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A Alberto Gerchunoff
Mr. Richard Neale Skinner, A. I. C. E., F. R. G. S. y F A. S. E., lo cual, como se sabe, quiere decir por extenso y en castellano, socio de la Institución de Ingenieros Civiles, miembros de la Real Sociedad de Geografía y miembro de la Sociedad Anticuaria de Edimburgo, es un ingeniero escocés, jefe de sección en el Ferrocarril de El Cairo a Asuán, donde se encuentran las famosas represas del Nilo, junto a la primera catarata. Si menciono sus títulos y su empleo es porque se trata de una verdadera presentación; pues Mr. Neale Skinner hállase entre nosotros desde hace una quincena, procedente de Londres, y me viene recomendado por Cunninghame Graham, el grande escritor cuya amistad me honra y obliga. Mr. Neale, a su vez, me ha pedido esta presentación pública, porque el viernes próximo, a las 1y.1y, iniciará en un salón del Plaza Hotel, su residencia, algunas conversaciones sobre los últimos descubrimientos relativos a la antigua magia egipcia, y desea evitar que una información exagerada o errónea vaya a presentarlo como un charlatán en busca de sórdidas conveniencias. Sabiendo el descrédito en que han caído tales cosas, adoptará, todavía, la precaución de no invitar sino personas calificadas y que posean algunos conocimientos históricos sobre la materia (bastará con algo de Rawhnson o Maspero): por lo cual los interesados tendrán que dirigirse a él en persona. Mr. Neale habla correctamente el francés. Nada tan distinto, por lo demás, de esos barbinegros magos cuya manida palidez frecuenta los vestíbulos internacionales, arrastrando la admiración en el énfasis de su lentitud remota. Mr. Neale es rubicundo y jovial, y hasta me parece que algo corto de genio. Cuando fui a pagarle la visita, hallábase, precisamente, alegre como un colegial, por haberse dado en el hotel con un condiscípulo del Marischal College, oriundo también de la sólida Aberdeen, su ciudad natal. Mr. Francis Guthrie, un escocés que por su traje y su pecosa rigurosidad, parecía tallado en el granito del lejano país. Tampoco hay nada de «oculto» en el viaje de Mr. Neale. Trátase de un prosaico estudio de nuestras maderas fuertes, que la administración ferroviaria egipcia propónese ensayar para el asiento en terrenos pantanosos. Claro es que a poco de andar, y como nuestro huésped me manifestaba su intención de disertar sobre la magia egipcia, ya estaba yo preguntándole por los últimos descubrimientos que han enriquecido la arqueología con desusada profusión: —En Egipto, habíame dicho él mismo, todo el mundo es un poco arqueólogo. Y retomando el hilo de su pensamiento: —La arqueología se vuelve allá una tentación irresistible. El rumoreo de un joven y animado grupo que cruzaba el hall, cortó un momento su palabra. —Yo tardé bastante, prosiguió, en apasionarme por los descubrimientos. Eso tenía que venir, pero a mí me ocurrió en forma distinta de la habitual. Era yo un cazador entusiasta, y no ocupaba mis asuetos en otra cosa, cuando cierto día tuve la ocasión de salvar, mediante un tiro certero, a un muchacho egipcio, desertor de la caravana de Sennaar, que bañándose en el río’ había caído presa de uno de esos cocodrilos, casi legendarios ya, pero que viven aún más allá de las cataratas: verdaderos monstruos que vale la pena ir a buscar, haciendo algunos centenares de kilómetros. Aunque salió con su brazo izquierdo casi inutilizado por la terrible mordedura, Mustafá, mi protegido, guardóme aquella inagotable gratitud, característica del musulmán, sobre todo cuando cree deber el favor de la vida; pues, entonces, solo considera redimida su deuda mediante un favor igual. Exageraba todavía su afección por mí, el hecho de haberlo tomado a mi servicio, para aliviar de tal modo la desgracia de su mutilación. Fue él quien, de vuelta a mi puesto, que era entonces Esné, la antigua Latópolis de los griegos, despertó mi curiosidad, regalándome dos joyas antiguas, sumamente curiosas: un gavilancito de oro esmaltado y un sello de cornalina, que cifrado con el «onj» jeroglífico, o sea la palabra «vida», es un amuleto de preservación. Inútil cuanto hice por averiguar la procedencia de aquellos objetos —ciertamente raros entre las chucherías arqueológicas de la explotación habitual— incluso el recuerdo de la ley que castiga el tráfico y la ocultación de antigüedades valiosas. Mustafá se evadía con las exclamaciones árabes de cajón: «¡Quién puede saberlo! Que Allah compadezca mi ignorancia». O bien: «¡Solo Allah es omnisciente!»… El caso es que esos «felahs», cruzamiento de árabe y de egipcio, saben y callan muchas cosas, a despecho de la opinión corriente. El sentimiento nacional que parecía dormido en aquellos naturales, acaba de causar a mis compatriotas más de una sorpresa. Nativo de Esné, que es una de las estaciones de la caravana en la cual se enganchó para ir a caer víctima del cocodrilo, Mustafá es muy experto en excavaciones arqueológicas, pues la mencionada ciudad hállase a unas veintiocho millas tan solo de la antigua Tebas. Y él, como peón de numerosos exploradores, había hecho, por decirlo así, toda la «carrera». Desde que, niño aún, conchabábanlo para que animara a los jornaleros, cantando, tal cual los vendimiadores homéricos en la descripción del escudo de Aquiles, hasta que, mayorcito, cargaba las espuertas de escombros, y ya adolescente, manejaba el azadón, su experiencia llegó a ser grande en la materia. Poseía, lo que es también un don de su raza, el discernimiento de los indicios imperceptibles; pero lo rudo de la tarea y lo mísero del jornal, acabaron por inducirlo a cambiar de trabajo, enganchándose en la caravana, donde tampoco pudo aguantar la faena realmente atroz de camellero. Es un temperamento sensible, de una delicadeza superior a su medio. Así, de doméstico, pasó a ser luego mi ayudante. Cuando me persuadí de que no averiguaría la procedencia de las joyas, quizá ignorada, en suma, por el propio Mustafá, entré a interrogarlo estrictamente sobre las tumbas faraónicas que han dado tanta notoriedad al famoso Valle de los Reyes, desde el descubrimiento, ya un tanto lejano, del estupendo sepulcro de la reina Hatshepsut. Tras largos rodeos, adquirí la seguridad de que conocía más de un derrotero importante; pero jamás accedió a revelármelos, no obstante la visible aflicción en que lo ponían mis ruegos. —Te causaría, afirmaba, irreparable daño. Y después, con solemnidad: «Nunca seas el primero que penetre en las tumbas reales. Ni inquietes con la violación a los guardianes de la entrada. Nadie escapa al enojo de los reyes. —Sí, sí —dije yo entonces, bromeando—. El conocido cuento de la venganza de la momia. Con gran sorpresa mía, el jovial Mr. Neale permaneció grave… Miró un momento la ceniza de su cigarro… —Es que algo hay de cierto —afirmó con sencillez. —
¡Cómo, usted sostendría… —interrumpí, esbozando un vivo movimiento de incredulidad. —Yo nada sostengo. Narro lo que he visto y nada más —replicó mi interlocutor sin cambiar de tono. Luego, calmándose con un ademán: —Juzgará usted mismo. Pero le ruego que me deje proceder con cierto orden. Tengo el hábito de los informes técnicos y fastidiosos —creyó deber añadir con una sonrisa. Visitando un día con Mustafá el hipogeo de la reina Hatshepsut, donde estudiaba in situ la mejor escritura jeroglífica, la clásica, diríamos, que corresponde, para mayor ventaja, a los gloriosos tiempos de la décima octava dinastía, pues no hay libro comparable en claridad, tamaño y color, a esos vastos muros verdaderamente «iluminados» de historia, recordaba a mi ayudante, menos por interesarlo que por complacerme, diciéndomelo a mí mismo, la biografia de aquella soberbia emperatriz, incomparable estrella de su cielo dinástico.. Y con la aproximación quimérica que a través de los siglos sugieren allá las necrópolis intactas, donde han subsistido en la imperturbable serenidad hasta las flores de hace tres mil años, creo que infundí una especie de entusiasmo personal, tal vez de cierto vago amor, a la expresión con que dije:
—Divina reina, heroína y mujer, que vence como un faraón, hasta adquirir el derecho de inmortalizarse con la desnudez viril y la barba de oro de las estatuas triunfales, y al propio tiempo envía una flota que le traiga a su jardín, para envolverse en sahumerios como una deidad, los sicomoros de incienso del País de las Aromas. ¿No es una coquetería realmente imperial esa expedición a la costa turífera de los actuales somalíes, y esa avidez suntuaria con que manda sacar a tanto costo las piedras preciosas, los metales nobles, las maderas finas, el lapislázuli y el marfil; y todavía la construcción de aquella tumba prodigiosa, cuyas galerías de casi doscientas yardas se hunden cerca de noventa en la roca viva de la montaña sepulcral?…
Entonces Mustafá, con un acento y una penetración psicológica que no le conocía, dijo: —Pones en tus palabras tanta pasión, que te libras indefenso a todas las influencias. Por eso no quiero conducirte a las tumbas reales. Aunque te rías de mí, lo cierto es que los antiguos pusieron «espíritus materiales» para guardar la entrada. Son los vengadores siempre despiertos. Cada cual tiene su modo de ofender, pero todos matan. En poco más de un año que duró la exploración de este sepulcro de la reina, hubo dos suicidios entre los exploradores. Solo más adelante comprendería yo aquella expresión que me pareció absurda, de «espíritus materiales», empleada por Mustafá, extraordinariamente locuaz ese día; pero su competencia en excavaciones realzóse ante mí con la insospechada agudeza que acababa de revelarme. Así, cuando algún tiempo después me escribió el secretario de lord Carnarvon, a título de F. A.S. E., para solicitarme ayuda en las exploraciones del hipogeo de Tut-Anj-Amón, que iban a empezar, creí hacerle, en la persona de Mustafá, la mejor recomendación de un buen práctico. —De modo que usted asistió… —empecé. —Efectivamente. Debí a esa circunstancia la invitación de asistir a la apertura. —¿Entonces opina usted que el tan comentado fallecimiento del lord, fue, como se dijo por fantasía, una consecuencia de ese acto? —Repítole que voy a narrarle lo que pasó y nada más. Cuando se dio con el hondo pozo que conduce a la puerta de la cámara mortuoria, mi ayudante, a causa de su invalidez, no pudo tomar parte en la extracción de los bloques de piedra que lo obstruían, ni descender como el lord, los invitados y los jornaleros agregados al grupo, en las «cufas» o espuertas egipcias. Estaba pálido, aunque impasible, y solo creí notar que me señalaba con los ojos a la atención de uno de los jornaleros prontos a iniciar la bajada: hombre maduro ya, pero vigoroso. Luego, acercándose con respeto: —Olvidabas el talismán, dijo, entregándome el sello de cornalina. Efectivamente, habíame ocurrido eso al sustituir mi traje habitual por el recio vestido de campaña que es menester adoptar para los descensos, y que constituye una de las torturas de esa angustiosa operación. Quien no la ha realizado, tampoco puede apreciar lo que significa el deslizamiento, en gran parte al tanteo, por las dilatadas galerías donde el aire confinado durante siglos, el polvo impalpable y la temperatura de horno, prolongan hasta la agonía una desesperante sofocación. Nada más distinto del maravilloso paseo arqueológico que sugiere al lector la narración del descubrimiento. El descenso del pozo sepulcral es peligroso, además de siniestro. Hay que precaverse mucho de las rozaduras contra los cantos filosos de las paredes, pues bajo el clima de Egipto, la más pequeña herida puede acarrear consecuencias funestas. Obligado usted a reducir su equipo para deslizarse entre los derrumbes casi infaltables que ha producido por presión y desnivel el paulatino desmoronamiento de la montaña, su reducida caramañola solo alcanza a disimular la sed provocada por una transpiración excesiva. Pero, lo más atroz, es el recio traje que debe uno conservar para no herirse, y en previsión de la salida con retardo bajo uno de esos bruscos fríos que sobrevienen en los arenales apenas declina el sol: otro de los riesgos peculiares a la comarca. Dijérase que, hundido en la fúnebre excavación, lleva Vd. sobre los hombros todo el peso de la siniestra montaña que vio al entrar, como descolgándose en denso manto de arena sobre las tumbas enterradas a su vez bajo la infinita desolación de aquel Valle de los Reyes. Pero el prodigio de la tumba descubierta era tal, que hubiera valido, aún, mayores penurias. No voy a ensayar su descripción, ni a recordar la ilustre comitiva; cosas popularizadas, por lo demás, en todos los «magazines». Solo diré que la apertura de las cámaras del moblaje, inmediatamente anteriores a la del sarcófago, fue un deslumbramiento. Figúrese que ocho meses después no se había acabado de inventariar el contenido en muebles, estatuas, adornos y vajilla. No se recuerda hallazgo más valioso, desde el que se hizo con el hipogeo de la reina Hatshepsut; y ese Tuj-Anj-Amón, su descendiente, resultaba digno, por cierto, de clausurar el victorioso período de aquella décimoctava dinastía, con que los reyes tebanos dieron a Egipto su máximo esplendor hace más de tres mil años. La extenuación de largos meses de tarea, que en los últimos días llegaba a doloroso agotamiento, desvanecióse ante la maravilla casi eterna. Nunca se agradecerá bastante la munificencia con que lord Carnarvon puso toda su fortuna en tal empeño, costoso como ninguno, además, y el entusiasmo, el esfuerzo, el desinterés con que le sacrificó su propia vida. Pero vuelvo a mi estricta narración. Llegaba el momento, entre todos solemne, de derribar el último tabique, asaz ligero, por cierto, que nos separaba de la cámara del sarcófago. Es siempre algo lúgubre, y hasta no exento de cierta inquietud esa profanación de tan largo sueño… Cuando apareció, pues, tras el polvo lentamente desvanecido del postrer azadonazo, en la vaga oscuridad, más bien teñida que alumbrada por los haces eléctricos, la celda ritual con su enorme féretro solitario, fue como si desde su bajo y estrecho ámbito de cueva nos diese en la cara la respiración de la sombra. Algo inmensamente augusto nos sobrecogió. Pero ya lord Carnarvon transponía esa última puerta. Era su derecho, tan justamente ganado. Dio una rápida vuelta por la cámara mortuoria, inclinóse sobre el sarcófago, sin tocarlo, y salió para dejar paso a las ilustres personas de la comitiva, pues en el estrecho recinto no cabían más de dos. Entonces noté que del lado de afuera, es decir, donde yo me encontraba, había junto a la puerta dos vasos de alabastro cerrados con tapas cónicas de la misma substancia. Lord Carnarvon se aceró a uno, movió, instintivamente, sin duda, la cubierta alabatrina, y esta cedió girando, pues hallábase atornillada con la perfecta maestría de esos trabajos egipcios. Suavemente, sin un crujido, fue desprendiéndose ante nuestros ojos estupefactos. Más, una sorpresa mucho mayor nos aguardaba: ¡Del vaso destapado exhalóse un vago, pero distinto perfume que refrescó el ambiente! —Recuerdo haber leído eso con asombro —dije. —Sin duda, repuso Mr. Neale; y lo mismo lo mencioné en una descripción publicada por la Monthly Review. Nadie ignora que Egipto fue el país de la química, ciencia cuyo mismo nombre parece derivar de «Chem» o «Quem», como llamaban los hebreos a la nación egipcia, según se ve por el salmo CV: el de la recapitulación; y la flota de Hatshepsut, nos indica hasta qué punto era grande en su época la importancia de los perfumes. Con todo, la duración de aquel cuerpo volátil resultaba extraordinaria; o mejor dicho, su cautividad de treinta siglos en una perpetuación casi inmortal. Así se me reveló el motivo de la preferencia que los antiguos griegos y romanos daban a los vasos de alabastro, para guardar perfumes. Recordará Vd. que, en griego, los preciosos vasitos perfumarios llamábanse «alabastros» por antonomasia. Sería una de las tantas cosas que Grecia y Roma aprendieron de Egipto. Pero más extraña aún que el perfume, fue la frescura que difundió en torno. Digo mal frescura, pues era más bien una especie de frío sutil, semejante al del mentol. El caso es que yo y el lord nos estremecimos bajo esa especie de helada delgadez que se desvaneció como un suspiro instantáneo. El lord se inclinó y aspiró fuertemente, con su nariz en la boca del vaso. —Vale la pena —dijo— conservar el recuerdo de tan antiguo perfume. Hubo en la puerta un ligero atropellamiento que llamó su atención, y yo aproveché la coyuntura para intentar lo propio. En ese instante el «felah» a quien había hablado Mustafá interpúsose como una sombra, haciéndome con la cabeza y los ojos un enérgico signo de negación. Por más que dicho acto me asombrara, no le hice caso alguno e insistí. Entonces, arriesgando un ademán de audacia increíble en aquellos tímidos paisanos, asió mi brazo con brusquedad, al paso que murmuraba en árabe, para que solo yo pudiera oír y entender: «¡Atórat-el-móut!» ¡El perfume de la muerte! Entretanto, el lord acababa de tapar nuevamente el vaso. Cuando, algunas semanas después, pude ver de nuevo ambos recipientes, todo se había desvanecido, y solo conservaban en el fondo una mancha resinosa, tan tenue, que era imposible analizarla. Digo algunas semanas después, porque, al salir del hipogeo, el frío del desierto me hizo daño. Caí enfermo como lord Carnarvon, bien que no de gravedad. Pero habíame impresionado mucho, al abandonar el pozo, una sentencia de Mustafá, que mientras me echaba sobre los hombros previsora manta, díjome por lo bajo, señalando al lord:
—He ahí el que morirá. ¡Que Allah nos proteja! —¿Cómo lo sabes? increpé con sorda irritación. —Le he oído el estornudo malo; el estornudo del chacal. Recordé, en efecto, aquel acceso que también había oído estallar con la sequedad lastimera de un gañido; pero repliqué, menospreciando la superstición: —Efecto del frío. Otros hemos estornudado también. —Cierto; pero a ti te rozó apenas el ala fatídica del vengador. Estarás bien dentro de una semana. Y como luego, en casa, discutiera todavía, reprochándolo con sensatez: —Es una fiebre que se explica por el excesivo cansancio, el aire confinado, la tensión nerviosa… …Mustafá pudo derrotarme una vez más, contestando impasible: —Al dificultar el acceso de sus tumbas, los antiguos contaban con esa predisposición, que entrega rendidos los violadores a los guardianes de la entrada. Casualidad o lo que fuere, lord Carnarvon no se levantó. Víctima de una extraña fiebre que no pudo la ciencia dominar, declarásele luego la neumonía cuyos síntomas yo también experimenté, y su fallecimiento malogró una bien útil y generosa existencia. —Hablase hablado también de cierta infección causada por la picadura de un insecto… —Sí, al principio, y no sin razón, porque le he dicho lo peligrosas que son las más pequeñas lesiones bajo el clima de Egipto. Este es, en suma, el verdadero áspid de Cleopatra. Pero la neumonía fue, al menos para mí, un desenlace concluyente. Abrigo la convicción de que lord Carnarvon aspiró la muerte en la boca del vaso de alabastro. Así cobraba sentido la expresión paradójica de Mustafá; pues el perfume mortífero era, en efecto, un «espíritu material», el «vengador» encerrado en los vasos tentadores como un efectivo «guardián de la entrada», «perpetuamente despierto». Nada, pues, de imaginarios demonios o «elementales» maléficos. La sencilla realidad venía a ser mucho más siniestra. ¡Terrible, en efecto, ese último sueño de los faraones cuyo reposo se aseguró para la eternidad, bajo una sentencia impersonal e inexorable como el destino!… Ab. Neale iba, indudablemente, a proseguir; pero en aquel momento, una arrogante figura femenina cruzó apresurada el «hall», removiendo como un bache de oro en polvo la mancha del sol poniente que caía desde una ventana lateral, con un magnífico tapado de kolinsky a la moda, y dejando esa ráfaga de perfume singular, que anticipa con genuina revelación el primer detalle de una verdadera elegancia. No habíamos visto el rostro de la desconocida, que avanzando por detrás de nosotros, solo nos reveló al pasar su gallardía y su perfume; pero mi interlocutor, enderezándose, palideció ligeramente, mientras murmuraba con sorda voz: «¡Atórat-el-móut! …» —Seguíamosla con ansiosa mirada, cuando ya en el pórtico, vímosla cruzarse con el propio Mr. Guthrie, quien la saludó sin detenerse, subió a buen paso la escalinata, y advirtiéndonos casi al punto, dirigióse hacia nosotros. Regresaba del campo de golf, bastante cansado, según dijo al dejarse caer en el profundo sillón vecino. —¿Tomaron ya ustedes el té? —preguntó enseguida. Mr. Neale, sin contestar, interrogóle a su vez: —Francis, permítame, ¿quién es esa señora? —¿Esa señora?… ¡cuidado, Richard! —intercaló bromeando— ¿esa señora?… La verdad es que no sé gran cosa a su respecto. La conocí hace poco en el «dancing». Parece que es una egipcia bastante misteriosa, mejor dicho bastante equívoca… Una aventurera, quizá… No sé quién me dijo.
¡Cuidado, Richard! —volvió a intercalar riendo cordialmente y arrellanándose en el sillón— que van ya dos hombres que se suicidan por ella.
Leopoldo Lugones