Niños malvados y Juegos inocentes

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La segunda película del noruego Eskil Vogt pertenece a una fructífera tradición narrativa de niños capaces de hacer el mal, aún sin plena consciencia de ello.

Por Ernesto Diezmartínez

Un hombre sale a cazar con su pequeña hija. Le está enseñando a ser paciente, a avistar a la presa, a apuntar bien, a disparar. En algún momento, el hombre, medio metro atrás de su hija, levanta el rifle y lo dirige hacia la cabeza de la niña, quien no se percata del inminente peligro. El hombre duda unos segundos. No dispara. Se trata del inicio de La maldición de Thelma (2017), extraordinario filme fantástico dirigido por el danés Joachim Trier, quien escribió el guion en coautoría con el noruego Eskil Vogt. Juegos inocentes (Noruega – Suecia – Dinamarca – Finlandia – Francia – Reino Unido, 2021), segundo largometraje de Vogt (su ópera prima Blind, de 2014, sigue inédita en México), bien podría considerarse una suerte de secuela no oficial de La maldición de Thelma.

Estamos en algún lugar de Noruega, en un verano iluminado y caluroso. Ida (la notable debutante Rakel Lenora Petersen Flottum), una niña de nueve años de edad, viaja en el asiento trasero del auto al lado de su hermana mayor, la preadolescente autista Anna (Alva Brynsmo Ramstad), cuyos ruidos guturales molestan de tal forma a Ida que, sin que se den cuenta sus papás (Ellen Dorrit Petersen y Morten Svartveit), pellizca a su hermana con toda la fuerza de la que es capaz. Luego, cuando llegan al departamento en donde viven, coloca pequeños fragmentos de vidrio en los tenis de Anna quien, como dejó de hablar muchos años atrás y tiene una alta resistencia al dolor, no puede quejarse de las malvadas travesuras de su mosca muerta hermana menor.

En el patio de juegos del barrio, Ida se topa con dos niños que, como ella, viven separados de los demás, aunque no sea por las mismas razones. Aisha (Mina Yasmin Bremseth Asheim) es una muchachita tímida que tiene manchas de vitíligo en el rostro, mientras que Benjamin (Sam Ashraf) vive con su madre, que no le pone mucha atención a no ser para maltratarlo. En cuanto los tres niños se conocen y empiezan a jugar entre ellos –con la “molesta” presencia de Anna, pues Ida es obligada a cuidar de ella– se dan cuenta que comparten algo más que un sentimiento de marginalidad. Ben puede mover objetos con la mente, Aisha puede sentir lo que sucede en otras partes y, para sorpresa de Ida, Anna también posee poderes similares. De repente, la hermana mayor ya no es un estorbo. El problema es que, como dijera cierto personaje clásico, con los grandes poderes vienen también las grandes responsabilidades y, ¿qué pueden saber de responsabilidades unos niños de nueve años? Más bien saben de travesuras. Más bien saben de sadismo. Más bien saben de crueldad.

Juegos inocentes pertenece a una fructífera tradición narrativa acerca de niños malvados o, en todo caso, con capacidad de hacer el mal, acaso sin tener plena consciencia de lo que han hecho. Los chamacos protagonistas de esta notable cinta fantástica noruega no son “naturalmente” maléficos, como la niñita rubia Patty McCormack del clásico cinematográfico La mala semilla (LeRoy, 1956) o como la intachable Thea de La perfecta señorita, el provocador relato criminal de Patricia Highsmith publicado en Pequeños cuentos misóginos (1974). Los niños del filme de Vogt pueden ser capaces de momentos de indecible crueldad –los “experimentos” de Ben en los que está probando los límites no solo de sus propios poderes, sino de la violencia que puede ejecutar con ellos–, pero Ida empieza a desarrollar un atisbo de auténtica conciencia moral, pues siente culpa de lo que le ha hecho a Anna, mientras que la noble Aisha trata de servir como dique a las inclinaciones más destructivas del resentido y maltratado Ben.

Los cuatro niños protagonistas de Juegos inocentes están en una etapa liminal dolorosa. Están dejando la niñez para entrar en la adolescencia, aprendiendo no solo cómo es el mundo que les rodea, sino qué papel pueden jugar en él: en pocas palabras, están creciendo y conociéndose a sí mismos. Probando qué son capaces de hacer con los insólitos superpoderes que poseen, pero también si tienen el estómago para cruzar ciertos límites morales o la integridad suficiente para plantarse frente a las injusticias. Por supuesto, en este acto de crecer aprenderán también que se puede fracasar, porque no hay crecimiento sin dolor.

Vogt, como coguionista de La maldición de Thelma, conoce de primera mano los procedimientos necesarios para construir un acezante filme fantástico. En Juegos inocentes, la precisa edición del veterano Jens Christian Fodstad es clave para mostrarnos de qué manera los niños empiezan a descubrir el poder que tienen sobre el mundo y sobre los demás, mientras que la cámara de Sturla Brandth Grovlen permanece muy cerca de sus actores –o sea, de los niños–, estudiando sus reacciones, sus gestos, sus miradas. Mención especial merece la espléndida chamaquita debutante Rakel Leonora Pettersen Flottum: sus ojos, siempre bien abiertos, y su sonrisa, más aviesa que traviesa, denota una mente abierta y en proceso de maduración.

Al final de ese verano, uno quiere creer que Ida ha aprendido a ser una mejor versión de sí misma. Una mejor hija, una mejor hermana, una mejor persona. A usar el superpoder del amor y la empatía. Por lo menos, eso es lo que yo quiero creer.

Tomado de Letras Libres

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