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El compositor mexicano recuerda la ópera Fausto del francés Charles Gounod en el número 106 de Vuelta, publicado en septiembre de 1985. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.
No es lo mismo contemplar que vivir: se interpone una distancia en donde cabe un sinnúmero de puntos de vista. Cada confrontación con el mundo requiere un ajuste de distancia, un enfoque preciso. Afortunadamente –aunque después de muchos desagravios– la mayoría de las personas desarrolla la habilidad que se requiere para enfocar debidamente una situación. Si alguien no llegara a desarrollar suficientemente esa habilidad o, peor aún, si no llegara a sospechar la necesidad que tiene de ella, su tránsito por el mundo sería ciertamente caótico.
Esta habilidad de enfoque es importante también para la música. La diferencia es que ahí son pocos los que sospechan la necesidad de un enfoque correcto y, por lo tanto, la experiencia del mundo musical es, para la mayoría, comparable a la del cine mudo para un ciego. Definitivamente, hay que saber cómo escuchar; y para escuchar correctamente es necesario ubicar bien el oído. Pero mientras que, en el mundo visual, descubrir el mejor punto de vista desde donde mirar un objeto no representa mayor problema, en el mundo musical el asunto no es tan sencillo. Más aún si se considera que el punto de escucha es, a su vez, materia de composición; es decir, que no es un punto fijo, sino que puede ir transformándose en el transcurso de una obra. Escuchar música equivale a soltar el espíritu y permitirle adoptar las transformaciones necesarias para construir un espacio sonoro inteligible.
Toda música requiere de esta habilidad para ser comprendida; pero ningún género musical subraya ese requerimiento más claramente que la ópera. Y ¿qué mejor ópera para ilustrarlo que Fausto de Gounod, cuyo personaje principal es, precisamente, un espíritu atado, cansado de contemplar, ávido de soltarse y vivir?
Charles Gounod entendía muy bien los asuntos del espíritu. Inclinado desde temprana edad hacia la vida religiosa, Gounod estuvo a punto de abandonar su vocación musical y entrar en una orden religiosa. Finalmente, se decidió por la música, pero la religión nunca dejó de interesarle profundamente. El tema de Fausto, en particular, logró despertar en él una gran imaginación creadora. Además del drama teológico, Gounod veía muy perspicazmente el drama humano, la tragedia personal. Su inteligencia es aparente desde la primera nota del preludio orquestal.
La nota fa estalla con fuerza en todos los registros de la orquesta. El fa es largo y persistente; su orquestación –cuerdas y trombones– sugiere inmediatamente algo brutal, inamovible. Pero su fuerza, si bien se escucha, contiene algo de vanidad pues el sonido está hueco: es unísono, y entre un fa y otro hay siempre un vacío. Súbitamente el sonido desaparece. Nada.
Sin preparación alguna la tonalidad cambia a fa mayor y comienza una de las melodías más inspiradas de la ópera. Suenan las flautas, los oboes, tañe el arpa. Ahora sí hay armonía y la música empieza a viajar hacia la tonalidad luminosa de la mayor. El horizonte sonoro se abre y revela un paisaje de enorme amplitud.
La presentación del drama no podría ser más clara. Al levantarse el telón Fausto se encuentra en su estudio; es de noche. Lo acompañan sus viejos libros y la música exangüe del preludio.
Una vez firmado el pacto con su sangre, Fausto se dispone a buscar aquello que su alma añora: la juventud, el deseo, el ardor, la pasión, el abandono de la conciencia. Fausto sale en busca de la vida, ya no para observarla más, sino para hundirse en ella; y esa vida él la reconoce encarnada en Margarita. El primer encuentro entre Fausto y Margarita es, por lo tanto, una cuestión delicada y sumamente interesante. La escena sucede en el acto segundo.
Fausto y Mefistófeles han empezado a viajar en pos de la vida y llegan a la entrada de un poblado que celebra una feria. La muchedumbre se divierte cantando y bailando. Fausto y Mefistófeles observan. Comienza el conocido vals con coro “Ainsi que la brise légère” (“Así como la brisa ligera”). Sin embargo, hay algo muy raro: Gounod ha dado la melodía a la orquesta y el acompañamiento al coro. Las notas del coro son simples e insípidas, pero la muchedumbre parece no darse cuenta. En cambio, la melodía de los violines está cargada de interés; es seductora e inquietante pues juega con dos ritmos a la vez. El desencuentro entre el coro y la orquesta es clarísimo.
Lo que ha hecho Gounod con ese toque genial es cerrar la distancia hasta hacernos entrar en el espíritu de Fausto y vivir el conflicto junto con él. La contemplación ha quedado atrás, en el preludio, en el estudio del doctor Fausto. Esto significa que, para regresar a la juventud, para consumar el deseo, para abandonar la conciencia, basta con adoptar –¡quién lo hubiera pensado!– un cierto punto de escucha.
Tomado de: https://letraslibres.com/revista/punto-de-escucha/