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El escritor inglés, que murió en Florida a los 73 años, fue un enfant terrible y un novelista precoz; un autor maduro escandaloso y algo cascarrabias; un genio cómico que intentó mezclar el humor con la tragedia.
Martin Amis, que ha muerto en Florida a los 73 años, era el gran estilista de una brillante generación de escritores británicos. Fue un enfant terrible y un novelista precoz, y un autor maduro escandaloso y algo cascarrabias; un gran escritor sin una novela redonda; un genio cómico que se alejó de su talento natural en busca de asuntos graves, o que intentó mezclar el humor con la tragedia; un escritor inglés fascinado por la literatura y el lenguaje estadounidenses; un artista exigente que formó parte a su pesar de la cultura de la celebridad (operaciones dentales publicitadas en la prensa, anticipos millonarios, peleas con agentes que rompían amistades); un gamberro irreverente e hijo de un novelista conocido; una gran estrella literaria que solo ganó un premio importante, por su primera novela, publicada a los 24 años.
Clive James lo describió de joven como un Jagger bajito. Su gran amigo Christopher Hitchens, que murió como él de cáncer de esófago, decía que su primer amor era la lengua inglesa. “Este tío no tiene ni idea de escribir”, le dijo a Hitchens al ver, en la primera página de 1984, el sintagma ruggedly handsome features y se negó a seguir leyendo (aunque más tarde admitió que la novela mejoraba algo a partir de ahí). Era un gran crítico: perspicaz, seguro de sus conocimientos, atento al lenguaje. La cita, escribió, es el arma del crítico. La guerra contra el cliché, sobre todo en su edición original y no en la versión recortada que se publicó en español, explica su idea de la literatura y es una buena guía de lectura –arbitraria a veces, pero informada, variada y apasionante– de la narrativa en lengua inglesa en la segunda mitad del siglo XX, con excursiones por el canon inglés, Kafka, el Quijote y “obsesiones y curiosidades”. Su visión era anglocéntrica; al leer sus reseñas (le sorprende un poco el interés de Philip Roth por Flaubert o la novela rusa) parece que le resulta excéntrico que alguien lea una traducción. Un capítulo está dedicado a uno de los temas centrales de su ficción: la masculinidad y su crisis (permanente). También dice: “Toda escritura es una campaña contra el cliché. No solo los clichés de la pluma sino los clichés de la mente y el corazón”.
“Demasiado bajo, demasiado listo, demasiado entitled: se convirtió en el autor que a muchos les encantaba odiar”, cuenta Boyd Tonkin. (En 1978, dice Tonkin, su padre, Kingsley Amis, escribía a Philip Larkin sobre las 38.000 libras que había ganado su hijo: “Cabroncete. 29 años tiene. Cabroncete”.) Su carrera coincidió con una transformación del mercado literario. En los noventa, quizá su momento de mayor fama y controversia, era una presencia ineludible para cualquiera que quisiera escribir. En España lo editaban Anagrama y Plot.
Debutó con la divertida El libro de Rachel, una novela de aprendizaje sexual que se basaba en buena medida en la voz: en este caso, la del petulante Charles Highway. Fue responsable de libros en New Statesman; publicó las novelas Niños muertos, Éxito y Otra gente. Pero quizá el primero de sus grandes libros es Dinero, de 1984, un ejercicio muy poderoso sobre el exceso y la obsesión por la pasta y el éxito. Es uno de esos libros que cuentan una década, y que contenía dos de sus influencias principales: un sentido lúdico del lenguaje inspirado en Nabokov y una fascinación por la energía de la voz de Augie March. Campos de Londres y La flecha del tiempo, una extensa y otra breve, eran también ejercicios de virtuosismo: la segunda es una novela sobre el Holocausto contada al revés, de delante hacia atrás. La información, que tenía algunas páginas autoindulgentes y fue acompañada por una polémica extraliteraria, es uno de los mejores retratos que se han trazado de la amistad y enemistad entre escritores, llena de momentos patéticos e hilarantes sobre la frustración y la envidia. Algunas de sus novelas “menores” son muy disfrutables, como Tren nocturno, una especie de relato policiaco. Hay buenos cuentos (y otros flojos) en Mar gruesa. Perro amarillo y Lionel Asbo eran fallidas, peores que La casa de los encuentros, que transcurría en el gulag, o La Zona de Interés, ambientada en Auschwitz.
Su ficción perdió frescura con el tiempo. Escribió una autobiografía admirable, Experiencia, llena de anécdotas y con un emocionante retrato de su relación con su padre: es el libro que prefieren muchos de sus lectores. Koba el Temible era un ensayo singular sobre Stalin, inspirado en buena medida por la figura y la obra de Robert Conquest, autor de El gran terror. Amis describía el régimen y la crueldad del dirigente soviético, y denunciaba la asimetría con que se juzgan los totalitarismos. El libro era estremecedor, íntimo y político al mismo tiempo: revisaba a la generación de su padre, polemizaba con Hitchens.
La idea del mal fue ocupando más espacio en su ficción (La flecha del tiempo, La casa de los encuentros, La Zona de Interés), y también en su no ficción, con Koba y con ensayos y artículos como los reunidos en El segundo avión (cuyo lanzamiento vino acompañado por polémica gracias a declaraciones escandalosas y no muy avispadas), que hablaba del terrorismo islámico. Y a la vez continuaba con la vía autobiográfica, combinada con dosis variables de ficción: más abundantes en La viuda embarazada (donde lo más divertido eran juegos en torno a la literatura inglesa), menores pero quizá más frustrantes en Desde dentro, una falsa autobiografía que homenajeaba a Philip Larkin, Saul Bellow y Hitchens. En Desde dentro hay estupendas reflexiones sobre la escritura y la amistad, y a la vez cierta autocomplacencia.
Martin Amis era un escritor humorístico atraído por el mal, una obsesión en la que quizá influyó que su prima fuera secuestrada y asesinada por un asesino en serie. Asombrosamente dotado para la pirueta verbal y el ingenio, buscaba también un peso ético en sus obras. Poseía algo irreverente, sobre todo al principio, y a la vez reverencial: era profano y tenía una idea de lo sagrado. Lo sagrado, y lo vemos en Visitando a Mrs. Nabokov, en El infierno americano, en La guerra contra el cliché y El roce del tiempo, eran algunos autores: muchos años Nabokov, como estilista supremo, y sobre todo Saul Bellow, de quien Amis decía que había una errata en su nombre: debía ser Soul. Había una admiración artística –por la fuerza de su prosa, por la energía mental, por la amplitud intelectual, la sabiduría y el alcance casi espiritual del autor de Herzog– pero también humana, pese a algunas diferencias. Amis, a menudo displicente y arrogante, con una relación amorosa pero también conflictiva con su padre, mostraba un lado filial, que señaló Hitchens y que inspira páginas lúcidas y hermosas: como las que dedicó a esos autores, pero también a John Updike o Philip Larkin. (En Desde dentro fantasea con la idea de ser hijo del poeta, gran amigo de Kingsley.) Era, como decía Bellow, un great noticer, alguien que veía las cosas. Esa perspicacia se observa en sus novelas, sus ensayos y sus reportajes: incluía también la capacidad y el talento de la admiración, y los lectores podemos encontrar muchas cosas que admirar y agradecer en su páginas.