea un doble espejo para el emigrado: amable por debajo y abominable por arriba. Una madre querible y un padre detestable. A ver si los psicoanalistas logran peinar esta crencha.

En otros aspectos, es interesante observar que la Argentina concreta le interesa muy débilmente. Hay descripiciones de paisajes y noticias sobre la colonia polaca, así como acerca de personalidades de la cultura porteña. Pero sobre el país político, económico, «cotidiano» no hay nada. Entre 1953 y 1956 ocurrieron graves sucesos: la crisis y caída del peronismo, con el bombardeo a Plaza de Mayo (16 de junio de 1955) y la llamada «Revolución Libertadora», la posterior aparición de sectores nacionalistas y liberales en el gobierno militar y la sustitución del presidente Lonardi por el general Aramburu. Gombrowicz no se entera.

Las ediciones de la ilustre casa Alianza, exhiben, en este aspecto, un gravísimo defecto: no contienen una mísera nota sobre temas y personas de Argentina, siendo que todo el diario ocurre allí, y, por contra, se ocupan de anotar los correspondientes polacos. El lector español no puede saber lo que Gombrowicz refiere ni, menos, lo que calla. Hay cierta indiferencia por el costado sudamericano de estos textos que no pue-

de sino molestar al lector en general y al ultramarino, en particular.

Tenemos un desfile en que aparecen: Juan Eichler (pintor polaco radicado en Argentina que logró una felicísima síntesis de la óptica naive centroeuropea y la imaginería del suburbio porteño pobre), el teatro Fray Mocho (importante formación independiente de izquierdas, muy activa en los años 50 y 60), el teatro Colón (uno de los mayores de ópera del mundo), Virgilio Pinera y Humberto Rodríguez Tomeu (escritores

cubanos residentes en Argentina, directivos de la revista Ciclón y vinculados a los medios culturales porteños), Teodelina Alvear y Cecilia Benedit (señoras de buena sociedad y animadoras de salones culteranos), el grupo Madí (vanguardia en pintura de posguerra), el pintor Antonio Berni y diversos escritores como Conrado Nalé Roxlo (aparece citado por su seudónimo satírico de Chamico), Ernesto Sábato, César Fernández Moreno, Manuel Gálvez, Arturo Capdevila, Roger Pía, Octavio Rivas Rooney, Rene Lafleur, Carlos Mastronardi, Victoria y Silvina Ocampo, Borges, Bioy Casares, Adolfo Fernández de Obieta (hijo de Macedonio Fernández). Son nombres de importancia variable pero todos merecen ser situados. Entre ellos, los que hicieron posible la tradución de Ferdydurke al español, Pinera y Obieta en primer lugar. De esto, el

lector español no sabe nada, y resulta ser sustancial para la biografía intelectual de Gombrowicz, registrada en sus diarios pero, como ocurre en este tipo de textos, a medias.

El editor debe cumplir con el resto, por medio de anotaciones oportunas.

Antes apunté el carácter de espejo que la «doble» Argentina tuvo para Gombrowicz.

Ahora señalo el parecido de este espejo con el otro, el originario, el que se cuelga al fondo de la recámara oscura de la memoria: Polonia. A menudo, las cosas y las gentes argentinas con las que se identifica el escritor son proyecciones de su intimidad polaca sobre la superficie de los fenómenos sudamericanos. Cuando dice: «No seremos una nación verdaderamente europea hasta que no nos distingamos de Europa, porque ser europeo no consiste en fundirse con Europa, sino en ser una parte integrante suya, específica e insustituible» ¿no parece un argentino reflexionando sobre su pertenenciaextranjería frente a Europa?

Lo mismo podría apuntarse respecto a otros tópicos: io exterior e imponente, lo no sentido de la cultura polaca ante el hombre polaco; el carácter ficticio y artificial de la cultura polaca posterior a la independencia nacional (1919), de la que forma parte esa ficción de escritor que compone Ferdydurke; el error de los escritores polacos de no aceptar sus insuficiencias, esforzándose por ser lo que no podían ser, «hombres formados, cuando eran hombres que se estaban formando»; la aparición, finalmente, de una Iglesia católica que ocupa el lugar paterno sobre un pueblo que se conserva verde e infantil, como si no quisiera asumir las cargas de la adultez, sino meramente fingir que las asume.

Lo que fascina y encanta la mirada de Gombrowicz, tanto en Polonia-memoria como en Argentina-percepción, es la definitiva presencia de la juventud en el paisaje social. Los jóvenes son bellos con la «belleza del diablo», llevan su belleza con cieña aversión desdeñosa por ella, como un emperador lleva su imperial corona. Esta aversión por la belleza propia es como una belleza suprema, de segundo grado, que se exalta mutuamente con la otra.

«La juventud es un valor en sí mismo, es decir, una fuerza destructora de todos los otros valores, que no le son necesarios, porque ella es autosuficiente.»

Juventud y homosexualidad, mal que le pese a Gombrowicz, van unidas en su mirada. Una mirada que se refugia en el Retiro, nombre emblemático. Allí, en la estación ferroviaria, en la Plaza de los Ingleses, en las barrancas que bajan al río, se deslindan las dos ciudades de Gombrowicz: la que circula por la calle Florida hacia la Plaza San Martín, la Buenos Aires elegante y culta que lo rechaza por cutre y pintoresco; y la Buenos Aires juvenil, hermosa y plebeya, por una palabra de cuyos labios cálidos daría el Partenón y la Sixtina juntos. La cultura y la vida. El instante y los siglos. Lo inmediato que no se alcanza y lo lejano que se posee en el lenguaje.

Según desde donde la considera, la homosexualidad es también un doble espacio gombrowicciano. Baste leer Trasatlántico, su posición intermedia entre Gonzalo y el viejo general polaco, entre la moral del mestizo millonario argentino, que sale todos los días a seducir albañiles con la esperanza de que lo zurren, y se pasea vestido de dama sofisticada por los abigarrados salones de su estancia pampeana, y la severa ética del viejo señor europeo, que intenta sustraer a su hijo de los brazos del «puto» (Gombrowicz usa palabra despectiva y proveniente de la moral institucional).

Una mirada masculina normalizada es asumida por el escritor cuando se refiere al tema. El quisiera ser como el portador de esa mirada y, temeroso de su fulminación, le explica que apenas si ha descubierto algunas inclinaciones homosexuales inconscientes paseando por el mítico Retiro. Los dos personajes de la novela son las dos mitades de Gombrowicz. Él quisiera ser, alternativamente, el mestizo escandaloso y el severo general. Huye con dúplice y católica hipocresía del uno en el otro.

El espejo quebrado lleva a un tema más hondo: la identidad puesta en crisis por el exilio. Privado de su lengua, de su público, de su reconocimiento cotidiano, el exiliado se queda a solas consigo mismo, desamparado y, al tiempo, autosuficiente. Vive en el extremo de su miseria y de su omnipotencia. Puede recuperar su patria perdida por medio de la escritura, pero también puede aprovechar la distancia para descargarse de su agobiante peso.

En este sentido, la Argentina es para Gombrowicz, como el lugar del exilio para cualquier exiliado, un espacio de muerte y renacimiento, de palingenesia. El lo gráfica en el edificio de la quinta Pueyrredón, de San Isidro, un cúbico y blanco caserón deshabitado, sin huellas de historia. Esa es su casa. Ni Buenos Aires ni Sandomiercz: una casa blanca e inédita, afilada, simple, a punto de ser inaugurada. Con la blancura de los ro-

pajes iniciáticos.

Extranjero en Polonia, por calidad de escritor excéntrico, Gombrowicz es obligado a la extranjería en Argentina, por su calidad de exiliado. En ambos casos, la extrañeza es fuente de la identidad. En el exilio, el escritor polaco se descubre con vocación existencial de exiliado, asume lo que el mundo retrata en sus contornos como si fuera una elección. Se convierte en sujeto de su destino, identificándose con el lugar provisorio

y efímero del peregrino. Un rasgo más de la identificación Gombrowicz-Argentina.

Las páginas de sus diarios en las que exalta la condición de los judíos como pueblo creador de cultura a partir de su esencial condición dramática, son una confesión oblicua de identidad: genial, individualista, humillado, enfermo, anormal, en desacuerdo con la vida, el judío convierte la decadencia en creación ¿Qué otra cosa es/quiere ser Gombrowicz?

Punto de partida y, a la vez, conclusión de estas errancias es el peculiar individualismo gombrowicciano, altamente impregnado de elementos libertarios, a veces desviado hacia esa engañosa afirmación de la individualidad diferencial que es la fantasía nobiliaria. A fuerza de creerse perteneciente a una nobleza de individualidades, el escritor se termina persuadiendo de su nobleza «vulgar», la que proviene de partidas de

nacimiento y pergaminos rodados.

Gombrowicz escribe para llegar a los hondones de la autenticidad, escapando a toda clasificación y sintiéndose perseguido por una innominada Inquisición. El diario sería el tipo de discurso más adecuado a este desujetamiento, porque el diario es un decir de nadie a nadie, en medio del cual aparece la voz otra de lo auténtico. Hasta qué punto Gombrowicz cumple con esta gideana misión del diario, es otra historia.

La paradoja de la autenticidad es que, buscando lo propio, se halla lo ajeno. Ya lo explicó Rene Girard en su libro sobre el romanticismo y la novela: nuestros deseos son extraños, les servimos de espejo. «Mi problema no es el perfeccionamiento de mi conciencia, sino, sobre todo, saber hasta qué punto mi conciencia es mía».

Gombrowicz proclama el derecho a lo impremeditado: la libertad. Contra ella actúan todas las instituciones, pues éstas se proponen, precisamente, premeditar y prever, configurar de antemano, disponer las respuestas de la catequesis ante cualquier pregunta. Rescata el derecho al discurso bastardo, ese «discurso-entre» que se produce en el punto móvil donde el yo se encuentra y se diferencia de la forma, la expresión choca con el mundo, lo que parece escrito por el sujeto se demuestra ajeno a él, etc.

Hay una lucha desesperada entre el pensador y el pensamiento, entre la vida que intenta pensarse y el discurso organizado y sistematizado. Gombrowicz, desde una perspectiva existencialista, rescata al hombre concreto que piensa como tal, el unamuniano

«hombre de carne y hueso», que discurre desde su irreductible e incomparable univer-

so individual.

En tanto, siente que es objeto del deseo caníbal, cainita, que le otorga una identidad para devorarlo, y escapa de él a la vez que le arroja un alimento sustituto: el texto. Hay otra salida, rabelesiana, paradójica: desaparecer como sujeto en un acto de risa histérica. Morirse de risa ante las catástrofes de la historia. De este modo, el otro se queda sin otro que llevarse a la boca.

Existe, por fin, el drama de la palabra yo, que no es el Yo Trascendental de la filosofía racionalista ni el concreto yo de Witold Gombrowicz, sino una manera de decir que nos dice cada vez que la decimos y que inquieta señaladamente al escritor ¿Quién dice la palabra yof Acaso toda la literatura sea una respuesta diferida, fragmentaria, a esta elemental pregunta, tan simple y tan perversa.

Gombrowicz, partiendo del individualismo existencial, se enfrenta con las tenaces palabras quevehiculan la autenticidad pero que son severamente extranjeras. Y nunca mejor dicho esto de «extranjero» con referencia a un exiliado. Es probable que, bajo la palabra yo no exista nada, que ella sea la denuncia embozada de la irrealidad. «¿Quién soy? ¿acaso soy realmente?» Otras veces, la respuesta es la apelación al «solo ser», al ser instantáneo que desaparece apenas percibido y designado. Ese puro ser sin proceso y sin historia, sin memoria y sin proyecto, es lo que Hegel entendía que era la nada, si es que la nada puede ser algo.

El exilio plantea, obviamente, el problema de la identidad. Lo hace en términos de una pregunta: ¿quién soy cuando nadie me desea? Pero, más abajo de este desgarro y de este interrogante, hay otro espacio, más inquietante: el de la identidad como abismo. Hay la vida amorfa y la cultura formalizada. Pero hay más, es decir, menos: un infinito claroscuro, mezcla de todo, «desorden, impureza, fermento y azar».

En este umbral entre la historia como forma en el tiempo y el abismo de la identidad como infinito descenso hacia sí mismo, Gombrowicz instala su decisión de no asumirse como parcialidad política. El debería ser comunista: por razones históricas, el comunismo es inatacable, la burguesía no puede cuestionarlo. El comunismo es, en cambio, inválido ante la metafísica, ante la eternidad del dolor humano. Siempre habrá dolor en el mundo y esto lo mantendrá injusto, más allá de todos los cambios históricos.

No es la burguesía la que puede cuestionar al comunismo, sino el genio individual, el que, además, huye de él como de todas las instituciones. Para la autenticidad del discurso, el PC es una Iglesia, una Inquisición como las demás. Es la ortodoxia, la previsión, la sujeción. Gombrowicz, detrás de Montaigne y de Proust, reivindica el derecho nativo del sujeto a no serlo, a quitarse toda sujeción, a demoler las formas en favor

de la vida. Una lucha incierta para todo escritor, cuyo problema constante es la formalización del discurso. Pero, ya se sabe, siempre hacemos lo que no estamos haciendo:

intentando salimos de la vida y sintiendo, en la nostalgia del exilio, que sólo podemos volver a ella.

Blas Matamoro

Tags:
administrator